martes, 4 de agosto de 2020

CUESTION DE SUERTE (semana 29)

Ian, a pesar de su nombre con sabor a whisky irlandés, era catalán por los cuatro costados. Había nacido en un hospital con vistas al Camp Nou y antes de soltar su primer berrido, su padre ya le había hecho socio del Barça. Oye, los amores verdaderos son así, arrebatados e incontrolables. Quiso la suerte que el niño no se desviara y acabara compartiendo grada con su orgulloso progenitor y un abuelo, muy cascado, al que la primera Champions casi despacha al otro mundo de un ataque de alegría, y celebrando títulos por obra y gracia de Don Pep Guardiola y un puñado de genios en calzón corto. Pero eso, como dice Michael Ende, es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

Ian, hijo único de familia burguesa con apellidos de mucho postín e historia, creció entre algodones y nunca tuvo que enfrentarse a un solo problema en la vida. Los que tuvo, para qué mentir, se los solucionó papá desde el despacho, con vistas al puerto, de una de las empresas que dirigía con mano de hierro. Con mamá se podía contar lo justo, era más un elemento decorativo de alto valor estético pero escaso rendimiento intelectual. El matrimonio se llevaba bien, sus amistades los consideraban un ejemplo a seguir, sobre todo porque él tenía el don de la discreción y ella vivía entre los mundos de Yupi y las tiendas de diseño de Passeig de Gràcia. Se querían como dos buenos amigos y ambos adoraban a aquel niño apacible e inteligente, que jamás levantaba la voz ni se quejaba de nada, que tenía muchos amigos (algunos sinceros, la mayoría por interés) y devoraba libros en vez de empuñar una raqueta en el club de tenis o torturar un caballo en el club de polo. Cuando cumplió los dieciocho, la fiesta en el Ritz reunió a lo más granado de la sociedad barcelonesa y a nadie se le escapó que estaban luciendo a la criatura, cual ternero en una subasta, ante los ojos de las pubillas más influyentes de la ciudad y, casi, del país. Durante generaciones,  lo que se cocía en sus casas había marcado el destino de miles de personas y no tenían intención de que eso cambiara. El amor importaba, claro, pero sobre todo cuando era por el dinero y el poder. El otro era, simplemente, un efecto secundario deseable pero no necesario.