Julieta
paseaba de la alcoba al balcón y del balcón a la alcoba. Llevaba así tres
horas, inquieta, asomándose por la barandilla de piedra cada vez que oía el
rumor de cascos de caballos por la calle o alguna voz se colaba por las puertas
abiertas. Seis noches ya. Romeo llevaba seis noches seguidas volviendo de
madrugada, sin excusas creíbles y apestando a furcia barata. ¿Pero qué se había
creído el Montesco ese? A ver si al final iba a tener que darle la razón a su madre,
que no dejaba de calentarle la oreja con “qué error, hija mía, con lo bien que
te habría ido con Conde París…” Y ella, erre que erre con que la dejara en paz,
que ya era mayorcita y sabía lo que hacía. Se le estaba agotando la paciencia y
no sabía él cómo se las gastaba una Capuleto enfadada. Para empezar, esa noche
su maridito del alma querido iba a dormir al raso. Así, como quién no quiere la
cosa, a ver si se iba dando cuenta de lo que iba el tema este del matrimonio.
Se levantó de la cama, encendió una vela y se acercó a la habitación del ama,
tropezando con los faldones del camisón de batista. Entró sin llamar, que para
eso era la dueña y señora. Se acercó a la cama donde la anciana dormía con la
boca abierta, lanzando unos ronquidos que hacían temblar las paredes, y la
sacudió con energía hasta despertarla.
- ¿Ya es de día? – preguntó, sobresaltada.
-
No, pero necesito que transmitas mis órdenes a la guardia – contestó Julieta,
apartándose el largo pelo de la cara y haciendo esfuerzos por subirse a la
cama-. Dios del Cielo, ¿ha sido siempre tan alta esta cama?
-
Da la vuelta, las escaleras están en el otro lado – replicó el ama entre dos
bostezos-. ¿Se puede saber qué pasa?
-
Que Romeo todavía no ha vuelto, eso pasa, y me tiene ya hasta la coronilla –
contestó, con el ceño fruncido-. No hace ni seis meses que nos casamos y ya me
está haciendo el salto. Pues se ha acabado la tontería, esta noche no entra en
casa porque a mí no me da la gana y se acabó.
-
Me parece muy bien. ¿Y cómo piensas evitarlo, si se puede saber? Recuerda que
la casa es suya.
-
La casa será suya pero aquí mando yo. Dile a la guardia que cierren todas las
puertas con llave y las atranquen como si fuéramos a sufrir un asedio. Que
doblen la vigilancia y le cierren el paso en cuanto aparezca y no le permitan
entrar hasta que las campanas de la iglesia den las ocho de la mañana.
-
Pero chiquilla, que está helando en la calle… Mira que tu pataleta le va a
costar una pulmonía y no tienes ni idea de cómo son los hombres cuando están
enfermos.
-
¡Me importa un pito! – exclamó Julieta.
-
Claro que sí, bonita, como no te tocará a ti ir y venir atendiendo sus
caprichos ni escuchar sus “¡Dios mío, ten piedad, acaba con esta agonía de una
vez! ¡Me muero!” cada vez que tosa…
-
Pero vamos a ver, ama, ¿de parte de quién estás? ¿A quién has criado tú, a mí o
al mastuerzo con el que me fui a casar?- Julieta, que había estado dando
vueltas al pie de la cama, arrastrando el camisón demasiado grande para su
menuda figura, frenó de golpe y se cruzó de brazos.
-
De la tuya, niña, de la tuya siempre… - respondió el ama, conciliadora.
-
¡Pues arreando, que ya vamos tarde! A este paso, Romeo estará de vuelta en su
cama antes de que tú salgas de esta cámara.