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¿Es esta entonces una historia de amor o de guerra?
Fermín
se encogió de hombros.
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¿Cuál es la diferencia?
(Carlos
Ruiz Zafón – “El laberinto de los espíritus”)
Bordeaba los quince años cuando me enfrenté a la
existencia de una especie extraña llamada “niña” y descubrí que, en contra de
lo que decían mis compañeros, servían para algo más que para meterse en
problemas, tirarles de las trenzas y asustarlas con narraciones de muertos y
aparecidos. Bendita, o maldita, inocencia la mía. Huérfano desde los tres años,
había pasado mi vida encerrado en un colegio de curas, donde los días
transcurrían lentos entre rezos y lecciones. Si era o no aburrido, no sabría
decirlo porque era lo único que yo conocía. Sólo salía para las celebraciones
de Semana Santa y Navidad en la Catedral o para hacer alguna visita cultural a
un museo, siempre bajo la atenta mirada de halcón justiciero del padre Gerard,
famoso por su verbo suelto y su mano, más suelta todavía. A día de hoy, tengo
el dudoso honor de lucir una cicatriz en la frente, gentileza de su puntería a
la hora de arrojar el borrador, sin previo aviso, en mitad de una frase. Nunca
fallaba ni pedía perdón.
La mayoría de alumnos tenían familia y disfrutaban
de fines de semana y vacaciones fuera de aquellas paredes grises que rezumaban
humedad e historia. El domingo por la tarde, o a principios de septiembre, regresaban
explicando cuentos, entre terroríficos e hilarantes, sobre hermanas, menores o
mayores, cuyo único propósito era amargarles la vida. Hablaban también de
maravillas como fiestas de cumpleaños, excursiones al zoo, veranos en la playa,
inviernos en la nieve y, sobre todo, padres y madres que se preocupaban por
ellos. Yo, que carecía de una familia, amorosa o no, que quisiera recibirme de
vez en cuando y enseñarme el mundo más allá de los muros del colegio, los
envidiaba.