martes, 10 de septiembre de 2019

DOLORS

Dolors se miró al espejo y a duras penas se reconoció bajo la espesa capa de maquillaje. Vestida con un corpiño de terciopelo rojo que le oprimía las costillas y convertía sus pechos en dos tentaciones de carne sonrosada, unos calzones de seda negra, liguero de encaje y medias con costura, subida a unos zapatos de tacón atados al tobillo con un lazo de satén y peinada con un moño coronado con una rosa blanca, parecía una cortesana escapada de aquellos libros que a veces leía a escondidas. Pensó en su madre y se mordió el labio inferior; a la pobre le daría un soponcio si la viera de esa guisa. 

Eternamente vestida de negro, viuda joven casada en segundas nupcias con el sacristán de la iglesia del pueblo, el único hombre que se atrevió a cargar con su amargura y sus hijos. Su madre, tan de misa ella, tan de comunión diaria y confesión semanal, tan de camisa abotonada hasta el cuello, la falda un palmo por debajo de la rodilla como poco y no cruces las piernas al sentarte que así no se sientan las mujeres decentes, no mires de reojo que van a pensar que buscas halagos, no sonrías tanto que pareces una fresca, camina con los ojos pegados en el suelo y  no dejes que te hablen, que te miren, que te toquen, que te rocen siquiera y, por el amor de Dios, ¡que nadie te bese jamás! No pienses. No sientas. ¡No vivas!

Cerró los ojos y sacudió la cabeza para alejar los malos recuerdos. Había recorrido un largo camino, lleno de errores, escaso de aciertos, y sabía que en cuanto saliera de la habitación, no habría vuelta atrás. Por un momento se sintió tentada de quitarse el disfraz que llevaba, lavarse la cara, recuperar sus viejas ropas y regresar al pueblo pero no podía hacerlo. ¿Quién quedaba allí para recibirla, qué le esperaba? Nadie. A la guerra le siguió la miseria que arrasó con lo poco que le quedaba. Respiró hondo, parpadeó para ahuyentar las lágrimas y que empujó a todos sus fantasmas al rincón más oscuro de su memoria. Olió todas las botellitas de perfume que había sobre el tocador, eligió el menos pesado y se puso unas gotas detrás de las orejas, en las muñecas y entre los pechos. En un rapto de inspiración, también en la entrepierna. Por si acaso. Se miró por última vez en el espejo, inventó una sonrisa seductora, respiró hondo y salió de la habitación.

Todavía insegura sobre los zapatos de tacón y con el corazón latiendo descontrolado, bajó despacio las escaleras que llevaban al salón, del que salían música y risas. Las imponentes puertas del salón estaba entreabiertas. Se acercó con cuidado para no ser vista y espiar qué había al otro lado. Un paso dentro de esa habitación y ya no habría vuelta atrás. Estaba decidida a hacerlo, no le quedaba más remedio, pero quería hacerse una idea de lo que le esperaba al otro lado. Y se sorprendió. Esperaba una escena de depravación y no vio nada de eso. En los amplios sofás, alrededor de las coquetas mesas redondas cubiertas con ricas telas de brocados y encajes y, caminando de un lado al otro de la estancia, señores vestidos con trajes hechos a medida y chicas tan escasas de ropa como ella compartían una copa de licor o una animada conversación. La luz de las velas iluminaba tenuemente algunos rincones, donde quizá la actividad se volvía algo más... íntima pero parecía ser más una reunión de intelectuales que una tapadera para el vicio y la lujuria.


- ¿Ve algo que le guste, señorita? - una voz masculina a sus espaldas, profunda y con un leve tono de diversión, sonó sobre su hombro, provocándole un sobresalto. Se le escapó un grito y, al dar un paso atrás, se tambaleó sobre los tacones y aterrizó en sus brazos-. Discúlpeme, no quería asustarla.

Debería haberle contestado pero no fue capaz. Levantó la mirada y se encontró con unos ojos oscuros rodeados de pequeñas arrugas, un bigote perfectamente recortado y, debajo, una sonrisa juguetona que fue creciendo según la repasaba. Sus manos, grandes, apretaron su cintura más de lo necesario antes de empezar su camino de descenso hacia su trasero. No llegaron. Dolors, la antigua Dolors, la que había aprendido que ningún hombre debía tocarla hasta después del matrimonio, reaccionó asestándole una sonora bofetada de la que se arrepintió al instante.

- Dios mío, lo siento, señor. ¡Lo siento mucho! - dijo retrocediendo un par de pasos. El hombre se acariciaba la mejilla que empezaba a enrojecer y alzó una ceja en muda interrogación-. Yo... no quería hacer eso, por favor, no se lo diga a nadie.

- Eres nueva... - le contestó mirándola de arriba abajo. Parecía estar comprobando si valía la pena no quejarse o qué podría pedir a cambio de su silencio. Dolors asintió, levantando la barbilla como desafío mientras se retorcía las manos de puro nervio-. Hum… no diré nada, sé lo que podría pasarte si se lo cuento a la señora y por nada del mundo querría perderme...

- ¿Qué no querría perderse, señor?

- El placer de estrenarte, niña... - Alargó la mano y le rozó la mejilla, se detuvo un instante en los labios y bajó hasta el nacimiento de sus pechos, donde se entretuvo en acariciarlos justo por encima de la línea del corset. Dolors retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared. El desconocido se acercó a ella y le cerró cualquier oportunidad de huida. Se apretó contra su cuerpo y acercó la boca a su oído. Dolors cerró los ojos y se mordió los labios para no gritar, esperando un ataque que no se produjo. Notaba el aliento del hombre deslizarse sobre su cuello, caliente y húmedo, y se le erizó la piel-. Hueles muy bien. Estoy seguro que sabrás todavía mejor.

Le dio un beso suave en el hueco de la clavícula y, después de una última caricia atrevida, se alejó. Se pasó las manos por el pelo, se miró en el espejo y entró en el salón con paso tranquilo. Pasados unos segundos, cuando volvió a respirar con cierta normalidad y dejaron de temblarle las piernas, ella le siguió con la vista clavada en el suelo para no tropezar con ninguna de las alfombras que cubrían el suelo.

Mjo