domingo, 19 de junio de 2016

ELECCIONES. OTRA VEZ!!!!


26 de junio. Domingo de elecciones. Otra vez. Este país parece que no se cansa de votar. Es como si quisiera recuperar de un plumazo todos esos años en los que las únicas elecciones que había eran a presidente de escalera. Qué cansada empiezo a estar de todo esto. Es imposible poner la tele sin tropezar con un político echando porquería sobre los demás. Y mintiendo, que parece que es lo único que saben hacer. Me sorprende que la gente todavía pierda el tiempo escuchándoles. Y que alguien se crea algo de lo que dicen es algo que va allá de mi entendimiento.

Será que me hago mayor, un poco al menos, pero recuerdo que antes no era así. En el año 82 mi abuelo me llevó a ver un miting en la plaza del pueblo. Estaba llena a reventar y hablaba un tal Felipe González que, fíjate que cosas, acabo siendo presidente del Gobierno. Yo tenía unos diez u once años y, por supuesto, no entendí ni jota de las cosas que decían. Pero la pasión con que hablaban, la ilusión que desprendían los que escuchaban, eso no se me ha olvidado. La cara de mi abuelo, tampoco. Aquel día me contó que durante años, en este país nadie pudo decir su opinión porque se jugaba la vida pero que las cosas habían cambiado y yo tendría la posibilidad de decidir porque otros habían peleado para que así fuera. Entonces no sabía nada ni de la Guerra Civil ni de lo que había pasado durante cuarenta años, pero no olvidé lo que me dijo. Con el paso del tiempo, descubrí una historia sangrienta y oscura y entendí muchas de las cosas que me contaba mi abuelo. Entendí también que mis derechos no los había ganado yo sino que me los habían ofrecido muchos otros, luchadores a los que no puedo poner nombre ni rostro, pero sin cuyo sacrificio hoy no tendría la oportunidad de expresar en las urnas lo que quiero para mí y para el resto del país.

Conozco gente que no vota, que no lo ha hecho ni piensa hacerlo nunca, pero se quejan de lo que pasa o deja de pasar. Me indignan. Creo que es una obligación que todos debemos cumplir. Si sale quién tú quieres y te falla, tendrás todo el derecho de quejarte y patalear. Si es el contrario, igual. Pero quedarte en casa, o ir a la playa o al cine o lo que sea que se haga en vez de ir al colegio electoral que te toque y poner tu papeleta en la urna, y luego poner el grito en el cielo porque las cosas no van bien me parece de una hipocresía suprema. Quieres que algo se mueva, que cambie? Pues muévete tú primero, coño, que tampoco cuesta tanto!

Sé que cada vez que hay elecciones digo lo mismo, que hagáis el favor de pensar un poquito antes de elegir y votéis. Que me da igual lo que elijáis (que no es del todo cierto, pero respeto vuestra decisión de elegir a unos u otros porque sois libres de hacerlo) siempre y cuando lo hagáis. Que me pongo pesada y a más de uno le darán ganas de mandarme allí donde pica el pollo y ya podéis hacerlo, porque me importa un pito. Así que me dejo de rollos patateros y os digo ya, otra vez, QUE VOTÉIS, OSTIA, QUE VOTÉIS!!!!! Pero usando la cabeza, además del corazón. Que nos la jugamos todos.  

Mjo

jueves, 9 de junio de 2016

PLAYA – EN GRUPO – VIENTO – UN CARAMELO

Los veranos de su infancia tienen el sabor de la sal del Mediterráneo y el tacto de la arena de Garraf o Sitges, la misma que comía aderezando el rebozado del lomo de cerdo de la noche anterior. No consigue entender cómo es posible que pasaran el día entero en la playa si ahora empieza a sentir la necesidad de volver a casa en apenas una hora.

               Recuerda el 850 de su tío, una lata blanca donde cuatro adultos y dos niños se embutían a las ocho de la mañana del sábado y, con las ventanillas bajadas, enfilaban la carretera de la costa. ¿Tan temprano? Claro, para evitar caravanas. Por el camino, su primo se mareaba por el calor o porque sí, porque era así de flojo, y había que parar al menos dos veces. Si tenían suerte, devolvía en el arcén y podían reemprender la marcha hasta la próxima parada. Si no, el aire dentro del coche se hacía irrespirable, mezcla de la tortilla de patatas, el melón maduro y el amargor del vómito. A él le daban un caramelo, para que se le pasara el mal sabor de boca, pero los demás tenían que aguantar como podían.

               Ella no se mareaba nunca. Se sentaba entre los asientos delanteros, muy tiesa, con los ojos fijos en el horizonte para ser la primera en ver el mar. Saltaba del coche en cuanto abrían la puerta pero su madre la alcanzaba antes que echara a correr y le leía la cartilla: ésto no se hace, aquello tampoco, ven que te pongo crema, no te metas tan dentro que te ahogas. Ella se removía inquieta sintiendo el apretón de la mano de su madre, el ardor de la arena en la planta de los pies descalzos y el sol que iba creando pecas sobre su nariz. En cuanto le quitaban la ropa y le ponían una gorra, se alejaba corriendo hasta la orilla sin prestar atención ni a gritos ni al tonto de su primo, que andaba a tropezones detrás suyo.


Qué delicia entrar en el agua. Sentía sobre la piel la sed del invierno y sólo el frío del mar conseguía calmarla. Salía en dos segundos, tiritando y medio azul, escupiendo agua porque se había tirado con tantas ganas que las olas se la habían tragado, pero feliz y contenta como si fuera la mañana de Reyes. Recuperaba la respiración, se apartaba el pelo empapado de la cara, y volvía a entrar. Sin miedo. Sin mirar atrás.


Mjo


TRES NARRADORES

               Cuando Dani vio entrar a Helena, supo lo que iba a pasar y sintió algo parecido a la admiración por ella. Su cara era una máscara fría y distante, muy diferente de la chica sonriente con la que estaba acostumbrado a tratar, pero en sus ojos se veía el infierno por el que estaba pasando. Nunca supo mentir con la mirada y esa tarde tampoco fue diferente. Mario se puso tenso al verla entrar y Dani se compadeció de él. De los dos, en realidad. Le habría gustado ayudarles pero no podía hacerlo, iban a tener que enfrentarse a esto solos. Así la saludó y se retiró con discreción al fondo del taller, donde fingió estar muy ocupado arreglando una moto. Intentó no escucharles ni mirarles pero fue inútil; sentía por ellos la misma atracción que un conductor ante un accidente en la carretera: los ojos se le iban solos y sus oídos recogían cada palabra que se decían entre ellos.

               Escuchó a Mario dar las razones más absurdas del mundo y se preguntó cómo era posible que mantuviera el tipo al verla llorar en silencio. Vio a Helena darle la espalda y bajar la cabeza para no perder la dignidad por completo y cómo su hermano avanzaba un paso para consolarla y retrocedía tres. Cobarde, pensó Dani, cobarde. De buena gana habría salido a meterle el sentido común a puñetazos, a ver si así se daba cuenta del error que estaba cometiendo, pero se limitó a apretar los dientes y respirar hondo. No iba a intervenir, ya eran mayorcitos para saber lo que estaban haciendo. Sonó el móvil de su hermano, que se disculpó y cogió la llamada. Helena se quedó sola por un momento y sus miradas se cruzaron. Dani le preguntó cómo estaba y ella se limitó a sonreír mientras se limpiaba las lágrimas y encogerse de hombros. Debería haberle dicho algo más pero no sabía qué, hacía mucho tiempo que no consolaba a una mujer a la que estaban rompiendo el corazón. Volvió Mario y Dani aprovechó para recoger las cosas, despedirse con un ligero abrazo y marcharse. Allí ya no pintaba nada.



               Qué lugar tan extraño para romper una relación. El taller de motos, pequeño y atestado, parecía prestarse a cualquier cosa menos a eso. Sobre todo si uno sabía que había sido escenario de algunos de los recuerdos más felices de la pareja que estaba a punto de dejar de serlo. Claro que tampoco la fecha era la mejor. Catorce de febrero, ¿no deberían haber quedado para cenar y pasar la noche juntos? En lugar de eso, iban a romper. La vida, a veces, es de un irónico que da asco.

               No se habían visto en algo más de una semana, el tiempo que él había pedido para reflexionar sobre el futuro. Durante seis días no tuvieron contacto de ningún tipo. Ella vivió cada momento como suspendida al borde del vacío, perdiendo poco a poco la esperanza. Poco antes de la medianoche del séptimo día, cedió a las ganas y le envió un mensaje: “te echo de menos”. Esperó, con el móvil en la mano, a que le contestara. El corazón se le disparó cuando vio que estaba escribiendo y al recibir la respuesta, se sentó en el suelo y se tapó la cara con las manos. “He pensado mucho estos días y he decidido que lo mejor es dejarlo. Necesitas alguien mejor que yo y no quiero hacerte más daño. Lo siento”. Hubo un tira y afloja por escrito. Ella se negaba a terminar así, no tenían quince años y se debían verse las caras aunque fuera por última vez. Él había dado por cerrado el tema y acabó por decirle que lo dejara o sería peor, aunque sabía que no se iba a rendir tan fácil. Dos días después se presentó en el taller y, aunque la esperaba desde el primer momento, sintió que el suelo temblaba bajo sus pies cuando la vio entrar. No había escapatoria, allí y entonces iban a sellar el final.

               Le sorprendió verla entera, con las ojeras más marcadas y un toque de tristeza en la mirada que no recordaba haber visto nunca. No intentó sonreír, él tampoco. Se acercó a darle dos besos en las mejillas y después dio dos pasos atrás. “¿Qué?” le preguntó. Brillante principio, pensó. “Tú dirás”, contestó ella. No se lo iba a poner fácil. ¿Por qué iba a hacerlo? Estaba a punto de romperle el corazón en mil pedazos después de decirle que la quería, lo mínimo que podía esperar era que presentara batalla y le hiciera sudar.

               Ella se cruzó de brazos, esperando la explicación que se había negado a darle por mensaje. Después de escucharle, guardó silencio durante unos segundos y contestó. “Contra eso no puedo luchar. Cualquier otra cosa, quizá lo intentaría pero no puedo, no tengo armas para hacerlo”. Y perdió las fuerzas, se abrió el dique de sus emociones. Le dio la espalda y empezó a llorar sin hacer ruido. Él quiso acercarse, consolarla y decirle que, a pesar de todo, le quería, aunque no lo suficiente ni de la manera que ella necesitaba. “Mereces alguien mejor que yo, que te convierta en el centro de su vida, te diga que te quiere y te desea. Alguien que te haga sentir mujer en cada momento del día”. ¿Y así pretendía amortiguar el golpe? No era de extrañar que su vida amorosa hubiera sido un desastre hasta aquel momento.

               Ella se volvió para mirarle, limpiándose las lágrimas a manotazos. “Pues ya ves, yo creía que lo había encontrado en ti. Qué boba, ¿verdad?”. Se retiró un par de pasos y clavó los ojos en el suelo. No sabía qué podía decir para hacerle cambiar de idea, ni siquiera sabía si quería intentarlo. Empezaba a faltarle el aire, necesitaba salir de allí o se ahogaría. Y, sobre todo, necesitaba llorar a sus anchas, sin que le viera. Ya había hecho bastante el ridículo. Sin darse cuenta, empezó a juguetear con el anillo que le había regalado el día de Reyes. Le venía un poco grande y todavía no se había acostumbrado a llevarlo. Él lo vió y pensó que quería devolvérselo y no estaba dispuesto a permitírselo.



               “No me devuelvas el anillo” me dijo. “No pensaba hacerlo porque para mi significa mucho” le contesté, “aunque sin ti pierde sentido”. “Es tuyo”, continuó, “y te lo di con todo mi corazón, sinceramente, y no puede llevarlo nadie más que tú”. “Lo sé, por eso me lo quedo, porque nadie más que yo merece llevarlo y me recuerda que, al menos por un tiempo, me quisiste de verdad, que no fue un sueño. Que fuimos reales.”

               Intenté sonreír pero me salió una mueca mojada de lágrimas y vi en sus ojos la misma tristeza que empañaba los míos. El tiempo se deslizó alrededor, de puntillas, mientras yo recogía los pedazos de mi corazón roto y él retrocedía a la concha en la que se estaba encerrando. Nunca le sentí más lejos. Nunca le había querido tanto. Nunca le odiaría más.

               Me cerré el abrigo apretando los dientes para no rogarle un último abrazo del que no querría desprenderme jamás. Me escuché preguntando si me echaba de menos alguna vez. No sé por qué lo hice, quizá necesitaba confirmar lo que mi instinto me decía. Claro que sí, dijo con voz estrangulada, cada día, muchas veces. Supe que no mentía, que notaba mi ausencia, que sus recuerdos le traicionaban, aunque no quisiera, conjurando mi sonrisa, el sabor de nuestros besos y el tacto de mis manos. Dentro de mi todo quedó en silencio. Había llegado la hora de partir.


               Le dije adiós sin mirarle a la cara y me di la vuelta. Mis piernas se movieron un paso, dos, tres, alejándome de él. Lo último que escuché, cuando atravesaba ya la puerta, fue “un beso” lanzado a mi espalda. No me giré. No habría sido capaz de irme sin pedirle otra oportunidad. 

Mjo