miércoles, 23 de marzo de 2016

LA BIBLIOTECA


Entrar por primera vez en una biblioteca privada, propiedad de un difunto que en vida ni fue ordenado ni amó o respetó los libros, puede provocar dos efectos: o te invade una fuerza titánica para enfrentar la tarea o te dan ganas de suicidarte por el método más rápido que pueda existir. A veces, ambas sensaciones se juntan en un cóctel explosivo que, cuando se acaba el trabajo y todo queda pulcro en las estanterías, te deja agotada por días. El sueldo y las maravillas que, de vez en cuando, puedes encontrar entre tantos volúmenes apolillados compensan de sobras tantas molestias. Por eso imaginé que aquel nuevo encargo sería rutinario, sin más novedad que la ubicación de la biblioteca y lo linajudo del apellido del propietario fallecido.

Recibí el informe un viernes antes de salir de la oficina y me lo llevé a casa para estudiarlo tranquilamente. Después de todo, mi vida social había pasado a mejor vida hacía unos meses después de ser… abandonada en el altar. Ya está, ya lo he dicho. Con lo que me había costado encontrar alguien que no sólo me aguantara sino que, al parecer, me quisiera lo suficiente como para proponerme matrimonio y en el momento crucial de la ceremonia, va y me deja plantada. Una palabra, sólo tenía que decir una palabra. Y la dijo, solo que no fue la correcta. Los quince días de mi supuesta luna de miel los pasé lamiéndome las heridas tirada en las playas de Punta Cana, disfrutando de mi suite nupcial a solas y aclarándome las ideas. Comí un poco, lloré mucho, salí cada noche y me bebí hasta el agua de los floreros, como se suele decir. Como antídoto para el dolor, usé varios parches con acento local y volví a casa preparada para enfrentarme con la realidad y lo suficientemente morena como para matar de envidia a más de una amiga.
                
Aquel era el primer trabajo importante que me asignaban después de mi “desgraciado incidente”, como mi querido jefe calificó el asunto. Intentó sonar comprensivo y solidario pero yo sabía perfectamente que, en el fondo, estaba disfrutando como el enano cabrón que en realidad era. Por lo visto, la colección que me tocaba valorar perteneció a un conde que murió de puro viejo encerrado entre las ilustres paredes del palacio de sus antepasados, perdido en la locura y rodeado de cuadros sangrantes que daban fe de lo ilustre de sus apellidos. Un artículo en un periódico muy serio, escrito por un periodista con muy mala leche, contaba que pasó los últimos años de su vida extraviado en batallas de libros de texto, soñando despierto con matanzas de infieles y doncellas virginales que únicamente existían en su imaginación. Tan pronto como murió, sus descendientes, ansiosos por hincar el diente a una herencia que suponían muy jugosa y poco acostumbrados a trabajar para sobrevivir como el común de los mortales, lo enterraron con pompa de otras épocas, coche fúnebre con caballos emplumados incluido. Después se reunieron en el salón de baile de palacio, todavía con olor a cirio y flores muertas después del velatorio, escondiendo las sonrisas avariciosas detrás de lágrimas tan falsas como los famosos duros a cuatro pesetas. Debieron perder el color y hasta el aliento al saber que no quedaba nada por repartir. Si acaso, algunas obras de arte de dudosa calidad y escaso valor, los apolillados restos de varios animales disecados cuyos ojos de vidrio provocaban pesadillas y un par de coches Hispano-Suiza de principios de siglo que de haber estado bien conservados habrían valido una fortuna pero el tiempo y el descuido los había dejado en tan lamentable estado que ni para chatarra servían.

El conde acabó sus días chocheando, eso es cierto, pero antes de rodar cuesta abajo hacia la locura su mente tuvo la claridad suficiente como para adivinar lo que sucedería a su muerte y, con todo cuidado y sin dar la más mínima pista, planeó la venganza más exquisita que se le pudo ocurrir.

Ante la mirada atónita de los no tan afligidos parientes, el abogado fue desgranando las últimas voluntades del decrépito conde. Cada clausula era un mazazo a sus ambiciones. La casa de la playa, para una institución que daba cobijo y educación a los huérfanos de la provincia. El palacio de la familia, incluyendo todo lo que el edificio señorial contenía,  para un museo que andaba buscando nueva sede. El dinero que pudiera quedar en las cuentas se dividiría a partes iguales entre ambas instituciones, para sufragar los gastos de las más que posibles reparaciones que se tuvieran que hacer. Las tierras de labranza, los rebaños de ovejas, los campos de olivos, cereales, árboles frutales, las piaras de cerdos, el pequeño viñedo y la diminuta bodega se repartirían entre las familias que, durante generaciones, se habían partido el lomo para que él, y los chupasangres que tenía por parentela, no tuvieran más preocupación que elegir el vino adecuado para la cena.

No me costó mucho imaginar la indignación de los herederos mientras el muerto se partía de risa desde el más allá. Aquel personaje que se me había antojado siniestro, se transformó de repente en un Robin Hood viejuno con sentido del humor y mala leche. Me cayó bien al instante. No veía la hora de empezar el trabajo.

Mjo