lunes, 30 de mayo de 2016

TODO FACHADA

Nada más lejos de la intención. Pero aquella mirada, tan como las de antes, me puso en guardia e hizo que saltaran todas mis alarmas. Inventé una sonrisa despreocupada y mi boca se lanzó a hablar sin saber de qué, sólo para evitar que siguiera mirándome así. No lo conseguí. A decir verdad, ni siquiera creo que se diera cuenta porque apoyó la cara en una mano y siguió mirándome de la misma manera. Me rendí, solté amarras y me dejé llevar por el momento. ¿Qué podía perder, cuando lo había perdido todo ya?

Me hundí en la sonrisa, marca de la casa, que me ofrecía. Lenta, perezosa, a medio camino entre el deseo y el abandono, los ojos entrecerrados, fijos en mi. Le vi como tantas otras veces, tumbado en la cama, peleando con el sueño mientras le acercaba la taza de café de nuestras mañanas y me sentaba a su lado. Aquella manera de amanecer nuestra, cada uno por su lado, cada uno a su ritmo pero juntos, son pequeños tesoros que guardo en mi cofre secreto. Las palabras sólo aparecían después de vaciar las tazas, y también los besos y los abrazos. Sus "quédate conmigo hoy" y mis "ojalá pudiera". La danza lenta de tumbarme sobre su pecho rogando que el tiempo se detuviera un minuto, dos horas o para siempre mientras los segundos volaban para no volver. Me acompañaba hasta la puerta, me envolvía en un abrazo estrecho y me daba besos de tres en tres antes de despedirme hasta la noche o al día siguiente. Y vuelta a empezar.

Todo eso se resumía en su sonrisa al otro lado de la mesa, callados los dos, pensando quién sabe qué. Quise llorar y reírme al mismo tiempo. Quise pedirle que no me mirara o que lo hiciera de otra manera pero no me salieron las palabras. Tenía el corazón latiendo en la boca; abrirla habría sido traicionarme, descubrirle que mi fachada no era más que eso y que empezaban a salirme grietas.

Sonó el teléfono y se rompió la magia. Volvimos al punto en que lo dejamos, él y yo amigos que una vez fueron algo más, y la tarde se fue gastando sin darnos cuenta. "Me tengo que ir", le dije al ver la hora. "Es pronto, quédate un rato más". Seis palabras. Sólo fueron seis palabras, pero el sortilegio funcionó. Me quedé, un rato nada más. Recuperamos la risa, la conversación, ese ritual extraño de caminar de puntillas alrededor del pasado, como si temiéramos alzar la voz y despertarle de un sueño que esa tarde parecía demasiado ligero. Nos despedimos en la puerta, tres veces, tres. Ninguno tenía ganas de decir adios, alguien tenía que hacerlo y fui yo. Dos besos y un abrazo de los suyos y me alejé calle abajo, batallando con la tentación de mirar atrás. Volaría demasiado alto si le veía mirándome desde la puerta o caería en picado si no lo hacía.

Volví a recorrer el camino de siempre, peleando con la sonrisa que quería salirme al paso, pensando que era una pena porque estar juntos era tan fácil que separarnos me parecía cruel. Al menos para mi. A pesar de todos los pesares, sigue conservando intacta la capacidad de hacerme sentir en casa cuando estoy con él. Y supe, en ese momento y sin lugar a dudas, que seguiría buscando excusas para verle, para saber de él. Que aunque me tragara las ganas, llegaría el día en que se reventarían las costuras y me lanzaría al vacío sin importar la caída. Amor. Hasta que deje de serlo.

Mjo

jueves, 26 de mayo de 2016

LAS MANOS DE MI ABUELA

               Mi abuela tiene noventa y tres años y no lleva bien lo de la edad. Acostumbrada a mandar y ser obedecida, las limitaciones se le atragantan. Tiene la mente lúcida, sobre todo cuando se trata de recordar el pasado, y la lengua muy suelta. En la cara luce los surcos de los años y los disgustos; presume de no haberse maquillado nunca, pero cada mañana se pone hidratante para que no se le corte la piel. Las manos las cuida menos. Le gusta fregotear y dice que es una pérdida de tiempo estar todo el día crema va y crema viene. Tiene el dorso cubierto de manchas color sepia y venitas azuladas, los nudillos abultados por gentileza de la artrosis y suele tener dolores de huesos que ella combate con Gelocatil y cabezonería.

              Pero una vez al año se olvida de todo y transforma sus manos, nudosas y ásperas, en instrumentos mágicos. En Semana Santa prepara roscos al estilo de su tierra y el ritual empieza bien temprano, limpiando y relimpiando el barreño en el que hará la mezcla. Sus manos se mueven con soltura mientras selecciona y mezcla los ingredientes: casca los huevos sin destrozar la cáscara, echa la harina sin desperdiciarla, mide el azúcar a ojo, añade anís sin que le tiemble el pulso y remata la poción rallando la cáscara de un limón sin dejarse los dedos en el proceso. Sus manos, entonces, se convierten en artilugios mezcladores. Dan vueltas y vueltas hasta crear una masa perfecta y olorosa. La deja reposar un poco y después la separa en porciones casi exactas. No sé cómo lo hace, supongo que sus dedos deben tener memoria. Hace una bola con los trozos, les clava un dedo en medio para hacer un agujero y los echa en el aceite hirviendo. Les da vueltas sin salpicar hasta que están dorados y los saca, dejándolos sobre papel de cocina para espolvorearlos de azúcar. A esas alturas, la cocina está llena de gente hambrienta y la casa entera huele a dulce y risas. Cuando acaba, frega los cacharros y se sienta a contemplar su obra y recoger alabanzas.

               Las manos recuperan su quietud, los dolores van reconquistando su espacio. Aunque no le guste, son demasiados años para tanta faena y mañana la artrosis le hinchará los dedos y las muñecas. Pero hoy no. Hoy sus manos cansadas, envejecidas, ásperas y manchadas han vuelto a hacer magia en la cocina. 

Mjo

ESCRITURA AUTOMATICA 2 (EL DESENLACE)

               Mientras ella se acercaba intentado ocultar sus defectos, él se encontró descubriendo que aquel calentón era, en realidad, la culminación de un montón de sentimientos que había intentado ignorar y, al final, le habían reventado en la cara. Se había enamorado de quién menos lo esperaba, de la única persona que jamás entró en sus planes. Se sentó en la cama, le tendió la mano y cuando ella la cogió, simplemente dijo “Te quiero”. El silencio fue atronador durante un segundo, dos, diez, hasta que ella suspiró y contestó.

- No, no me quieres – dijo con una sonrisa triste-. Ahora crees que sí pero no es cierto.

- No me había dado cuenta hasta este momento, tienes razón, pero de repente lo veo todo muy claro. No suelo mentir, y mucho menos para conseguir un polvo o dos, así que si te digo que te quiero es porque te quiero.- Lo soltó todo sin pestañear, sin respirar, mirándole a los ojos y con voz firme. Parecía tan seguro y convincente que nadie podía imaginar que por dentro, temblaba. Sentía todo el miedo del mundo. Nunca antes había pronunciado esas palabras creyéndolas. Pensó que así debía sentirse un trapecista la primera vez que se enfrentaba al abismo sin red. Tenía ganas de retroceder hasta sentir la tierra firme bajo los pies pero era incapaz de resistir la tentación del peligro, el vértigo al vacío.

- Han pasado cuatro años y jamás diste señales de tener el más mínimo interés en mi, al menos personalmente – dijo Alba soltando su mano. Se levantó de la cama y fue a buscar una bata, más para ocultar la vergüenza de su cuerpo desnudo que para abrigarse. Tenía la piel fría, muy fría, pero por dentro ardía. Sacó unos calcetines de la cómoda y se los puso, dándole la espalda. Después suspiró, volvió a la cama y se sentó a los pies, lejos de sus manos pero al alcance de sus miradas. Enfrentó aquellos ojos verdes que tanto le gustaban y le sorprendió la tristeza que transmitían. ¿Cuándo, se preguntó, su noche de ensueño se había transformado en pesadilla?-. Carlos, lo siento. No esperaba nada de esto y me siento perdida, no sé por dónde ando. Quiero creerte, te lo juro, pero es que… Ayúdame. Por favor.

               Carlos se apoyó en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, y retrocedió en el tiempo hasta encontrar la primera vez que reparó en ella como mujer y no como compañera de fatigas. ¿Fue ese el principio? No podía asegurarlo. En aquel momento no le dio importancia, pero de alguna manera se quedó grabado en su memoria hasta esa noche. Por ahí empezaría. Después, ya vería.

               - ¿Recuerdas el incidente con Andrea y la fotocopiadora? – preguntó, sonriendo a medias. Alba entrecerró los ojos y asintió con la cabeza. ¿Cómo olvidarlo? -. Nos reímos mucho, aquella tarde, después de solucionar el atasco de papel, acabar cubiertos del polvo del tóner que se nos rompió en las manos y encuadernar los cuarenta dossiers del seminario. Salimos muy tarde de la oficina y decidimos ir a comer algo rápido en cualquier sitio. Todos se fueron a casa con una excusa u otra pero tú dijiste que no te esperaba nadie y te apuntabas. Yo tenía una cita pero no me apetecía demasiado así que la anulé y nos fuimos, solos. Comimos…

               - … en un bar de las Ramblas, para turistas. Pedimos tapas y cerveza, mucha cerveza. – Alba recuperó la sonrisa al recordarlo. Había sido una noche fantástica. Hasta entonces creía estar encaprichada de Carlos. Después, no le quedó ni una pequeña duda. Se enamoró de él, sin remedio y hasta las cejas-. Dios, bebimos mucho y se me soltó la lengua. ¡Qué vergüenza me dio a la mañana siguiente!

               - Para nada, yo me lo pasé muy bien. Te pones muy graciosa cuando bebes, ¿lo sabías? Vaya, te has puesto colorada. ¡Seguro que te lo han dicho antes! – Alba se tapó la cara con las manos mientras se reía, a medio camino entre la vergüenza y la felicidad. Se acordaba de aquella noche. Ella, que estaba tan convencida de que le había incomodado su presencia-. Conocí a una mujer distinta, divertida, atrevida y muy, muy inteligente. Me habría gustado saber más de ella pero se nos hizo tarde y el día siguiente se nos presentaba complicado. Te acompañé a casa y esperé hasta que te asomaste a la ventana para decirme que estabas bien. A gritos. A las tres de la mañana.

               - Mi vecino me regañó a lo grande cuando me vio al día siguiente, dijo que le había despertado y no consiguió volver a dormirse. De hecho, me sigue regañando cada vez que me ve y asegura que las ojeras que tienen le salieron esa noche, pero yo creo que nació con ellas puestas.

               - Cogí un taxi para volver a casa y no dejé de preguntarme por qué no te besé al despedirte-. Carlos salió de la cama, sin más ropa encima que unos bóxers que dejaban muy poco para la imaginación, y se sentó frente a ella. Le apartó un mechón de pelo de la cara y sonrió.

               - ¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no me besaste? – preguntó Alba en un susurro, intentando concentrarse en su rostro, en sus palabras, y no en su entrepierna. Ah, frivolidad es mi segundo nombre, se dijo, un momento tan delicado ¡y yo  pensando en lo que estoy pensando!

               - No lo sé. Y lo cierto es que no fue la última vez que quise hacerlo. Siempre me he tragado las ganas. Quizá porque trabajamos juntos o porque éramos algo así como amigos o porque te respetaba demasiado como para meterte en mi cama una noche y olvidarme de ti al día siguiente.- Se encogió de hombros. No parecía avergonzado de lo que decía, se limitaba a constatar un hecho, una manera de actuar, sin disfrazarla. – Francamente, así es como solía comportarme. Hasta esta noche.

               - ¿Y qué ha cambiado esta noche, si puedo saberlo? – preguntó Alba. A esas alturas, casi le daba igual que desapareciera de su vida con la salida del sol, si con eso conseguía que acabara la conversación y le quitara la ropa. Dioses, ¿qué le estaba pasando? Ella era mucho más seria que todo eso, no solía tener rollos de una noche y cuando caía en la tentación, pasaba días mortificándose por la culpa. Maldita educación católica, que tantos remordimientos le había garantizado. Sus ojos recorrieron el pecho de Carlos lentamente, recreándose en la vista. Se concentró de nuevo en su voz, lo que decía podía ser importante.

               - Yo, he cambiado yo y mi manera de ver la vida. Estoy harto de saltar de chica en chica, ninguna me llena como lo haces tú. ¡Y ni siquiera me había dado cuenta hasta ahora! – dijo, cogiéndole las manos-. ¿Qué me dices, Alba? ¿Quieres intentarlo, al menos?

               Le miró atentamente. El hombre del que estaba enamorada desde hacía, al menos, tres años, le estaba pidiendo una oportunidad para demostrarle que la quería y ella, ¿qué hacía? Darle vueltas, retroceder, dejar que el miedo decidiera de nuevo. Sintió que la rebeldía crecía en su interior y se plantó. Esta vez sería distinto. Y aunque no lo fuera, ¿qué podía perder? Estaba harta de “y si”, tenía demasiados sobre la espalda.


               - Sí, quiero. – Y se lanzó sobre él sin darle tiempo a respirar. Ni a arrepentirse.


Mjo

martes, 10 de mayo de 2016

A PARTIR DE UNA FRASE...



El día que atracaron en el puerto, saltó a tierra antes que nadie y se perdió por la primera calle que encontró, sin mirar atrás. Nadie lo echó de menos, por supuesto;  se había encargado de pasar desapercibido entre sus compañeros de viaje. Tenía mucha práctica. Había pasado años oculto en las sombras, recopilando información para un bando u otro. Su lealtad iba y venía, dependiendo únicamente del dinero que le ofrecieran. Ganaba el mejor postor. Para él, la guerra no era cuestión de lealtades o convicciones sino de inteligencia y supervivencia. Por desgracia, cometió el único error que no se podía permitir: enamorarse de quién no debía. Jugó sus cartas y perdió, sólo una vez pero fue suficiente. En un momento de debilidad, bajó la guardia y le descubrieron. No le quedó más salida que dejar atrás su identidad, una familia que hacía tiempo le había olvidado y a la mujer que precipitó su caída.

Arrastrando sobre sus hombros el cansancio de varias noches en vela, siempre pendiente del más mínimo ruido, de los pasos que parecían seguir su camino en la calle, de los ojos de algún transeúnte que se cruzaba con él en la calle, sintió miedo por primera vez en años y supo, sin duda alguna, que debía huir si quería salvar la vida. Subió a aquel barco porque le gustó el nombre: Arcadia. Sonaba a nuevo, a sueños por descubrir. Esperó que cayera la noche para colarse en la bodega. Se escondió entre el cargamento y, cubierto con su raído abrigo, acabó por quedarse dormido. Soñó con Manuela, con su sonrisa de niña bien educada en colegio de monjas, tan inocente y pura. ¿Cómo no enamorarse de ella, si parecía hecha para amoldarse a él como si fuera un guante? Mientras el barco se llenaba de emigrantes en busca de una nueva vida, él revivió la primera vez que la vio, su primera cita, el primer beso… la primera vez que entró en su cuerpo y quiso morir de felicidad. Manuela había llorado después, avergonzada por haber cometido pecado mortal. 

- Iré al infierno, este pecado jamás podrá lavarse de mi alma. Estoy condenada, ¡condenada! .- Él la acunó entre sus brazos, besando su frente, acariciándole el pelo, susurrando palabras de consuelo hasta que se calmó la pena y recuperó la sonrisa.

- ¿Te casarás conmigo, Manuela? – le dijo, enseñándole el anillo que había pertenecido a su abuela. El tiempo, su tiempo, se detuvo por completo, suspendido en una respuesta que tardó en llegar.

- ¡Sí, claro que me casaré contigo! – contestó, echándole los brazos al cuello antes de volver a caer bajo su cuerpo y entregarse por completo. En aquel momento, creyó haber muerto para aparecer en el cielo. Así que ésto es de lo que la gente habla cuando dicen que son felices, pensó...

Despertó con el sonido atronador de una sirena. El barco, su Arcadia, zarpaba. Ya no podía evitarlo. Se iba, lo dejaba todo y empezaba de cero. Unas horas más tarde se atrevió a dejar su escondite y se confundió entre el resto de los pasajeros. En la cubierta, una larga fila de desheredados esperaba su turno para recibir un tazón de sopa y un trozo de pan, gentileza de la Cruz Roja. Tres enfermeras, con sus inmaculados uniformes blancos, añadían una sonrisa compasiva y algunas palabras pero nada conseguía disfrazar el aire de tristeza que flotaba sobre todas las cabezas. Recibió su ración con la cabeza baja y dio las gracias en un murmullo que tanto pudo llegar a destino como perderse en el espacio. Buscó un rincón a cubierto y comió con ansia. El pan empezaba a estar duro así sacó su pequeña navaja del bolsillo, partió la rebanada en trocitos y los echó en la sopa. No estaba buena, demasiado aguada para su gusto, pero al menos estaba caliente y para cuando acabó, había recuperado la capacidad de pensar y dejar de lamentarse. Se caló la gorra hasta los ojos, devolvió el tazón y la cuchara a las enfermeras y buscó un sitio en la proa. Se apoyó en la barandilla y, por primera vez en semanas, sonrió. Era libre y estaba vivo. Si pudiera olvidarse de ella, dejar de soñarla, podría ganar esta partida. Y con el tiempo, quién sabe… quizá volver a su casa, a buscarla. 

Y matarla con sus propias manos, porque jamás sería capaz de perdonarle que le engañara como lo hizo, destrozando no sólo su vida sino la de muchas otras personas inocentes. Ella, Manuela, su ángel negro. Maldita perra, maldita para siempre.

Mjo

ESCRITURA AUTOMATICA (4)

Me han dado una lista de palabras para usar en un ejercicio de escritura automática: Chamarilero, trebejo, pihuela, celemín, filandón. No podía mirar el significado y en caso de saber alguno, la palabra quedaba eliminada de la lista. Por "El Ocho", sé que un trebejo es una pieza de ajedrez así que no la he incluido en el relato. Ahí va: 


                En la plaza del pueblo hay mercado. Los vendedores de verduras, carnes y pescados, gritan las bondades de sus productos y la algarabía es tal que apenas puede distinguirse un precio de otro. Las telas finas, los encajes de hilo y el resto de objetos de lujo ocupan la terraza frente la fachada principal de la iglesia, que al estar elevada ofrece refugio del manoseo de los lugareños y protección contra el barro. Allí sólo se acercan las señoras acompañadas de sus criadas y guardianes, tan perfumadas y acicaladas que casi parecían irreales. No eran capaces de notar las miradas de odio o deseo, no las educaron para mirar al suelo. 

                Una de ellas, apenas salida de la niñez, ya ha roto muchos corazones, con su pelo rojo y sus ojos verdes, y cuentan las malas lenguas de la villa que su vanidad le ha aflojado la decencia. Detrás suyo, demasiado cerca quizá, un chamarilero carga con sus compras, los ojos fijos en el vaivén de sus caderas, soñando quién sabe qué delicias. El chico es joven, tiene la sangre ardorosa, y nadie parece oler el problema que se avecina. La pihuela, mujer de mundo que ha criado muchos niños ajenos, no los pierde de vista. No impedirá que pase pero cuidará que suceda al abrigo de miradas indiscretas. 

                La niña, encantada con la atención que despierta, suelta una carcajada que suena a celemín, y el muchacho se derrite por dentro. Ella, que parece sentirlo, da un giro con gracia mientras se prueba un echarpe, y clava sus ojos sabios en los del chamarilero.

                - Lo quiero – dice en voz alta, mirándole de frente.

                Y el hombre de confianza de su padre saca unas monedas de su filandón, sin sospechar que la joven no habla de la tela sino del chico.

Mjo 


ESCRITURA AUTOMATICA (3)



La guerra quedaba atrás. Aquella guerra, al menos, la que se llevó por delante tantas vidas sin más excusa que defender unos ideales diferentes. Por delante, en aquel país de sol y selvas indómitas, le esperaba otra, menos mortífera pero tan dura como la otra: empezar una nueva vida, solo, en otra tierra lejos de la suya. Por suerte compartían idioma, con diferente acento y palabras capaces de confundir al oyente despistado, pero entendible a primera instancia. El viaje había durado demasiados meses y había perdido la mayoría de sus sueños por el camino. Ganó algunos amigos, derramó muchas lágrimas, hizo promesas que no podría cumplir. Cambió la piel una y otra vez, inventó otros nombres para empezar de cero pero todo fue inútil. Cada mañana el espejo le devolvía la misma mirada asustada y, en un instante, un torrente de recuerdos le inundaba. Él era quien era, sus manos estaban manchadas de sangre y la cobardía, que le hizo subir al barco sin esperar a los demás, siempre sería una mancha que no podría borrar. Entre los emigrantes era historia conocida, le daban la espalda y cada vez que salía a cubierta, las conversaciones cesaban. Se sentía observado, odiado, culpable. Se sentía escoria. Cobarde. Cobarde. Cobarde. 

                El día que atracaron en el puerto, saltó a tierra antes que nadie y se perdió por la primera calle que encontró, sin mirar atrás. Buscaba olvido, anonimato, un nuevo principio para tan triste final. No los oyó venir. Sintió el frío del acero en el costado y el sabor metálico de la sangre en la boca. Cayó en una esquina y en sus ojos se quedó el cielo enganchado. 

Mjo


miércoles, 4 de mayo de 2016

ESCRITURA AUTOMATICA (2)



Las botas se quedaron tiradas a los pies de la cama, tanta era su prisa por meterse dentro. Aquella noche era “su” noche y no quería que ni la más mínima duda la estropeara. Bajo las sábanas, de satén negro, le esperaba el hombre de sus sueños. ¿Cuándo había estado a su alcance? Nunca, en siete años jamás se había acercado tanto. Como mucho, una cena de Navidad compartieron un tango etílico y absurdo que la dejó completamente avergonzada y temblorosa. Cada vez que se acordaba, sentía que el calor le subía a las mejillas y le daban ganas de llorar. Pero aquello iba a cambiar, allí y en ese momento, quizá para siempre. Se deshizo de las ropas con una torpeza no exenta de encanto e inocencia. Él la miraba y sonreía, sorprendido al sentirse tan atraído por ella. Hacía ¿cuántos años que trabajaban juntos? Y nunca la había mirado bien. Ni mirado ni escuchado ni nada. Pero ahora parecía ser incapaz de fijar la vista en otra cosa que no fuera ella. 

Estaba muy lejos de ser su mujer ideal; tenía carne allí donde normalmente no la quería y podía asegurar que la ley de la gravedad ya empezaba a hacer de las suyas. Sin embargo, le parecía… perfecta. Sí, perfecta. Acogedora, dulce, amada. Un momento. ¿Amada?

Mientras ella se acercaba intentando ocultar sus defectos, él se encontró descubriendo que aquel calentón era, en realidad, la culminación de un montón de sentimientos que había intentado ignorar y, al final, le habían reventado en la cara. Se había enamorado de quién menos lo esperaba, de la única persona que jamás entró en sus planes. Se sentó en la cama, le tendió la mano y cuando ella la cogió, simplemente dijo “Te quiero”. El silencio fue atronador durante un segundo, dos, diez, hasta que ella suspiró y contestó. 

(Y hasta aquí llegaron los diez minutos de tiempo para el ejercicio. No sé qué respondió ella, quizá lo averigüe un día de éstos)

Mjo