lunes, 10 de diciembre de 2018

CHARADA

Fueron sus ojos. O quizá su boca. ¿O fue la forma en que movía las manos? Se mordía las uñas y allí, en el extremo irregular de sus dedos de pianista, se rompía la imagen de heroína trágica que vendía. A mí nunca me engañó; había aprendido a mirar muy por debajo de la superficie y por eso me gustó más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Aquella mujer era un problema andante. Demasiado ansiosa por complacer, como si quisiera compensar toda una vida de soledad y abandono. No era cierto, por supuesto. ¿Quién no sabía su nombre y su historia? Hija única de un matrimonio entre escritor y dama del teatro, mimada hasta la saciedad, dotada de una rara inteligencia y una belleza fría que rompía moldes. Ni siquiera sufrió el azote del acné, única plaga capaz de igualar a los adolescentes y hacerles sentir miserables. Salió de la mansión familiar para entrar en un colegio para señoritas de alta cuna. Allí aprendió a sonreír ante los chistes sin gracia, a bajar los ojos y ruborizarse con timidez, a hacer punto de cruz y a mandar sobre las criadas. Por su cuenta y riesgo, aprendió a mentir, a despreciar al diferente, a derramar lágrimas de cocodrilo para librarse de los reproches, a provocar el deseo y, sobre todo, a alejarse justo cuando iban a atraparla. Entró siendo una niña virginal, vestida de seda y encaje, y salió convertida en en la hija de puta mayor del reino. Y nadie lo supo jamás porque jamás nadie se atrevió a contarlo en voz alta. ¿Quién iba a creerle? Era un ángel terrenal, la viva imagen de la inocencia. Le costaba un parpadeo derretir un corazón, lloraba con desconsuelo para alejar las sospechas y parecía tan sincera que siempre conseguía salvarse de las llamas. Podías amarla u odiarla pero jamás dejó a nadie indiferente. 

Dado su talento para la interpretación, muy superior al de su madre, su decisión de ser actriz fue lógica. Rechazó la ayuda de sus progenitores; su orgullo y testarudez le llevaron a rechazar el más mínimo gesto: triunfaré sola o sola me hundiré, dijo. Su primer papel fue un secundario en una obrita discreta, sin importancia, y se comió las tablas cada noche. Los críticos, deslumbrados, la nombraron "reina del escenario" antes de terminar el primer mes. Empezaron a lloverle los papeles de dama trágica y, antes de un año, su nombre brillaba con cientos de bombillas en el mejor teatro de la ciudad. Todas las mujeres querían ser como ella y ella deseaba no parecerse a ninguna. Los hombres hacían cola en la puerta de su camerino, cargados de flores, bombones, joyas y promesas de amor incondicional. Ella, cubierta con un costoso abrigo de piel que sólo dejaba a la vista sus ojos casi transparentes, pasaba entre ellos protegida por sus guardianes. Ni siquiera les miraba. La noche en que el joven heredero de una familia de sangre muy azul se saltó la tapa de los sesos delante suyo, fingió un desmayo y tuvieron que sacarla del teatro en brazos. Más tarde, a solas en la inmensidad de su cama con dosel, se rió a carcajadas al recordar la imagen y anotó en su diario, con pelos y señales, lo que había pasado. Después brindó con el mejor champán francés, deseando que aquel pobre desgraciado sólo fuera el primero de muchos. 

Yo la observé a distancia durante su ascenso, esperando el momento justo y cuando por fin la conocí, hacía años que deslumbraba al mundo desde las pantallas de cualquier cine. En sus películas solía interpretar a una joven huérfana que lucha por mantener su virtud, sufriendo lo indecible hasta que, al final, recibe su justa recompensa en forma de galán inocente. Abrazo apretado, beso casto, mirada perdida en el horizonte, fundido a negro. The End. Cuentos de hadas para mentes crédulas, sí, pero auténticas minas de oro para los estudios. No parecía envejecer lo más mínimo pero al natural era fácil comprobar que el brillo de la juventud se había apagado bastante y la malicia, el odio y, a veces, la desesperación habían tomado el mando. Esa parte de ella, la que aparecía cuando se apagaban las luces de neón y se enfrentaba al espejo sin maquillaje, despeinada y desnuda, real y humana al fin, es la que me conquistó.

Acostumbraba a pasearse por la habitación sin un hilo de ropa sobre un cuerpo que empezaba a no ser deseable, descalza y con un vaso de ginebra sin hielo en la mano. Recitaba fragmentos de sus papeles más celebrados mientras daba vueltas alrededor de la cama. Bajo la luz temblorosa de las velas, a veces parecía recuperar la juventud perdida y volvía a ser la criatura inocente que siempre fingió ser. La ilusión duraba un segundo, dos parpadeos, tres suspiros, y se desvanecía en el aire sin dejar rastro. Algunas noches lloraba sinceramente, gritaba todos los insultos que conocía, lanzaba el vaso contra la pared o contra el espejo que vivía una mentira. Entonces se giraba y me veía tumbado en la cama y venía hacia mí con las manos convertidas en garras, dispuesta a arañarme, matarme o quizá 

arrancarme los ojos para que no pudiera ver aquello en lo que se estaba convirtiendo. Nunca llegó a tocarme. Su rabia se diluía al verme sonreír divertido, joven, seguro de mi triunfo, consciente de que yo era el artífice de su derrota. Tú, balbuceaba, tú eres mi destrucción, mi final, mi destino... Caía de rodillas al suelo, con los ojos desencajados por el miedo y la boca abierta en un lamento silencioso. Era patética. 


Me costaba no relamerme de puro placer. No hay cosa en este mundo que me guste más que ver a una persona convertida en un trapo, hundida en la miseria de su propia existencia, y saber que he sido yo quién la ha llevado hasta ese punto. Hombre o mujer, me daba igual. Lo único que importaba, lo único que importa es la humillación, llevarlos a la antesala de la locura y dejarlos allí. Ah, esa fragilidad intensa que huele a sudor y sabe a sangre. Se me pone la piel de gallina cuando lo recuerdo. 

Y no sé verdaderamente si fueron sus ojos, su boca o la forma en que movía sus manos. En el fondo, dio igual qué me llevo a elegirla, moldearla durante años para convertirla en mi marioneta. Me alimenté de sus debilidades y sus miedos hasta que  no quedó nada más que un puñado de huesos recubiertos de piel grisácea. Y todavía me suplicaba que la amara, que no le dejara. ¿Cómo iba a perderme el espectáculo? Fue delicioso, mi mejor trabajo hasta aquel momento, y sólo quedaba rubricar el acto final. Murió entre mis brazos, bajo el dosel polvoriento de la cama que tantos cuerpos habían calentado. Un abrazo apretado, un beso casto y sus ojos apagándose poco a poco hasta no ver nada. The End. Sublime. 

Los periódicos de todo el mundo llevaron la noticia de su muerte a primera plana. Sus películas volvieron a proyectarse en los cines y centenares de fans afligidos hicieron cola ante la iglesia para rendirle un último homenaje. Hubieron desmayos, ataques de ansiedad y creo recordar que algún suicidio. Qué débil es la mente humana... por suerte para mí. Durante el entierro, retransmitido en directo por los canales más importantes del país, todas las cámaras se fijaron en el desconsolado y joven viudo que, con los ojos anegados de lágrimas, se arrodillaba para apoyar la frente en el ataúd como si mantuviera con ella una última conversación. La nación entera lloró conmigo. O eso creyeron.

En realidad, no hice más que ocultar la sonrisa de satisfacción que no pude contener por más tiempo. Apenas había cerrado un capítulo de mi obra pero ya estaba listo para empezar uno nuevo. Entre la gente, al otro lado de la tumba abierta, había visto a una jovencita de pelo oscuro y mirada inocente, que lloraba apoyada en el brazo de una señora mayor, su madre o quizá su institutriz. Nuestros ojos se cruzaron por un momento y vi, con total claridad, la mujer soberbia en la que se convertiría. La deseé desde ese mismo instante. Así es la vida, ¿no es cierto?  Carne y deseo, no somos más que carne y deseo. 

Se levanta el telón, que empiece el próximo acto. Espero que sea igual de bueno. O incluso mejor. 

Mjo