domingo, 27 de septiembre de 2015

PASADO Y PRESENTE

El antiguo edificio aguantaba con dignidad el azote del tiempo. Habían pasado años, decenas de estaciones de frío y calor, desde que el establecimiento cerró sus puertas al público y se entregó al olvido y el abandono. a pesar de todo, se mantenía en pie, orgulloso como el día de su inauguración pero infinitamente más triste y solitario. Algunas ventanas, en los pisos superiores, todavía conservaban los cristales y los elegantes azulejos que las enmarcaban aún brillaban. Algo desdibujados, es cierto, pero casi intactos y espléndidos como el primer día. 

El parque que rodeaba las instalaciones ya no invitaba a un paseo relajante o a sentarse a contemplar la puesta de sol en la pérgola frente al mar. La perfecta simetría de los senderos, la belleza de los parterres de flores exóticas había dado paso a una caótica y hermosa composición sin orden ni concierto, donde cientos de gatos nacían y morían sin contacto con el mundo exterior. 

La apertura fue noticia de primera página incluso fuera del país. Durante años, fue considerado como el hotel más lujoso del continente, pensado única y exclusivamente para ofrecer todo lo que la realeza, de sangre azul o de dinero, pudiera desear. Sábanas de satén y seda, cristalería de Bohemia, cubertería de oro y plata, obras de arte famosas en las paredes, una bodega de vino que valía millones y el servicio más complaciente y exquisito que se pudiera imaginar. El Côte d'Azur era un paraíso terrenal donde cualquier capricho podía ser satisfecho sin importar la hora. ¿Champán frances? Elija la bodega. ¿Un modelo exclusivo para la fiesta de aquella misma noche? Sólo especifique color y talla. ¿Putas caras y drogas duras? En media hora lo tendrá a su disposición. ¿Deshacerse de un cadáver y eliminar todo rastro del suceso en la Suite Royale? Déjelo en nuestras manos, sabemos qué hay que hacer y, por supuesto, cuente con nuestra discreción y lealtad absoluta. Con dinero, hasta la absolución divina podía obtenerse. Y dinero, en abundancia, era algo de lo que sus clientes disponían. 

Un buen día, al principio de una primavera particularmente prometedora, el último cliente salió por la puerta, se subió a un coche cargado hasta arriba de maletas y sombrereras, y se fue para no volver más. Unos meses más tarde, el hotel fue oficialmente clausurado sin ofrecer ninguna explicación. Hubo muchos rumores, algunos basados en hechos más o menos reales y otros inventados por la maledicencia popular. La verdad auténtica sólo la sabían el último director, un inglés estirado con un pasado algo confuso, y la única heredera del fundador. Ninguno de ellos alcanzó jamás a revelarla, sobre todo porque no vivieron el tiempo suficiente para plantearse siquiera la posibilidad de hacerlo. 

El director, que respondía al pomposo nombre de Saint John Gladstone y aseguraba descender de la familia real inglesa por parte de madre, apareció desnudo y cosido a puñaladas en la plaza del pueblo. Colgaba de su estilizado cuello un cartel con la palabra "mentiroso" escrito en sangre con letra rudimentaria. Nunca encontraron al culpable o culpables aunque se comentaba, en voz baja y en pequeños corrillos a la salida de misa, que un grupo de maridos, hartos de aguantar sus cornadas, decidieron eliminarlo de sus vidas para siempre. Las malas lenguas cuentan que sus atributos masculinos, mucho menos espectaculares de lo que él presumía, y sus manos, que obraban milagros en las mujeres, sirvieron de alimento a los cerdos del bodeguero. Su mujer jamás superó la pena ni volvió a recibirlo en su cama.

En cuanto a la heredera, que había dejado muy atrás su juventud y respondía al nombre de Luz Divina, tuvo un final mucho más interesante. Conocida por una religiosidad rayana con la obsesión y la locura, se dio al vicio en cuanto dejó de tener obligaciones sociales. Dilapidó su enorme fortuna en una bacanal continua de sexo, drogas, alcohol y rituales paganos. Apenas dos meses después de cerrar el hotel, murió entre los brazos de dos fornidos mulatos llegados de las Antillas, capaces de arrastrar a la perdición, con su virilidad caribeña, hasta a la virgen más pudorosa del mundo. Ambos se hicieron humo en cuanto descubrieron que ha ilustre dama no tenía nada que legar. La enterraron fuera del cementerio, ya que el párroco se negó a admitir en suelo consagrado a semejante pecadora, en una tumba tan anónima y modesta que ni siquiera tenía un número que la identificara. Años más tarde, sacaron todos los restos de aquel rincón y los trasladaron a un osario decente al otro lado del pueblo. Todos menos los de la frágil, aunque petarda, Luz Divina porque su ubicación había quedado relegada al olvido mucho tiempo atrás. Arrasaron el lugar y sobre el solar construyeron un moderno edificio de oficinas, borrando todo rastro de su paso por el mundo. O quizá no... Dicen que las luces se encienden y apagan solas, los grifos y ascensores se activan sin que nadie intervenga y las puertas se abren y cierran sin que ninguna persona entre o salga. Algunos empleados aseguran, además, que una mujer algo mayor, vestida con un antiguo vestido de seda y encajes, vaga por los pasillos musitando oraciones, a ratos sollozando y a ratos riendo a carcajadas. 

Ya nadie queda para recordar aquellos días de dorado esplendor, de vino, rosas y diamantes. La tristeza que vino después, cuando el país se tiñó de sangre y en las casas había más odio que pan, borró todo rastro y tan solo el majestuoso edificio y algunos periódicos amarillentos dan fe de que fueron reales, que el hotel y sus huéspedes de oro y cristal fueron algo más que vidas gastadas entre algodones. Existieron y, en cierto modo, existirán siempre. Es posible que todavía vivan en el hotel, en una especie de dimensión paralela que no podemos ver salvo en contadas ocasiones, que sigan entrando y saliendo huéspedes y el champán corra sin cesar durante las fiestas interminables, mientras nosotros nos lamentamos por la historia perdida. De ser así, me pregunto qué les parecerá que el hotel vaya a convertirse en apartamentos y a llenarse de familias y personas solas que llevaran, además de todas sus pertenencias, todo un arsenal de alegrías y desgracias capaces de remover la tierra. ¿Encontrarán la manera de convivir o defenderán su reino detenido en el tiempo? Se avecina una época de lo más excitante...


Mjo

DE LA MEMORIA ESCRITA

Al otro lado de la frontera, la libertad. A éste, todo cuanto le importaba: su familia, su casa, su pequeño país encantado de sol y sombras, su historia... Probablemente, la muerte contra la tapia de cualquier cementerio. Marcharse, huir, cruzar la línea podía significar vivir un día más, una semana, un año o toda una vida llena de aquello con lo que tanto soñaba. Pero ¿sería ella la que viviera o tan solo un espectro con su nombre?

Se envolvió con el abrigo, tratando de calentarse un poco bajo el frío glacial de aquel invierno que helaba las montañas y los corazones. Lloraba, sin darse cuenta, sentada en el estribo de un carro lleno de almas en pena, sin hacer ruido y sin mirar a nadie. Nadie miraba a nadie ni atrás ni a los lados. Al frente, sólo al frente, a aquella barrera pintada de rojo y blanco que marcaba su antes y su después. 

Otro país, otras costumbres, otro idioma. Otro mundo que no era el suyo. Otra ella, viva y luchadora como siempre lo había sido, más sola quizá. O quizá no. Eran cientos, miles los que andaban su mismo camino sin retorno. Entre todos podrían construir un futuro más limpio, digno de su lucha y de ser vivido sin miedo. Atrás, tan lejos en el tiempo y la distancia, quedaban sólo los vacíos y las grietas. Los muertos, como su padre, que cayó en el frente al poco de empezar la guerra. Ni siquiera sabía dónde estaba enterrado; en la locura de esos días se perdieron muchos muertos sin nombre. O como sus hermanos pequeños, que no corrieron lo suficientemente rápido y los bombardeos se los llevaron sin dejar rastro. Y su madre, que andaba muerta en vida, extraviada en los días luminosos del verano, cuando su marido le calentaba los huesos por las noches y su hijos llenaban las horas de risas y juegos. A ella no la reconocía; a veces la confundía con su abuela, a veces con su hermana monja y, a veces, sólo miraba a través suyo, como si su cuerpo fuera de aire y ni siquiera pudiera verla. Debería haberla dejado atrás, abandonar la carga a un lado del camino y olvidarse de que existía, igual que ella había sido olvidada sin misericordia, pero no fue capaz. Perdida la casa, la familia y la esperanza, aquella mujer despeinada y temblorosa era lo único que le quedaba en el mundo. Si la perdía, más le valdría tumbarse bajo un pino y dejarse morir. 

No, se dijo, limpiándose las lágrimas a manotazos, yo no voy a dejarme vencer sin presentar batalla. Quizá me expulsen, me hagan huir a ciegas buscando una salida que bien podría ser falsa, pero no agacharé la cabeza. Ganarán pero, en el fondo, la victoria es mía. Cada mañana que vea salir el sol será un triunfo y acabaré volviendo, entera y libre. Y entonces diré mi nombre, el de mi padre y mis hermanos, el de mi madre, y nadie podrá callarme porque habré ganado. 

Sólo que al otro lado no le esperaba la libertad ni la vida, sino un campo de reclusión al borde del mar, azotado por el viento y la lluvia, donde el hambre era el pan nuestro de cada día y las enfermedades se movían rápido. No había día sin muerto que lamentar ni lamento que se pudiera silenciar. El mismo fantasma que les obligó a dejarlo todo les había seguido la pista por los caminos de la desolación y les hizo pagar todos los pecados: aquellos por los que eran culpables y los que jamás cometieron. No hubo justicia ni piedad, tan solo abandono y tristeza.

Su madre, protegida en su desvarío, apenas se dio cuenta de nada y, poco a poco, se fue apagando como una vela vieja. Sonrió hasta el último momento, cuando la locura pareció apiadarse de ella y le devolvió la capacidad para renococerla. "Elena, hija mía, te he estado buscando. ¿Dónde estabas?" susurró, aliviada. "De viaje, madre, pero he vuelto para quedarme con usted". Le acarició la cara y se durmió tranquila. Al despuntar el alba, los guardias que hacían recueto de los refugiados comprobaron que había muerto hacía horas y se la llevaron sin dar más explicaciones que un bofetón en la cara y una amenaza ladrada en su mal español. Elena se tragó las lágrimas y el orgullo, les siguió hasta las alambradas y allí se quedó, aferrada al metal helado, hasta que el camión donde tiraron su cuerpo desapareció en un recodo del camino. Entonces gritó, tan alto y tan largo que al otro lado de la frontera pudieron escucharla, y lloró las penas que durante tanto tiempo se había callado. No volvió a hacerlo hasta cincuenta años más tarde, cuando yo, su nieta, le conté que estaba estudiando su guerra en el colegio y le pedí que me contara cualquier cosa que fuera capaz de recordar. 

Ayer los médicos nos dijeron que Elena sufre de Alzheimer, que todos sus recuerdos se van borrando como si fueran tinta sobre papel mojado, pero no es cierto porque yo los conservo en la memoria, tal y como ella me los entregó, día tras día, en el verano más revelador de mi vida. Cada noche, antes de irme a dormir, los puse por escrito para que nada se perdiera. Esas páginas, a ratos luminosas y a ratos oscuras, son ahora mi mayor tesoro. Quizá Elena se vaya perdiendo pero jamás la perderemos a ella. 


Mjo