Un
par de meses más tarde, regresé al escenario del crimen para comprobar si
quedaba algún rastro del delito. Reconocí el lugar y a los sospechosos
habituales, que seguían estando justo donde los dejé la última vez. A primera
vista, poco o nada había cambiado. Tú seguías siendo tú, yo seguía siendo, más
o menos, yo. Sin embargo mis ojos, entrenados por la costumbre de observarnos,
detectaron la sutil diferencia que a cualquier extraño se le pasaría por alto:
faltaba el factor nosotros. Ya no existía, al menos no en la forma que recordaba,
y ese hueco lo cambiaba todo. A ti, a mí y, sobre todo, a la historia que
vendría después de esa tarde.
En
cierta manera, había esperado que eso ocurriera pero no contaba con mi
reacción. Si alguien me hubiera preguntado, la respuesta habría sido “me
destrozará de nuevo, justo ahora que empezaba a recuperarme”. Me equivocaba. No
daba saltos de alegría, supongo que algún rincón de mi todavía sobrevivía la esperanza en
recuperarnos, pero ser capaces de hablar sin reproches, sonreír a nuestras
bromas y mantener la cabeza (y el corazón) en su sitio era lo correcto. Hay
amores que matan, hay amores que mueren y hay amores que se transforman para
convertirse en amistad. El nuestro debió ser de los terceros y lo prefiero así.
Saliste
de la nada, entraste en mi vida y, durante cinco meses y medio, la pusiste
patas arriba de tal manera que ya nada volverá a ser igual. Yo tampoco. Contigo aprendí lo que significa querer de verdad, no sólo en los
buenos momentos. Fuiste el primero en decirme “Te quiero” sin que sonara a
soneto rancio o al ardor de un instante. Pusiste sal y pimienta en mis días y
pintaste de colores mis noches. Te quise y me quisiste. A partir de ahora, lo
haremos de otra manera y puede ser igual de bueno. Incluso mejor.
Volví
al escenario del crimen buscando respuesta a esta sensación de no haber cerrado
nuestra historia y la encontré. El caso se ha resuelto.
Mjo
06-04-16