martes, 12 de enero de 2021

SIN MIEDO A NADA (Semana 52 y fin)

 

- ¿Es esta entonces una historia de amor o de guerra?

Fermín se encogió de hombros.

- ¿Cuál es la diferencia?

(Carlos Ruiz Zafón – “El laberinto de los espíritus”)

 

 

Bordeaba los quince años cuando me enfrenté a la existencia de una especie extraña llamada “niña” y descubrí que, en contra de lo que decían mis compañeros, servían para algo más que para meterse en problemas, tirarles de las trenzas y asustarlas con narraciones de muertos y aparecidos. Bendita, o maldita, inocencia la mía. Huérfano desde los tres años, había pasado mi vida encerrado en un colegio de curas, donde los días transcurrían lentos entre rezos y lecciones. Si era o no aburrido, no sabría decirlo porque era lo único que yo conocía. Sólo salía para las celebraciones de Semana Santa y Navidad en la Catedral o para hacer alguna visita cultural a un museo, siempre bajo la atenta mirada de halcón justiciero del padre Gerard, famoso por su verbo suelto y su mano, más suelta todavía. A día de hoy, tengo el dudoso honor de lucir una cicatriz en la frente, gentileza de su puntería a la hora de arrojar el borrador, sin previo aviso, en mitad de una frase. Nunca fallaba ni pedía perdón.

La mayoría de alumnos tenían familia y disfrutaban de fines de semana y vacaciones fuera de aquellas paredes grises que rezumaban humedad e historia. El domingo por la tarde, o a principios de septiembre, regresaban explicando cuentos, entre terroríficos e hilarantes, sobre hermanas, menores o mayores, cuyo único propósito era amargarles la vida. Hablaban también de maravillas como fiestas de cumpleaños, excursiones al zoo, veranos en la playa, inviernos en la nieve y, sobre todo, padres y madres que se preocupaban por ellos. Yo, que carecía de una familia, amorosa o no, que quisiera recibirme de vez en cuando y enseñarme el mundo más allá de los muros del colegio, los envidiaba.