Ana.
Anastasia, en realidad. Su madre rompió aguas después de ver en televisión la
película “Anastasia”, protagonizada por Ingrid Bergman, sobre la vida de la
supuesta única descendiente de los Romanov que sobrevivió a la masacre, y
decidió ponerle ese nombre a la criatura que, treinta y dos horas más tarde,
vino al mundo berreando a todo pulmón. Siempre dice “Podría haberme llamado
Ingrid, que es un nombre bien bonito, pero no. Ella va y me castiga a cargar
con un nombre horrendo para el resto de mi vida”. Aún no se lo ha perdonado y, a
estas alturas del partido, no creo que lo haga jamás.
Ana,
Anastasia, tiene tendencia al drama y a exagerar todo aquello que vive o
siente. Disimula, recurre al humor y la ironía para ocultar sus sentimientos, y
hay que reconocer que casi siempre tiene éxito. Poca gente sabe de las
tormentas interiores que arrastra; ni siquiera los más cercanos pueden imaginar
cuántas veces ha escondido el dolor detrás de una amplia sonrisa. Lo guarda
todo en un rincón, protegido de las miradas de propios y extraños, y casi nadie
tiene acceso. Ni siquiera ella, que sabe que atravesar esa puerta suele ser una
mala idea, atractiva pero peligrosa.