martes, 3 de marzo de 2020

LA MÚSICA DE LAS ESFERAS (Semana 7)


Hace unos meses decidí renovar mi piso aprovechando que Santi, el que había sido mi pareja durante los últimos cuatro años, me dejó. De la noche a la mañana, hizo las maletas y salió del piso y de mi mundo sin mirar atrás. No me dio la más mínima opción de rogarle que se quedara, que me diera una oportunidad para enmendar los errores que pudiera haber cometido para que dejara de quererme porque, claro, yo debía ser la única culpable. No sé si me salvó el orgullo o bien es que no me acababa de creer la pantomima pero no sentí la necesidad de suplicarle que no me abandonara.  No hubo pelea a gritos, ni siquiera hubo palabras. Mientras el recogía sus cosas y las metía de cualquier manera en maletas y cajas de cartón que sacó de debajo de la cama, yo me senté en el sofá a ver una de esas absurdas comedias americanas donde nada tiene sentido y que tanto odio. Se me pasó el rato sin sentirlo y sólo cuando las palabras "The End" aparecieron en pantalla y apagué el televisor, me di cuenta del silencio atronador que me rodeaba. Miré alrededor y noté la soledad cayendo encima de mí con el peso de una losa funeraria. Me obligué a levantarme y recorrer el piso. Vi los huecos en las estanterías, las perchas vacías en el armario, sus cajones abiertos sin una sola prenda, el vaso con un solo cepillo de dientes, mis perfumes y cremas reinando en las repisas del cuarto de baño y la ausencia de sus fotografías en las paredes. Se había ido de verdad. Aunque parecía no tener intención alguna de regresar, elegí pensar que sería algo pasajero, que regresaría en cuanto se le pasara la rabieta. Yo era lo mejor de su vida, me lo había dicho muchas veces, la última no hacía tantos días, y acabaría por echarme de menos y volver a mi lado. 

Unos días más tarde, mi mejor amiga se saltó a la torera mi sarta de excusas para alejarla de mí y se plantó en casa sin avisar. Vio el desastre de mi piso pero miró a otro lado y ni siquiera lo mencionó. Se sentó a mi lado en el sofá, con una copa de vino cada una, y me lancé a explicarle no sé qué historia inventada sobre una enfermedad que no había existido jamás. Me dejó hablar y hablar hasta que me quedé sin excusas. Entonces dejó las copas sobre la mesita, me cogió las manos y me obligó a mirarla.

- Sara, Santi no va a volver. Ana está embarazada y se casan la semana que viene.


Y así, a media voz, María lanzó una bomba en el comedor que arrasó con lo poco que todavía quedaba intacto de mi vida. O quizá lo que hizo fue poner orden, encajar la pieza que faltaba porque, al escuchar el nombre de Ana, lo entendí todo. Los largos horarios de trabajo de los últimos meses, la cantidad de congresos y visitas a clientes en otras ciudades, las llamadas de teléfono que cortaba en cuanto yo entraba en la habitación. Entendí las camisas nuevas, los perfumes caros, los masajes semanales y el gimnasio en el que se machacaba para perder la incipiente barriguita que a mí tanto me gustaba. Entendí tantas cosas que hasta entonces se me habían escapado… Y, sobre todo, que lo había sabido desde mucho antes. Seguramente desde el mismo momento en que nos habían presentado a Ana, su nueva compañera en el despacho de abogados y, de la noche a la mañana, se convirtió en una presencia casi constante en nuestras vidas. Me sentí avergonzada, estúpida y ridícula. Hasta ese momento no había soltado una sola lágrima. Después lloré durante horas, hasta que se me hincharon los ojos y sólo pude gemir y esconder la cabeza bajo la almohada, como si eso pudiera protegerme de la realidad. Se había acabado. Tenía otra vida en otro lugar, con otra mujer y el hijo que yo no pude darle. Fin de la historia. Fin de nuestra historia. 

El día de la boda, ignorando a todos los que me dijeron que era una locura, salí de casa y me aposté en el parque frente al ayuntamiento donde iban a celebrar la ceremonia. Necesitaba verlo para poder arrancar de nuevo y no se me ocurría ninguna otra manera para liberarme del demonio que me estaba devorando por dentro. Verles entrar por separado y salir convertidos en un matrimonio sería mi propio acto de exorcismo. Cuando tocas fondo, sólo puedes hacer dos cosas: quedarte allí o pelear por volver a la superficie y esa era mi manera de luchar. Si la herida escuece es porque está curando, me decía mi abuela cuando era pequeña, y tenía razón. Santi, al salir del edificio rodeado por gente que les aplaudía y lanzaba pétalos de rosas, me vio sentada en el banco. Se quedó petrificado en mitad de la escalinata, con una sonrisa falsa que engañó a todo el mundo menos a mí. Me puse de pie y me acerqué a él. Le abracé con suavidad y, apoyando la cara contra su mejilla, le dije al oído "Que seas feliz, hijo de puta" mientras le clavaba mi fino tacón de aguja en el elegante mocasín de diseño italiano. Le di un beso leve y retrocedí unos pasos. Estoy segura de que se sintió ofendido en lo más profundo y puede que sí, que le arruinara el día, pero no me importó ni lo más mínimo. Cuando se metieron en el coche, él vestido con un traje que apestaba a diseñador italiano y ella disfrazada de princesa de cuento de hadas, bajé las escaleras y volví andando al piso que habíamos compartido durante cuatro años. 



No quería que quedara nada, ni el más insignificante detalle, que me recordara el tiempo que habíamos pasado juntos. Cambié los muebles, el color de las paredes, los cuadros y hasta la mampara de la ducha. Saqué algo de beneficio vendiendo lo que pude a través de internet y el resto fue a parar a la basura. Mi hermana Sonia y María, que no me dejaban ni a sol ni a sombra,sugirieron cubrir toda una pared de la habitación con antiguas partituras. Lo habían visto en una revista de decoración y les pareció original y bonito. A mí, que tanto me daba esa opción como cubrirla con salpicones de pintura o dejar los ladrillos desnudos, accedí. Pasamos un fin de semana buscándolas por librerías de viejo, lugares escondidos y oscuros donde olía a polvo e historia. Gasté más dinero del que me podía permitir y volvimos a casa cargadas con un montón de páginas amarillentas cubiertas de símbolos que ninguna de nosotras podíamos interpretar y algo más gordas por el
atracón de chocolate con bizcochos que nos habíamos pegado para celebrar el éxito de la misión.

El fin de semana siguiente me ayudaron a empapelar la pared frente a la cama y, a pesar de no tener ni idea de lo que hacíamos, debo decir que quedó bastante bien. Se veía elegante, distinto, sofisticado. A mí todos aquellos símbolos me parecían fórmulas cabalísticas, sortilegios que invocaban a la buena suerte y me iban a proteger de los malos espíritus. En cierta manera, funcionaron. Poco a poco se me fue borrando la imagen de Santi y su flamante mujercita y las pesadillas, en las que el pasado me asaltaba a traición, desaparecieron. Aunque más bien tendría que decir que fueron sustituidas por otras que eran aún peores. 

Al principio empecé a escuchar con una una fanfarria de violines, pianos y flautas que sonaba distante, como si una orquesta entera interpretara su concierto a varias calles de distancia. Era una pieza triste, como un lamento. Me daba la vuelta en la cama y, acunada por esas notas, volvía a dormirme. Día a día, el sonido fue subiendo de volumen hasta que una noche desperté sobresaltada, pensando que la Filarmónica de Viena se había instalado en mi salón para ofrecerme un pase gratuito y exclusivo del concierto de Año Nuevo en la que sólo sonaba una pieza que no podía reconocer. Confieso que me asusté y me escondí debajo del edredón, temblando, como hacía cuando era niña y me asaltaba en sueños Christopher Lee disfrazado de Drácula. El volumen subió y subió, obligándome a taparme los oídos, hasta que las paredes vibraban al compás de las notas. Después, simplemente se fundió en el silencio como si jamás hubiera existido. Tardé unos segundos en atreverme a sacar la cabeza de mi refugio y algo más en salir de la habitación para comprobar que todo seguía en su sitio al otro lado de la puerta. Como era de esperar, no había nada fuera de lo  normal ni en el salón ni en el resto del piso y volví a la habitación preguntándome si no estaría volviéndome loca… Dormí intranquila el resto de la noche y al llegar la mañana, cargada de sol, me costó poco decidir que sólo había sido un mal sueño. Se lo conté a María aquella misma mañana, mientras tomábamos un café, y acabamos riéndonos las dos. Incluso le pusimos un nombre a la sinfonía: “La Música de las Esferas”. 

La música de las esferas... Le pegaba más "La música del Más Allá", si es que algo así existe. Venga de donde venga, desde entonces no hubo una sola noche que no me despertara con su escándalo de instrumentos desafinados. Se arrastraba conmigo durante todo el día e, hiciera lo que hiciera, estabna presente en todo momento. Podía sentirla en cuanto volvía a casa, acechando al otro lado de la puerta de mi habitación, esperando a que cayera en la cama para llevarme de vuelta a un escenario de pesadilla. Estaba agotada. Algunas noches me quedé en casa de María o de mi hermana e incluso allí la oía. Me perseguía como una maldición y ya no sabía qué hacer.

Desesperada, acabé haciendo caso a los consejos de Sonia y recurrí a una vidente. Madame Colette que, a pesar de su nombre francés, hablaba con acento de Granada y se comía las eses finales, tenía una legión de seguidores gracias a un programa de radio que emitían los fines de semana de madrugada. Me costó mucho que me hicera un hueco en su apretada agenda y tuve que pagar un dineral por la visita pero me dio igual. Sentada frente a ella en un salón oscuro que apestaba a incienso y rodeada por toda suerte de objetos extraños, le conté toda la historia. Cuando acabé, me miró de arriba abajo, respiró hondo y se quedó en silencio. 

- Chiquilla, no te puedo dar una respuesta ahora - dijo, cruzándose de brazos sobre la mesa camilla-, será necesario que vaya a tu casa para ver, sobre el terreno, cuánto de verdad hay en lo que me cuentas. 

Suspiré y acepté, qué remedio. Madame Colette pasó una noche en la habitación de invitados, rodeada de amuletos protectores y velas que dejaron el piso apestando durante días. A la hora prevista, la música empezó a sonar, suave y discreta al principio, hasta convertirse en un escándalo tremendo. En cuanto se hizo el silencio, recitó unas cuantas palabras en un idioma inventado y salió de allí como alma que lleva el diablo, sin darme ni la más mínima explicación. Pensé que no volvería a saber más de ella pero, a la mañana siguiente, me llamó para pedirme que volviera a su consulta. Le dije que si lo que pretendía era cobrarme más por algún potingue supuestamente mágico, ya podía ir olvidándose  porque no pensaba pagarle ni un solo euro más. Me contestó que estaba dispuesta a devolverme hasta el último céntimo que le había pagado pero que necesitaba verme para decirme qué había visto, qué mensaje había recibido para mí. Consiguió despertar mi curiosidad y me dije que de perdidos, al río. ¿Qué más podía perder?


Según la vidente, las partituras están malditas y yo corría peligro. La música que se reproduce noche tras noche es la última e inacabada pieza que escribió un compositor desconocido. Él estaba convencido que esa sería su obra maestra, la que le abriría de par en par las puertas de los grandes teatros y le garantizaría que su nombre pasaría a la historia como uno de los más grandes compositores jamás conocidos. Por desgracia, el destino decidió jugarle una mala pasada y cuando estaba a punto de terminarla, alguien le asesinó. Nunca se descubrió quién fue y su talento, su arte, su nombre quedaron olvidados. Hasta que llegué yo y, sin saber cómo ni por qué, le saqué del olvido y le di una nueva oportunidad. Vaya por Dios, pensé, qué suerte la mía. No salgo de un problema cuando me caigo en otro.

Le pregunté a Madame Colette si sabía qué podía hacer para que el compositor se marchara, literalmente, con la música a otra parte. Se quedó mirando al vacío, conectando con sus espíritus guías o algo parecido, y cuando regresó del trance me dijo que lo único que podía funcionar era conseguir que esa sinfonía inacabada fuera presentada en sociedad en un teatro. El compositor sólo quería que el mundo le escuchara, que supieran su nombre y le aplaudieran. Después, me aseguró, se iría para no volver.

- ¿Seguro? – No me iba a romper la cabeza buscando un lugar y una orquesta dispuesta a reproducir la sinfonía así, a lo loco. ¡A saber qué nuevo cataclismo se desataba sobre mi cabeza!

- Hombre, Sara, seguro, seguro… no – contestó, encogiéndose de hombros-. Pero bueno, digo yo que por probar tampoco perdemos nada.

- ¡Usted seguro que no! Pero, vamos a ver, ¿cómo narices convenzo yo a alguien para que haga eso? ¡Que estamos hablando de un fantasma que quiere que toquen su música de ultratumba, por el amor de Dios! 

Tenía una tía con la que me trataba en contadas ocasiones y que había estado metida en política en el ayuntamiento del pueblo. A través de ella, conseguí una cita la concejala de eventos. A aquella mujer de aspecto sereno, con más títulos de másters en el despacho que imanes tengo yo en la puerta de la nevera, le expliqué lo que ocurría, intentando no parecer loca de atar. Para mi sorpresa, se entusiasmó con la historia. Resulta que era una de las fieles seguidoras de Madame Colette, adoraba las historias de aparecidos y, en general, cualquier cosa que oliera a paranormal hacía que se le disparara la adrenalina. Buscó el calendario de actuaciones que la orquesta del pueblo tenía previstas para ese año y encontró un par de fechas en las que el auditorio también estaba libre. Descolgó el teléfono, habló durante unos minutos con el que imagino que sería el director, otro apasionado del Más Allá, y acordaron que pasarían por casa para observar el fenómeno y tomar una decisión definitiva. ¿Más visitas a medianoche? Si no funcionaba lo del concierto, siempre podía empezar a cobrar entrada y sacarle rendimiento a mi pesadilla sonora. Sería como mi propio túnel del terror.

En una semana, la música de mi pared se convirtió en partituras actualizadas. Después de escucharla, con los ojos cerrados y una sonrisa extasiada, el director había decidido que sería la pieza estrella del concierto de verano. Pasó dos días  siguiendo con la punta de los dedos las notas que bailaban de una página a otra y canturreando por lo bajo. Decía que era algo único, una composición brillante que merecía ser conocida y alabada. Me pidió que le sugiriera un título y, por hacer honor a María, le dije que “La Música de las Esferas” me parecía apropiado. Asintió y se marchó, cargando dos carpetas llenas a reventar de papeles cubiertos de símbolos y tachones.

- No te arrepentirás de hacerla pública - me dijo con una sonrisa radiante mientras se cerraba la puerta del ascensor y deseé con todas mis fuerzas que tuviera razón.

Hace una semana que se presentó la sinfonía y fue un éxito total. El público,  muy emocionado, aplaudió a rabiar y obligó a la orquesta a volver a tocarla un par de veces más. Desde mi palco de honor, sentada al lado de la concejala y el alcalde, miraba a mí alrededor y no me podía creer lo que veía. Tengo que reconocer que en el auditorio, con la acústica y los instrumentos adecuados, sonaba de maravilla. ¡Se me saltaron las lágrimas y todo! Cuando se encendieron las luces, rechacé la invitación para la fiesta posterior y regresé a casa. Estaba deseando averiguar si el exorcismo había funcionado o si, por el contrario,  el compositor me había cogido cariño y seguiría ofreciéndome un concierto exclusivo cada noche.

Me metí en la cama, apagué la luz y me senté con el móvil en la mano, a esperar. Llegó la hora señalada y no pasó nada. Agudicé el oído, atenta a cualquier sonido que saliera de lo normal, pero sólo escuché el habitual trasiego del tráfico al otro lado del cristal y los jadeos de mi vecina de al lado, que por lo visto había triunfado aquella noche y quería compartir su alegría con el resto del bloque. Esperé una hora, dos y cuando el reloj marcó las cinco de la madrugada, me rendí a la evidencia. La maldición se había roto, el compositor era libre y yo, también. Respiré hondo, me tumbé y me quedé frita al instante.

Desperté muy tarde a la mañana siguiente, con la sensación de haber dormido durante días enteros, descansada por primera vez en meses. Lo primero que vi al salir de la cama fue que mi pared de partituras estaba ahora en blanco. Bueno, en blanco exactamente no. Alguien había escrito, con una hermosa y adornada caligrafía, una frase: “Ich werde nie vergessen, was du für mich getan hast, danke. Hans E. Waimar”. Cogí el móvil, busqué el traductor que solía utilizar y tecleé las palabras para buscar el significado: “Nunca olvidaré lo que has hecho por mí, gracias. Hans E. Waimar”. Vaya, un fantasma agradecido. Se me puso la piel de gallina y contesté, con un acento nefasto, “Danke, Hans”. Desayuné, me vestí, llamé a Madame Colette para contarle que había acertado y me fui a la playa a celebrarlo con María y Sonia.

Hoy hace un mes que ya no me despierta la música. Y, ¿quién me lo iba a decir?, la echo de menos.


Mjo

23-02-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 7

(Esta vez fue difícil, quizá la más complicada de todas las semanas. Fui llenando la carpeta de borradores e incluso eliminando relatos más o menos avanzados porque no veía por dónde salir y, al final, acabé uno que tenía cierto ritmo y no me horrorizaba por completo. Antes de publicarlo, lo he pulido, eliminando frases largas y demasiado pomposas, quitándole drama y añadiendo algo de humor para hacerlo más llevadero. No estoy orgullosa al 100% pero sí satisfecha porque cumplí con el plazo de envío a mis sufridos lectores cero y, además, fui capaz de darle unas vueltas para mejorarlo. Ya me diréis si os gusta. Gracias por leerme) 













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