sábado, 27 de marzo de 2021

HABAS TIERNAS

Soy incapaz de pillar eso de las cosechas. Hablas con algunas personas y son capaces de recitarte, por orden alfabético, qué fruta o verdura toca en cada estación del año. Estoy segura que lo de las fresas en enero no es normal, a mí me saben a verano y otros placeres algo más perversos, pero con el resto ando a ciegas, como en otras tantas cosas. Así que cuando he ido esta mañana a la verdulería, a comprar lo necesario para preparar ensaladas y caldos vegetales, me he emocionado a ver un cesto de mimbre lleno de habas tiernas. Se me ha plantado una sonrisa en la cara y he visto, como si fuera ayer, aquellas tardes con mi abuelo, pelando las habas y mojándolas en el salero, mientras me contaba sus aventuras de infancia y juventud. Cuántas cosas se inventaría que nos creímos sin dudarlo, sólo para provocarnos la risa o el espanto. Cuántas tardes que transcurrían lentas sin necesitar nada más que esos pequeños trocitos verdes y su compañía, su risa. Su presencia, que lo llenaba todo, y no nos dimos cuenta hasta que nos faltó. 

¿Se deja de echar de menos a alguien al cabo de unos años? ¿Deja de doler su ausencia? No lo sé, no me ha pasado nunca. Sigo esperando que un día sea menos intenso y el vacío se vaya llenando poco a poco. Todavía sigo teniendo cosas que decirle y todavía se las digo, a veces, que el pobre debe estar hasta el gorro de escuchar mis penas. Quizá es porque echo de menos la inocencia de aquellos días, cuando lo único que debía preocuparme era aprobar los exámenes (algo que no pasaba) y tener amigas (que tampoco tenía).¿Cuándo dejamos de soñar y empezamos a trampear, a tropezar con la vida? Nos vamos dejando en el camino todas las ilusiones y las sustituimos por una realidad que rara vez es como la esperábamos. A veces dan ganas de bajar los brazos, rendirse, hacerse un ovillo en un rincón y dejar que se acabe todo. Qué ganas de romper el silencio y gritar a los cuatro vientos, de salir corriendo sin mirar atrás, de empezar de cero, de borrón y cuenta nueva. Hay días en que me quedo mirando un avión que cruza el cielo sobre mi cabeza y me sorprendo envidiando a los que van dentro. Hay días en los que sólo quiero huir, no sé si a otro tiempo, otro lugar u otra persona. O de mí. Se pasa pronto, he aprendido a no regalarme demasiado en los malos momentos; detrás de un día siempre viene otro y no todos son terribles y odiosos. Ya sabéis lo que dicen, también hay belleza en lo inevitable. Y si no, al menos aprendemos. ¿A qué? A apreciar lo bueno cuando viene, a agradecerlo a las personas que lo traen, a buscar sonrisas donde no las hay, a preferir sentir algo a no sentir nada en absoluto. 

Qué aburrida la gente con vidas perfectas, que son felices el 100% del tiempo. Qué aburridas y qué poco creíbles. Yo quiero terremotos que me pongan la vida patas arriba, tormentas que me empapen la piel, música que me haga bailar aunque no quiera, vientos que me revuelvan el pelo (total, despeinada siempre voy), noches que no se acaben nunca y amaneceres perezosos. Yo quiero sentir que estoy viva en todo momento, aunque duela. Al final, todas las heridas acaban curando y las cicatrices no son más que la muestra de que has sobrevivido. Todos somos luchadores, aunque no lo sepamos. 

Y sí, toda esta filosofada matutina, tan sin sentido, tan ridícula, tan pretenciosa, ha venido gracias a un puñado de habas. Dios mío, el día que me enfrente a un jamón de Jabugo o una lata de caviar beluga, ¿qué narices me saldrá? Mama, miedo...

Feliz fin de semana, gente.


Mjo

27-03-2021