lunes, 29 de julio de 2019

NOSTALGIA

Cuando siento que me agobia la vida, cierro los ojos y recupero sus calles. Dicen que uno siempre vuelve al lugar donde ha sido feliz y allí lo he sido y mucho. 

Llegamos por casualidad, creo recordar, y mi yo de siete años empezó a almacenar cicatrices en las rodillas y recuerdos felices desde el primer verano. A veces tengo la sensación que una parte de mi sigue correteando por aquellas calles sin asfaltar que se convertían en un barrizal imposible con las lluvias de cada tarde e imagino que, si me quedo quieta y callada, escondida en un rincón del Carrerot, me veré pasar a la carrera, con las trenzas medio deshechas y mis primos pisándome los talones. ¿Jugando a qué? A los "Ángeles de Charlie", donde era la insípida Sabrina, o quizá a "La Guerra de las Galaxias". Me tocaba ser Leia y, peinada con dos espléndidas ensaimadas sobre las orejas por obra y gracia de mi madre, fingía salvar el futuro de una galaxia muy, muy lejana. Luego vinieron "V" y sus lagartos, el inefable "Kit, te necesito", quizá un poco de "El superhéroe americano" y , posiblemente, las bicicletas de un "Verano Azul" con meriendas en algún campo a la orilla del Segre. Y los libros de "Vacaciones Santillana", las horas desperdiciadas estudiando porque en septiembre había que recuperar, las historias de terror contadas a oscuras en las golfas de la casa, la escopeta de perdigones con la que jamás hice blanco, visitas al huerto de mi tío para comer zanahorias recién desenterradas y beber agua del río, tan fría que te temblaban los dientes. Oh, y el primer viaje en moto, la sensación de libertad del aire en la cara y en los brazos, la música del motor. Tirarse rodando por la ladera de la montaña para despertar, al día siguiente, llena de arañazos y cardenales,  perderse de noche entre los árboles de detrás de la casa para escuchar, o soñar que escuchabas, el aullido de los lobos a la luna más llena y más blanca que he visto en mi vida. Colarse en la casa de un vecino para bañarnos en una charca a la que llamábamos, con mucha imaginación, "piscina" y tener que salir corriendo el día que sus legítimos dueños aparecieron para pasar las vacaciones. Y mi prima, mi compañera de aventuras perfecta, con quién compartía tantas conversaciones a media voz y, a su debido tiempo, los primeros secretos de gran importancia que tuvimos. Ya sabes... "no puedo dejar de mirarle", "creo que me ha sonreído", "ayer me besaron por primera vez" y la maravilla de descubrir el AMOR con mayúsculas con la certeza de que eres la única persona en el mundo en conocerlo. Qué inocentes éramos...

Crecimos y nos distanciamos, física y mentalmente. La vida, qué cabrona, que se empeñó en separarnos, ponernos a prueba durante años. Y no ha ganado, no lo ha hecho, porque basta descolgar el teléfono y escuchar el sonido de su risa para volver a tener siete, ocho, diez, quince años y verla a mi lado compartiendo la maravilla de despertar al mundo y soltar amarras con la infancia. Qué sabíamos nosotros entonces de lo duras que podían ser las cosas cuando tomabas decisiones equivocadas o de las vueltas que tendríamos que dar antes de encontrarnos, de un modo u otro, en el punto de salida de nuevo. Más mayores, con otro color de pelo y muchas más cicatrices en el corazón que en la piel, pero intactas, como éramos entonces. Y vivas, qué narices, muy, muy vivas, con ganas de seguir comiéndonos el mundo a mínimo que nos dieran la oportunidad. Y decir, antes de despedirnos, que necesitamos vernos de nuevo, pasar un par de días solas muertas de la risa y del llanto, si se tercia, para recuperarnos un poco de tanto tiempo perdido, para volver a coger de la mano a las niñas que fuimos, que seguimos siendo. 

Que a veces echo de menos a demasiada gente y todavía no he aprendido a decirlo. Que después de tanto tiempo, sigo sin saber cómo se pide ayuda. Que algunas noches de verano aún quiero salir huyendo sin mirar atrás. Que sé que jamás lo haré porque lo mejor que tengo en la vida es, precisamente, la gente que se pasea por ella. Y mis recuerdos, que me aterran que acaben desapareciendo un día u otro y por eso los escribo, con pluma y tinta de colores (azul, negra, lila, roja) en cuadernos infantiles que guardo debajo de la cama. 

Y que no sé, que hoy me siento rara, que me puede la nostalgia y quisiera regresar a enmendar errores del pasado, esos que no se pueden arreglar pero de los que saco lecciones cada día. Que se acerca agosto y mis vacaciones y "mi casa" ya no es "mi casa" y tengo miedo de volver a pisar aquellas calles del meu petit poble encantat donde fui feliz porque sé que no dormiré por la noche entre sus paredes. 

Y que me voy a la cama, que ya está bien de tanta tontería. 

Mjo

sábado, 20 de julio de 2019

DICEN POR AHÍ...


A veces me sorprendo susurrando su nombre por el simple placer de notarlo en los labios y se me escapa una sonrisa. Lo cierto es que, últimamente, voy derramando sonrisas por el mundo y no deja de parecerme extraño que alguien que llegó sin avisar, sin intención de quedarse más que un rato, se esté convirtiendo en la mejor sorpresa que me dio la vida en años.

Dicen que cuando dejas de buscar, encuentras. O quizá te encuentran, no lo sé. Dicen y dicen y dicen pero se olvidan de decir que no importa los planes que tengas, las certezas que pongas encima de la mesa o todas las alarmas que suenan en tu cabeza. Si la primera vez que alguien te coge la mano te tiemblan las piernas, estás pérdida. O quizá empiezas a dejar de estarlo.

Mjo