La mañana se les
fue haciendo cola; de los autos de choque, insípidos sin las
canciones de Camela ni el olor a porro de sus fiestas mayores,
pasaron a la noria, donde Nerea dejó definitivamente olvidado el
miedo absurdo de sus seis o siete años.De ahí pasaron al
avión que volaba hacia ninguna parte. La hora y media de espera se
tradujo en tres vueltas a paso de tortuga a bordo de un aparato
venerable que pronto cumpliría cien años. A Éric no le produjo
nada, pero Nerea se sintió transportada a otro tiempo, a otro lugar,
a la piel de una espía legendaria que cruzaba fronteras para vender
sus secretos al mejor postor. Cuando bajaron, ella feliz y él
quejándose de que ahí dentro olía muy raro, se les había
echado encima la hora de comer y decidieron hacer una pausa para comer.