domingo, 27 de septiembre de 2020

EL DESCORCHE (semana 37)


El lujoso Hispano Suiza tomó la última curva y atravesó la discreta verja que daba acceso a “La Maison des Délices”. Siguió el camino de guijarros que, flanqueado por cuidados jardines de inspiración versallesca, llevaba hasta la puerta acristalada que daba acceso a la casa. Con un ligero chirriar de frenos, y dejando a sus espaldas una nube de polvo suspendido en el aire, el coche se detuvo bajo un porche sostenido por cuatro esbeltas columnas de mármol rosado. Antes de que el polvo volviera a posarse sobre el camino, un chófer uniformado de la cabeza a los pies saltó desde el asiento del conductor, se quitó la gorra, abrió la puerta trasera y se cuadró. Del interior, tapizado con un elegante cuero de color crema, emergió la figura imponente de Serafí Puig i Matamala, impecablemente vestido con un traje confeccionado a medida por el mejor sastre de la ciudad. Se ajustó el sombrero y retiró una pelusa imaginaria de la solapa de su chaqueta, miró sobre su hombro, contempló a su hijo, que no había dicho ni una sola palabra desde que salieron de Barcelona, y frunció el ceño al contemplar su expresión asustada. Suspiró, exasperado, y le hizo un gesto impaciente para que saliera de una vez. El muchacho respiró hondo y, como si cargara sobre sus hombros con toda la tristeza del mundo, obedeció la orden y abandonó el confortable habitáculo. Tan pronto como tuvo ambos pies sobre el suelo, su padre le miró de arriba abajo e intentó reprimir, sin éxito, un gesto de disgusto.

- Haz el favor de enderezarte, Joan, y abróchate bien la chaqueta – le dijo con dureza-. Y cambia esa expresión de la cara. Cualquiera que te vea, creerá que vas camino del matadero.

- Sí, padre – respondió el joven. Se abrochó la chaqueta, levantó la mirada del suelo y dibujó una mueca que quiso ser sonrisa y se quedó en simple desconcierto.

- Por Dios... – Serafí negó con la cabeza. De alguna manera, estaba convencido  de que algún día, aquella criatura extraña y silenciosa dejaría de decepcionarle y había albergado la esperanza de que quizá fuera aquella noche la que marcara la diferencia. Visto lo visto, parecía que tendría que seguir esperando y sentía que se le empezaba a acabar el tiempo y la paciencia-. Juro que, a veces, tengo serias dudas de que seas hijo mío.

domingo, 20 de septiembre de 2020

SIGUIENDO LA SOMBRA DEL VIENTO

Dicen que siempre deberías volver al lugar donde has sido feliz. Y yo añado que también deberías volver a pasear siempre por las páginas de los libros que te han hecho feliz. Es como reencontrarse con un amigo de siempre, uno de esos por los que no pasa el tiempo y siempre, siempre te recibe con los brazos abiertos y una enorme sonrisa. Lo triste es que cuando llegas a la última página, sabes que vas a tener que despedirte no sólo de sus personajes sino de sus escenarios, algunos de ensueño y otros, francamente, de pura pesadilla, y dejar aparcada en una estantería una historia que, de alguna manera, ya forma parte de tu piel. Ok, ¿exagero? Posiblemente, tengo tendencia a magnificarlo todo, en lo bueno y en lo malo, pero así es como los vivo yo. Hay ciertos libros a los que regreso, en una especie de tradición personal, prácticamente cada año. "IT", de Stephen King, que todavía tiene la capacidad de hacerme sufrir. "Brooklyn Follies", de Paul Auster, delicioso y cargado de optimismo. "La casa de los espíritus" o "De amor y de sombra", de Isabel Allende, con esas historias entre la realidad y la ficción que te atrapan por completo. Y "La sombra del viento" y "Marina", de Carlos Ruiz Zafón, que hicieron que recuperara el placer de abrir un libro y olvidarme, por completo, del mundo. Si tengo que elegir un favorito, el que me llevaría sin dudar a esa mítica isla desierta, suponiendo que, sin saber nadar, sobreviviera a un naufragio, posiblemente serían esos dos. 

domingo, 13 de septiembre de 2020

A SUS PIES (semana 35)

A las siete y media, puntual como solo un tren inglés puede serlo. Alastair desconecta la alarma y entra en el almacén. Guiado por la claridad tenue de las luces de emergencia, atraviesa los pasillos flanqueados por estanterías llenas de cajas de zapatos de todos los estilos, hasta llegar al pequeño y atestado despacho. Enciende la calefacción y espera cinco minutos antes de quitarse el abrigo, la bufanda y el gorro de lana, que cuelga en una vieja percha de madera. Se pasa las manos por la cabeza en un intento de recomponer sus remolinos, tarea inútil porque su pelo tiene personalidad propia y no se deja dominar. Suspira, resignado, y conecta el hervidor de agua para prepararse un té que le ayude a entrar en calor. Preferiría hacerlo con una tetera tradicional, como la que usa en casa, que le añadiera cierto sabor a elegancia, pero tener un hornillo en aquella habitación llena de papeles no le parecía una buena idea. Su parte snob se conformaba con beber su té en una taza antigua que compró en un mercado de anticuarios, ya no recuerda ni el nombre del pueblo ni cuándo fue. Está un poco maltrecha, con el borde desportillado y el asa pegada con pegamento, pero eso no le resta belleza. Le encanta pero no lo reconocerá ni bajo tortura, sería un insulto a su hombría, que bien sabe Dios que se pone en entredicho con demasiada frecuencia. Cuando el agua alcanza la temperatura correcta, ni un grado más ni uno menos, pone la bolsita con su mezcla favorita en la taza, añade la cantidad de agua adecuada y espera cinco minutos a que se obre la magia. Después saca la bolsita con cuidado de no ensuciarse la ropa ni salpicar la mesa, la tira a la papelera y se sienta en la butaca para disfrutar del silencio. Cierra los ojos y se imagina sentado en su cocina, viendo amanecer desde la ventana, con su gato dormido frente a la chimenea y, a su lado, ella y su sonrisa. Ah, la imaginación, qué perversa puede llegar a ser.

A las ocho en punto, da por finalizada la tregua que se concede para soñar y se pone en marcha. Conecta el ordenador, la impresora y la radio para irse acostumbrando al sonido de la voz humana. Imprime albaranes, envía correos electrónicos, hace un par de llamadas para preguntar por unos pedidos que ya llevan varios días de retraso y confirma algunas transferencias para pagar las facturas que vencen esa semana. Poco antes de las nueve, se pone la corbata y la americana que guarda en el armario, protegidos del polvo por una amplia bolsa de plástico transparente. Se da unos ligeros toques de agua de colonia en el cuello y las muñecas y repasa su pelo. No hay caso, sus remolinos se quedan tal y como estaban y él abandona la lucha. Suspira hondo, se dirige a la tienda y comprueba que el género está correctamente colocado en las estanterías y el escaparate, tal y como lo dejó la noche anterior después de cerrar y hacer la caja. Cuando el reloj del Ayuntamiento da las nueve, sube la persiana y se instala detrás del mostrador con su mejor sonrisa.

jueves, 10 de septiembre de 2020

GRITA (Semana 34)


Me levanté mal. No enfadada, ni triste, ni cansada ni enferma. Mal, que incluye todo eso, y algo más, en sólo tres letras.

Hacía tres semanas, coincidiendo con un pico de trabajo bastante bestia e inesperado, que arrastraba un humor infernal, a medio camino entre la euforia y la tristeza. Al final, como era lógico, tantos altibajos emocionales me pasaron factura y estuve todo el día anterior, sábado, hecha un mar de lágrimas. Vamos, lo que mi abuela llamaba “un guiñapo”. Cualquier cosa me hacía llorar; una película, una noticia en el Telediario, una foto de Instagram y no digamos nada sobre algunos mensajes de Whatsapp. Rozando el patetismo más extremo, un par de abuelillas adorables, haciendo roscos y lanzándose puyas con acento de Granada, en un programa del Canal Cocina, me dejaron para el arrastre. Cualquier otra persona en mi misma situación, se habría metido en la cama con el estómago vacío, incapaz de tragar bocado. Yo, no. A mí no me quita el hambre nada. Ni el mal de amores ni un ataque de migraña, una fiebre alta o una gastroenteritis aguda ni, por supuesto, lo que fuera que tenía aquel maldito día. Por eso, en un claro arrebato de locura, a las ocho y media de la noche me dirigí a la cocina y empecé a trastear en los armarios y la nevera, buscando los ingredientes que me permitieran prepararme una cena que, gracias a la alquimia del fuego y la materia, se llevara por delante mi ataque de ansiedad. O de pena. O de gilipollez aguda, que también podría ser.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

EL CAZADOR Y LA DONCELLA (Semana 33)

Sábado por la noche, en una discoteca cualquiera.

Apoyado en la barra, con un cubata en la mano, Salva no pierde detalle de lo que ocurre más allá de la marea humana que se desplaza sin orden ni concierto. Está solo; sus amigos se han repartido por todo el local en busca de una víctima con la que acabar la noche, pero él, esta noche, no parece tener prisa. La camarera, a la que conoce de sobra, le ha atendido en cuanto se ha acercado. Saca a relucir su mejor repertorio de sonrisas, carantoñas y miradas sugerentes, dejándole claro que, si le apetece compañía, ella está disponible. A Salva no le interesa el ofrecimiento; ya se han liado un par de veces y ninguna de las dos había sido tan memorable como para querer repetir una tercera. Con tacto, la rechaza y ella se encoge de hombros y, fingiendo una indiferencia que no siente, se retira. Sigue atendiendo a los clientes pero le vigila, con disimulo, con el rabillo del ojo. “Nunca se sabe”, piensa, y se anima un poco al pensar que quizá no todo está perdido.

Salva, sin embargo, está mucho más interesado en aquella chica, a la que jamás había visto antes. No vestía de una manera especialmente llamativa; nada de falda muy corta, camisa transparente o con un escote imposible. Llevaba un vestido de tirantes negro que apenas sugería curvas y volúmenes, más elegante que discreto. El pelo, recogido en una coleta alta y un maquillaje sencillo y natural completaba una imagen atractiva y fresca. Nada de joyas, nada de adornos ni brillos, tan solo un pequeño bolso en el que a duras penas debía caber el móvil y una tarjeta de crédito para pagar las copas. No entendía por qué le parecía tan interesante, estaba en las antípodas del tipo de mujer que solía atraerle, pero no conseguía dejar de mirarla. Le gustaba la forma en la que se movía al ritmo de la música, a ratos demasiado ruidosa, cómo se reía echando la cabeza hacia atrás y, sobre todo, cómo apartaba la mirada en cuanto se cruzaba con la suya. Con las luces de colores que se encendían y apagaban como si un loco jugara con el interruptor, era imposible saberlo a ciencia cierta pero estaba seguro de que se le subían los colores cada vez que lo pillaba mirándola. Ese gesto le parecía delicioso y perturbador al mismo tiempo. No creía que la timidez que mostraba fuera fingida y no dudaba que conseguir que cayera en sus redes no sería una tarea fácil pero le apetecía el reto, estaba cansado[U1]  de conquistas fáciles. Tendría que esforzarse mucho menos con la camarera que, sin dejar de atender a los clientes luciendo su mejor sonrisa, seguía revoloteando a su alrededor. Con la morena que se había sentado en el taburete que había quedado libre a su lado, y que no dejaba de lanzarle sonrisas y miradas muy elocuentes, tampoco fallaría el tiro, estaba claro. Era un bombonazo, enfundada en un mono azul tan ajustado que dejaba poco a la imaginación. Durante unos segundos, consideró la posibilidad de aceptar la invitación implícita en sus ojos pero, francamente, le apetecía algo nuevo. Algo como aquella criatura que, en aquel momento, se acercaba a la barra fingiendo no verle. Era su oportunidad y la iba a aprovechar.