El jaleo de los días de feria ya se oía a un kilómetro del
pueblo. Si tenías el olfato fino, también llegaban hasta ti los olores a
fritanga y, algo por debajo de la superficie, el regusto a vino peleón de los
puestos de comida. La gente, vestida de domingo, se dirigía a la plaza, donde
una orquesta de quinta fila afinaba sus instrumentos para amenizar la velada.
Todavía no se había puesto el sol y los mosquitos ya empezaban su baile
infernal.
A Marisa le daba la vida ese ambiente exaltado. En esos
cuatro días, nadie se acordaba de problemas o penas y todos eran amables o,
como mínimo, simpáticos con todos. Cuando se acababa la fiesta, la vida volvía
a la normalidad y los vecinos se miraban con recelo, los cuchicheos regresaban
a todas las esquinas, los ricos sólo se codeaban con los ricos y los pobres
recuperaban la lucha por sobrevivir. Pero esa pausa, esas noventa y seis horas,
compensaban todo un año de penurias y estrecheces.
Estrenaba los dos vestidos
que había cosido, después de volver del campo, limpiar la cocina y acostar a
sus hermanos pequeños. Se arreglaba el pelo, se pintaba los labios, se ponía
unas gotitas de perfume y se calzaba los zapatos que había lustrado con esmero
para que nadie notara las rozaduras del tiempo. Y bailaba. Bailaba toda la
noche, hasta que le dolían los pies y el mareo le hacía olvidar las penas. Y se
reía a carcajadas con sus amigas, al sentir sobre su piel las miradas de los
mozos más apuestos del pueblo, que parecían repartirse las presas como si de
una partida de caza se tratara. No acabaría con ninguno, valía más que ellos,
pero jugaba con todos con un gato con un ratón despistado. Se dejaba admirar,
incluso querer, sin traspasar jamás la línea de la decencia. Aspiraba a más y
sabía que su destino no estaba allí, en aquella plaza empedrada donde una banda
de mala muerte destrozaba canciones hasta que salía el sol.