miércoles, 23 de marzo de 2016

LA BIBLIOTECA


Entrar por primera vez en una biblioteca privada, propiedad de un difunto que en vida ni fue ordenado ni amó o respetó los libros, puede provocar dos efectos: o te invade una fuerza titánica para enfrentar la tarea o te dan ganas de suicidarte por el método más rápido que pueda existir. A veces, ambas sensaciones se juntan en un cóctel explosivo que, cuando se acaba el trabajo y todo queda pulcro en las estanterías, te deja agotada por días. El sueldo y las maravillas que, de vez en cuando, puedes encontrar entre tantos volúmenes apolillados compensan de sobras tantas molestias. Por eso imaginé que aquel nuevo encargo sería rutinario, sin más novedad que la ubicación de la biblioteca y lo linajudo del apellido del propietario fallecido.

Recibí el informe un viernes antes de salir de la oficina y me lo llevé a casa para estudiarlo tranquilamente. Después de todo, mi vida social había pasado a mejor vida hacía unos meses después de ser… abandonada en el altar. Ya está, ya lo he dicho. Con lo que me había costado encontrar alguien que no sólo me aguantara sino que, al parecer, me quisiera lo suficiente como para proponerme matrimonio y en el momento crucial de la ceremonia, va y me deja plantada. Una palabra, sólo tenía que decir una palabra. Y la dijo, solo que no fue la correcta. Los quince días de mi supuesta luna de miel los pasé lamiéndome las heridas tirada en las playas de Punta Cana, disfrutando de mi suite nupcial a solas y aclarándome las ideas. Comí un poco, lloré mucho, salí cada noche y me bebí hasta el agua de los floreros, como se suele decir. Como antídoto para el dolor, usé varios parches con acento local y volví a casa preparada para enfrentarme con la realidad y lo suficientemente morena como para matar de envidia a más de una amiga.
                
Aquel era el primer trabajo importante que me asignaban después de mi “desgraciado incidente”, como mi querido jefe calificó el asunto. Intentó sonar comprensivo y solidario pero yo sabía perfectamente que, en el fondo, estaba disfrutando como el enano cabrón que en realidad era. Por lo visto, la colección que me tocaba valorar perteneció a un conde que murió de puro viejo encerrado entre las ilustres paredes del palacio de sus antepasados, perdido en la locura y rodeado de cuadros sangrantes que daban fe de lo ilustre de sus apellidos. Un artículo en un periódico muy serio, escrito por un periodista con muy mala leche, contaba que pasó los últimos años de su vida extraviado en batallas de libros de texto, soñando despierto con matanzas de infieles y doncellas virginales que únicamente existían en su imaginación. Tan pronto como murió, sus descendientes, ansiosos por hincar el diente a una herencia que suponían muy jugosa y poco acostumbrados a trabajar para sobrevivir como el común de los mortales, lo enterraron con pompa de otras épocas, coche fúnebre con caballos emplumados incluido. Después se reunieron en el salón de baile de palacio, todavía con olor a cirio y flores muertas después del velatorio, escondiendo las sonrisas avariciosas detrás de lágrimas tan falsas como los famosos duros a cuatro pesetas. Debieron perder el color y hasta el aliento al saber que no quedaba nada por repartir. Si acaso, algunas obras de arte de dudosa calidad y escaso valor, los apolillados restos de varios animales disecados cuyos ojos de vidrio provocaban pesadillas y un par de coches Hispano-Suiza de principios de siglo que de haber estado bien conservados habrían valido una fortuna pero el tiempo y el descuido los había dejado en tan lamentable estado que ni para chatarra servían.

El conde acabó sus días chocheando, eso es cierto, pero antes de rodar cuesta abajo hacia la locura su mente tuvo la claridad suficiente como para adivinar lo que sucedería a su muerte y, con todo cuidado y sin dar la más mínima pista, planeó la venganza más exquisita que se le pudo ocurrir.

Ante la mirada atónita de los no tan afligidos parientes, el abogado fue desgranando las últimas voluntades del decrépito conde. Cada clausula era un mazazo a sus ambiciones. La casa de la playa, para una institución que daba cobijo y educación a los huérfanos de la provincia. El palacio de la familia, incluyendo todo lo que el edificio señorial contenía,  para un museo que andaba buscando nueva sede. El dinero que pudiera quedar en las cuentas se dividiría a partes iguales entre ambas instituciones, para sufragar los gastos de las más que posibles reparaciones que se tuvieran que hacer. Las tierras de labranza, los rebaños de ovejas, los campos de olivos, cereales, árboles frutales, las piaras de cerdos, el pequeño viñedo y la diminuta bodega se repartirían entre las familias que, durante generaciones, se habían partido el lomo para que él, y los chupasangres que tenía por parentela, no tuvieran más preocupación que elegir el vino adecuado para la cena.

No me costó mucho imaginar la indignación de los herederos mientras el muerto se partía de risa desde el más allá. Aquel personaje que se me había antojado siniestro, se transformó de repente en un Robin Hood viejuno con sentido del humor y mala leche. Me cayó bien al instante. No veía la hora de empezar el trabajo.

Mjo 


martes, 15 de marzo de 2016

CENIZAS AL VIENTO

Cosas que perdimos en el fuego, como el tiempo y las ganas. Sobre todo al final, cuando el incendio ya lo había arrasado todo y sólo quedaban las cenizas. Alguien abrió las ventanas y una ráfaga de viento se las llevó lejos. Sobrevolaron el suelo del jardín, se posaron en los rosales blancos, ensuciaron la fuente de los peces de colores y, cruzando las vallas, llegaron hasta el mar. Cabalgando en una ola hasta el otro lado del mundo, una parte de lo que fuimos aterrizó en una playa solitaria y se perdió entre la arena. Así acabó todo, en el anonimato que siempre buscamos y no fuimos capaces de encontrar.

Tú y yo, con tanta historia que contar, nos quedamos mirándonos en silencio. Teníamos pocas opciones y optamos por evitar los reproches e intentar querernos como nunca lo hicimos. De verdad, con todas las consecuencias, desde el principio o hasta el final. Total, ya no teníamos nada que perder...

No nos recuperamos. En algún momento nos encontramos, nos conocimos de nuevo y aprendimos a querernos como éramos. Tú tan extraño y difícil, yo tan complicada y muerta de miedo. Los dos perdidos sin saberlo, los dos pidiendo rescate con la sensación de no ser escuchados. El destino, qué gran cabrón, nos juntó por un tiempo. Primero no éramos, después fuimos y dejamos de serlo. Ardió el fuego, que lo destruyó todo y nos dejó desnudos, solos. Tú helado, yo en llamas.

Pasará, como todo, y algún día nos reiremos, juntos o por separado, y quizá seamos capaces de recordar las partes buenas y olvidar lo que dolió. Porque el tiempo lo cura todo y lo que no se cura, muere. Es posible que incluso alcancemos a echarnos de menos, a arrepentirnos por la oportunidad perdida, a lamentar no haberlo intentando. Y nos busquemos, a ver si queda algo que pueda salvarse, si todavía nos reconocemos al vernos en los ojos del otro, si somos capaces de sentir el calor de nuestra piel a través de la ropa o si los besos son tan buenos como creíamos o sólo nos los inventamos.

Qué carajo... Mientras hay vida, hay esperanza. Cuando se vive, se ama. Si se ama, se pierde. Y se sufre.

Mjo
15-03-16


jueves, 10 de marzo de 2016

BROOKLYN FOLLIES (O de cómo Mr Auster me hizo pensar)


"El Auster más espléndido, donde los esfuerzos de la escritura se convierten en una prosa maravillosamente fluida. Y todo el libro es una poderosa meditación sobre la felicidad y los años que nos acorralan. Esta soberbia novela sobre la locura humana resulta ser muy sabia..." (Alastair Sooke, crítico de New Statesman)

Ya había leído la novela de Paul Auster, justo cuando salió al mercado, y me conquistó desde la primera línea. Es fácil de leer y entender, uno de esos textos que dicen muchas cosas sin apenas enredarte. Buenos personajes, buenos diálogos, buenas situaciones. Os la recomiendo.

Nathan, el protagonista, dice en un determinado momento "Cada hombre contiene varios hombres en su interior, y la mayoría de nosotros saltamos de uno a otro sin saber jamás quiénes somos".

Ni dónde vamos ni si llegaremos alguna vez, ni siquiera podemos estar seguros de quedarnos en ese misterioso lugar si es que lo encontramos... La vida es una secuencia de cambios, a veces demasiado rápidos para hacernos a la idea. En cambio, otras veces va todo tan lento que no se percibe movimiento alguno. Sólo vemos el compás del tiempo en un reloj de muñeca (tic tac, tic tac) tan leve que ni lo oímos.

Jim Morrison escribió, en "When the music is over", que querían el mundo y lo querían ya. Nosotros también y, a ser posible, sin que nos cueste demasiado esfuerzo conseguirlo. Ya no hay verano del amor, los hijos de las flores son imágenes del pasado y el mayo del 68 hace tiempo que acabó.

Me siento fuera de lugar, extraña en un mundo que rara vez entiendo, ajena a cualquier cosa que no sea lo que los demás esperan que haga, andando a golpes de rutina por un camino de ladrillos amarillos que no lleva al reino mágico de Oz. No tengo Guía Michelin plagada de estrellas ni brújula que señale el Norte. Si me encuentro en una encrucijada, me siento a examinar las posibilidades para elegir un sendero que nunca estoy segura que sea el bueno, no sé leer las señales. Las cosas no siempre son fáciles, eso lo sé, pero ¿deben ser siempre tan difíciles? Quizá son pruebas de madurez y alguna vez las superaré con nota. No puedo vivir siempre de prestado, pasando el examen justito  y descubriendo después que no hice todo lo que podía.

Si tienes miedo... grita, canta, baila, anda, mírale a los ojos, habla, respira, silba, cierra los ojos, reza, cuéntale una historia, llora, golpéale, hazle sudar, da un paso atrás sólo para coger carrerilla... Haz lo que quieras pero jamás huyas porque entonces habrás perdido. Y ese sí que es el principio del final.


Mjo
Febrero-2009

                                                                             
 

lunes, 7 de marzo de 2016

LA CASA

La casa, construida al borde del acantilado, no es demasiado grande. Vista desde el camino de entrada, parece haber sido diseñada como refugio de veraneo para una de esas familias adineradas de principios del siglo XX. De un lateral, al otro lado de un jardín en el que no falta ni el laberinto de setos ni la fuente ornamental, parte un camino que se pierde por el bosque que bordea la costa. En la parte trasera, una amplia terraza embaldosada se asoma a la inmensidad del mar y el cielo. Asomarse por la barandilla produce vértigo y una extraña atracción. El espectador desprevenido no puede evitar pensar qué se sentirá al caer hacia el vacío hasta estrellarse en las rocas contra las que rompen las olas desde que el mundo es mundo. Cuentan las leyendas que algunos cedieron a la tentación y que, en las noches de tormenta o sin luna, se pueden escuchar sus lamentos, coreados por las voces de los marineros que murieron en los numerosos naufragios. El mar es traicionero y se cobra su tributo en sangre.

Dicen que la casa está vacía pero no es cierto. A veces se llena de sonidos, de música tenue como un suspiro y susurros arrastrados por el viento de una habitación a otra. El aire huele a rosas ajadas, a ropa polvorienta y perfumes añejos. Todo se transforma, adquiere los colores de la paleta de un viejo pintos, tonos de tiempo y olvido que brillan bajo la temblorosa luz de las velas. Renace el esplendor que una vez debió tener, cuando sus dueños sembraban envidias y odios y el honor de sus apellidos se limpiaba con dinero, miedo y sangre. Fue después, cuando la gente se cansó de callar y temer, que toda ilusión se vino abajo y apareció el verdadero rostro del mal, y la ruina fue tomando posesión de cada habitante y cada rincón de la casa del acantilado.

De todo se guarda memoria y las historias corren de boca en boca entre las gentes del pueblo, que guardan celosamente todos sus secretos. Si no has nacido allí, no puedes comprenderlo. Hay que tener en la sangre la tierra rojiza que labran un día tras otro y en los ojos, parte de la sal que destila el mar después de un temporal. Para el resto del mundo, sus historias no son más que palabras, cuentos de viejas para contar al calor de una hoguera la Noche de Difuntos y, como tales, se olvidan con la salida del sol. Pero ellos saben la verdad y la guardan, la miman con esmero porque ahí se hunden las raíces de su propia identidad, de su conciencia y sabiduría.

Ellos saben, por ejemplo, que el camino que se pierde en el bosque que bordea la costa lleva hasta un claro despejado de árboles y vegetación, donde se construyó el cementerio familiar. Está rodeado por un muro de piedra y una puerta enrejada, decorada con flores y aves corroídas por el óxido y el salitre, marca el único punto de acceso, la última barrera entre el ruidoso mundo de los vivos y el silencio eterno de los muertos. Sólo se oye el crujido de las olas al pie del acantilado. Sobre la puerta, un mosaico agrietado avisa que allí reposan los restos de la familia Cassas-Llorena y unos versos, escritos con adornada caligrafía, hielan la sangre: "Lo que tú eres, yo lo he sido. Lo que yo soy, tú serás".

Vistas desde la puerta, las tumbas son engañosamente sencillas. Los mismos ángeles, las mismas vírgenes, una columna truncada... Al acercarse, sin embargo, se hace notable el trabajo escultórico. No falta ni un detalle y resultan tan perfectas las figuras que, a pesar del azote del tiempo las ha ido estropeando, casi parece que fueran a moverse en cualquier momento.

Llama la atención un ángel de facciones serenas sentado sobre una lápida de mármol gris. Su mirada de cuencas vacías se pierde en el horizonte, más allá de los árboles que rodean el camposanto. Sobre su regazo, entre sus manos perfectamente talladas, reposa una larga trompeta. Al acercarse, no puede evitarse quedar atrapado por la paz, la tranquilidad, la serenidad... la resignación que transmite. Al mismo tiempo, no se escapa el punto siniestro que cae de la media sonrisa que adorna su boca, como si supiera algo que es desconocido para nosotros, pobres mortales. Al leer el epitafio se comprende qué puede parecerle tan gracioso: "Guárdate del sonido de mi trompeta, pues anunciará tu muerte". Aún en agosto y a pleno sol, se siente un escalofrío, como si una brisa repentina helara el sudor sobre la piel, y se afina el oído, intentando escuchar el sonido distante de una trompeta que anuncia que queda un instante de vida, que el fin se acerca.

Justo enfrente, una niña de piedra, de corta edad, se arrodilla en un rezo que no acabará nunca, con las manos juntas bajo la barbilla, los ojos cerrados y el extraño detalle de un lado demasiado grande para adornar sus rizos. A los pies, sobre una pequeña urna de mármol blanco sucio de arena y barro, el artista tuvo a bien esculpir un oso de peluche, quizá en representación del juguete favorito de la criatura que ahí reposa, para que la acompañe en ese viaje eterno y solitario. El resultado es espeluznante.

En ese momento es posible que el visitante curioso empiece a cansarse de tumbas, de ver muerte y sentir la soledad y el olvido, y quiera salir de allí para no volver jamás. Pero sigue caminando por el recinto como si una fuerza misteriosa le obligara a quedarse hasta completar el intinerario.

Así descubre, en la parte trasera y separados por una línea de setos descuidados, las sepulturas de aquellos que vivieron y murieron sirviendo a la familia. Allí no hay figuras de exquisita factura ni sentencias poeticamente lúgubres. Sólo lápidas sin pulir, maltratadas por años de lluvia, viento y sol; nombres y fechas que nada significan porque ya nadie les recuerda. En ese pedazo de tierra, el recordatorio de la fragilidad humana, de la propia mortalidad, se hace tangible. Polvo somos y al polvo volveremos... o algo así, ¿no es cierto?

De repente el tiempo parece más valioso y nace el deseo de deshacer el camino y regresar al jardín, con su fuerte ornamental y su laberinto de setos sin pulir, rodear la casa y, después de atravesar la amplia terraza trasera, bajar el empinado y casi oculto sendero que lleva hasta la pequeña cala resguardada del viento y la curiosidad del paseante despistado, para hundir los pies descalzos en la arena y entrar poco a poco en el mar en calma, hasta que el frío demuestre que todavía no ha llegado el momento, que la vida late bajo la piel y aquella sombra que seguía nuestros pasos desde el cementerio y se asomó por la barandilla no es más que eso, una sombra, una mala jugada del cerebro embotado... aunque una risa infantil se confunda con las olas y la huella de unos pies diminutos tracen caminos de ida y vuelta por la playa.

Demasiado sol. Demasiada fantasía.


Mjo
17-08-14


PUEBLOS

GUÁRDATE DE LOS PUEBLOS DONDE NUNCA PASA NADA. BAJO LA TRANQUILA SUPERFICIE SE OCULTAN LOS SECRETOS MÁS OSCUROS Y ARDEN LAS PASIONES MÁS ARREBATADORAS.


Si te despiertas en mitad de la noche, el silencio puede llegar a dejarte sordo. No es ese silencio que invita a carse la vuelta en la cama y volver a dormir. No. Es ese inquietante que precede al crujido del armario a los pies de la cama, al gemido lastimoso de una puerta que se cierra en algún lugar de la casa o al maullido de un gato que ataca a un ratón descuidado. De alguna manera, sientes el latido del pueblo y sus lamentos callados, aquello que las sonrisas forzadas se empeñan en ocultar. Lo sientes porque formas parte de ellos, aunque no hayas nacido dentro de sus límites, porque hace tanto tiempo que correteas por sus calles que ya lo consideras tuyo.

En esas noches, tu mente se despierta lo suficiente como para reconocer que, en realidad, no te pertenece. El pueblo no tiene más dueño que su propia historia. En cambio, los habitantes son suyos. Todas y cada una de las miserables vidas que han pasado y pasarán por allí le pertenecen. Todos los secretos, todas las pasiones, todas las mentiras, la vida y la muerte son suyas. De ello se alimenta y sobre ellos crece. La gente llega y se va pero el pueblo permanece, como un ídolo pagano que observa, impasible, el paso de los días. No tiene que hacer nada. Sabe que, tarde o temprano, cobrará su tributo de lágrimas y sangre.

En esas noches, el miedo te atenaza. Juras que harás las maletas y te irás, a no tardar mucho, para no volver jamás. Aunque sabes que no lo harás, te duermes repitiendo tu mantra particular: "me iré, me iré, me iré...". Luego amanece y todo parece producto de un mal sueño, la consecuencia de una copa (o dos o tres) de vino de más durante la cena o el recuerdo de alguna película de terror de serie B. Te ríes un poco y te sumerges en la rutina diaria, lo único que a veces es capaz de salvarte de la locura. La noche se convierte en olvido... y el pueblo cierra el puño un poco más alrededor de tu cuello. Sabe que ganará, de la misma manera que tú sabes que nunca te irás del todo, y se sienta a contemplar tu lenta caída.

No tiene prisa.

Al fin y al cabo, el tiempo juega a su favor.


Mjo
08-04-2014

MISTER MOJO RISING

Al final murió como mueren los mitos, a solas. Y renació como nacen las leyendas. Su nombre subió a otro nivel, a medio camino entre el cielo y el infierno, en esa imprecisa realidad de los ídolos que se han ido dejando tras de si una huella imborrable.

Su vida fue una sucesión de excesos que, a la hora de recordarle, pesan más que su talento. La gente recuerda las borracheras memorables, la infinidad de drogas con las que experimentó, la cantidad de mujeres que pasaron por su cama... Pero no hablan de la profundidad extraña, onírica, casi hipnótica, de sus letras, la asombrosa capacidad para llevar a éxtasis a un estadio de football abarrotado, de sus poemas. Olvidan que, a pesar de todas las demás, en su corazón sólo había sitio para una mujer, su música, sus canciones. Olvidan que quiso dejarlo todo atrás y no pudo hacerlo, que dejaron de tomarle en serio cuando perdió el aire de adolescente retador que miraba a la cámara con el ceño fruncido.

"Estás bebiendo con el tercero", solía decir a sus ocasionales compañeros de copas después de la muerte de Hendrix y Joplin. Sabía que sería el siguiente en una lista infernal que dejó al mundo un poco más triste y silencioso. Y parece que no le importaba.

Jugó con la muerte tantas veces que acabó por convertirse en costumbre. Andar por cornisas en edificios altos, sentarse en el alféizar de una ventana con una botella en la mano y aullando a la luna, provocar un incendio para castigar una infidelidad, correr a toda velocidad por una carretera en el desierto. "¿Morirías por mi, nena? ¿Morirías por mi?". Nunca supo la respuesta pero lo cierto es que quizá lo hizo. Pamela, su musa, su compañera cósmica apenas le sobrevivió tres años y durante ese tiempo no fue más que una pálida sombra de la mujer enamorada que recordaba. Una mujer que lo único que quería era volver a verle, escuchar su voz. "Todos los poemas guardan un lobo en su interior. Todos menos uno, el más hermoso de todos: Ella danza en un círculo de fuego y, encogiéndose de hombros, acepta el desafío". El desafío debió ser atreverse a amar a un hombre tan fuera de lo común como fue Jim Morrison, capaz de enloquecer a una multitud o perderse en las calles del viejo París siguiendo las huellas ocultas de ancianos filósofos. Quizá algunas personas están destinadas a quererse a pesar de ellos mismos, de sus obsesiones y locuras, de los obstáculos que ellos mismos ponen en el camino, en una carrera contra el tiempo y la propia destrucción.

Pam y Jim, los hermanos de las flores, el verano del amor. Ácido, marihuana, alcohol, peyote... cualquier cosa que sirviera para abrir la mente, las puertas de la mente, para experimentar con horizontes desconocidos. El mundo no era suficiente, tenía que haber algo más al alcance sólo de una minoría, de aquellos que tuvieran el coraje necesario para estirar las manos y cogerlo. Los elegidos, la juventud dorada, la música, la literatura... las vidas truncadas.

Antes de ellos, el mundo era otro. Después de ellos, nada fue igual. No sé si mejor o peor, pero definitivamente distinto. Para mi es fácil cerrar los ojos cuando oigo sus canciones y trasladarme a aquellos tiempos que no conozco más que por referencias ajenas y, a veces, desearía haberlos vivido. No es añoranza sino tristeza. Hoy no se crean mitos como entonces y los que nos quedan van muriendo, dejándonos huérfanos de una sabiduría y unas experiencias que, por nosotros mismos, no seríamos capaces de encontrar.

Jim murió a los veintisiete años, dejando un no tan bonito cadáver y un hueco que nadie pudo llenar, pero vivió varias vidas al mismo tiempo. Probablemente, también murió varias muertes, hasta que su amante eterna, la parca que desafiaba una y otra vez, consintió y se lo llevó. ¿Dónde? No sé. Cielo, infierno... Cualquier dimensión parece demasiado pequeña para contenerle eternamente. Prefiero pensar que flota libre, riéndose de nuestras obsesiones y búsquedas, sabiendo que jamás descubriremos el secreto. "I am the Lizzard King, I can do anything". Y lo hizo. Manejó su vida como quiso y se fue por la parte de atrás, dejándonos con un palmo de narices. Al fin y al cabo, murió como vivió, como mueren los mitos: sin avisar y sin pedir permiso.

"When the music is over, turn off the lights"


Mjo
29-04-2014





domingo, 6 de marzo de 2016

06-MARZO-2016 (Aquella habitación prohibida...)

En el piso de mis abuelos había una habitación cuya puerta estaba siempre cerrada: la salita. Detrás de aquella puerta (blanca, lisa, tan aburrida, tan común y corriente...) se escondía un mundo mágico al que pocos tenían acceso y sólo si conseguían el permiso que mi tío, dueño y señor de aquel territorio privado (y vetado), no concedía alegremente. Si tenías suerte y te ganabas su confianza, al cruzar el umbral te encontrabas con una auténtica cueva repleta de tesoros: cómics y tebeos (que parecerán lo mismo pero no lo son), un tocadiscos que nadie excepto él podía tocar, discos de vinilo (vinilo, sí!), libros en francés porque el inglés entonces ni tenía glamour ni utilidad y un sofá en el que tirarse a olvidar el tiempo mientras accedías a otros universos paralelos. Para mí, que tenía siete, ocho o quizá nueve años, aquello era el Paraíso Terrenal.

No sé por qué pero me concedió derecho de uso y disfrute del lugar. Yo era una niña más bien patosa, con una curiosidad quizá excesiva y más traviesa de lo que mis padres habrían querido pero, claro, era hija única y debía entretenerme yo solita. Así que mi mente siempre andaba maquinando nuevos juegos y distracciones... Perdón, que me desvío del tema. Sea por el motivo que sea (pasaba muchas horas en casa de mis abuelos y, posiblemente, era la única manera de mantenerme quieta y callada) yo podía leer sus comics, después de pedir permiso, y escuchar sus discos. Tocarlos no, eso ya era demasiado pedir, pero él me los ponía y me dejaba disfrutarlos.

Recuerdo Supertramp y el "Breakfast in America", Carlos Santana y el punteo casi sobrenatural de su guitarra y, por encima de todos los demás, Tequila. Ah, Tequila... Estaba loca, profunda, total y absolutamente enamorada de Ariel Roth, por aquel entonces un chico escuchimizado vestido con pantalones de pitillo y un "pelao" que parecía haberse hecho a mordiscos. Mientras ellos me contaban que salían de casa con la sonrisa puesta o me pedían que les dijera que les quería, yo me quedaba tonta, plantada delante del tocadiscos, con la carátula en las manos, mirando sus fotografías e imaginando quién sabe qué historias... Todo lo que de música buena puedo saber lo aprendí de mi tío, que me inició a un vicio del que no hay posibilidad de desintoxicarse. Después se casó, dejó de guiarme y, claro, mis gustos se fueron desviando. El día que le pedí un CD de Sade casi le mato del disgusto... pero las buenas costumbres no se pierden y todavía hoy, cuando tropiezo con alguna de aquellas canciones, se me escapa una sonrisa. Y todavía hoy me sigue educando cuando nos vemos. Leonard Cohen, Manel, Bruce Springsteen, canço protesta. Y un día de alguna Navidad pasada, sacó la guitarra que llevaba en el coche y acabamos cantando alrededor de la mesa, mientras el cava perdía las burbujas y el turrón se ponía mustio en las bandejas. Ese es uno de mis mejores recuerdos de los últimos años, cuando la madurez se llevó por delante la diversión y la sustituyó por ausencias y responsabilidades.

Los comics fueron otro descubrimiento sin par. Yo conocía "Mortadelo y Filemón", "Rue del Percebe, 13", "Rompetechos" y "Zipi y Zape" (a los que ni soportaba ni soporto), y "El Capitán Trueno" con su intrépido Capitán, su sosa Sigrid, Crispín  y Goliath (una especie de Equipo A sin puro ni FBI) pero aquello no tenía nada que ver. Marvel y DC, con su universo de superhéroes imposibles, llenaron mis sueños de color y fantasía. Superman (que me caía mal no sé por qué), Los 4 Fantásticos, La Patrulla X, Batman y el chico de mis sueños: Peter Parker, Spiderman. Podía pasarme horas metida entre aquellas páginas, ajena a todo lo que allí dentro no pasara, y siempre me parecían pocas. Después me aficioné a "Creepshow" y sus personajes terroríficos se encargaron de alterarme los sueños porque, gracias a mi hiperactiva imaginación, conseguía reproducir y protagonizar todas y cada una de las historias que leía. Aunque era capaz de morirme de miedo cada vez que cerraba los ojos, no pude dejarlas. Mi madre no acababa de estar convencida con esas lecturas, que consideraba poco o nada apropiadas para una niña de mi edad (teniendo en cuenta que las novelas de terror le encantan, es irónico como poco!), pero él no me lo impedía y yo me aprovechaba. Era nuestro secreto a voces.

Más tarde llegaron los comics undergrond (Totem y Cimoc, sobre todo) y las revistas satíricas (El Jueves, El Víbora, El Cuervo y El Papus). Yo había crecido y mi curiosidad también, así que los devoraba. A escondidas de todos, esta vez sí. Creo que si mi madre se llega a enterar, me habría pegado una buena bronca como poco y mi tío habría tenido que aguantar también lo suyo. Supongo que podría haber intentando guardarlos un poco mejor (bajo llave, por ejemplo) pero sospecho que yo no habría parado hasta encontrarlos. No hay nada que nos provoque más que una prohibición y es muy difícil poner freno a la curiosidad de los niños, sobre todo cuando empiezan a dejar de serlo. Reconozco que al principio me sorprendían porque había cierta dosis de violencia, bastante erotismo (si no me equivoco, el primer pene de mi vida lo debí ver en las páginas de uno de esos comics) y un lenguaje no muy apropiado para mi edad pero, aunque a veces no entendía nada, se convirtieron en un vicio secreto. Y éste sí fue secreto, secreto... por la cuenta que me traía!

Los libros y yo ya éramos viejos amigos. Nuestra relación de amor empezó con el universo de Enid Blyton y todavía no ha acabado. Antes al contrario, ha crecido con los años y creo que fue gracias a los libros de mi tío que di un paso adelante, dejé a un lado a Los Cinco y las chicas de Torres de Malory para ingresar en el mundo de la literatura adulta. "Nacida inocente", "Pregúntale a Alicia", "Una vez no basta" y "Carlos, terror internacional" son los cuatro títulos que me marcaron. Algunos de esos libros los tengo en casa y, a veces, los releo sólo por el gusto de volver a vivir una historia que me conozco al dedillo. Para mí es como reencontrarme con viejos amigos que, a pesar del tiempo y la distancia, siguen siendo igual que entonces. Nunca me fallan y eso no es algo que pueda decir de algunas personas.

Me pregunto dónde habrá ido a parar aquella niña desgarbada que prefería pegarle patadas a un balón en vez de peinar muñecas lloronas, que se empeñó en un par de pistolas y un penacho de jefe indio (si hay que ser indio, que sea jefe, no?) y tuvieron que comprárselo para no matarla, que jugaba a canicas y llevaba siempre las rodillas llenas de costras porque no andaba, corría, y se caía cada dos por tres. Aquella niña que no tenía amigos pero tampoco los echaba de menos porque tenía música, tebeos, cómics y libros... Y a mi tío, que hizo la mili en Cartagena, en la Marina, y un día se presentó en casa de mi abuela vestido con un abrigo largo azul marino y gorra blanca de plato, mucho más "Oficial y Caballero" que Richard Gere (dónde va a parar!!!!) y me regaló una muñeca con traje de holandesa, rellena de caramelos que no me pude comer porque no me dejaron pero que se convirtió en mi favorita sólo porque me la había regalado él. No sé si te lo he dicho alguna vez pero gracias. Por todo.



Mjo