viernes, 28 de agosto de 2020

SEPTIEMBRE


Hay algo en el cielo, antes de una tormenta o de que llegue la lluvia, tan deseada, extraña, fuera de lugar y, al mismo tiempo, tan dueña de todo... Hay algo en esa especie de calma tensa, en el aire cargado de electricidad que precede al primer estallido de luz y al sonido del trueno que marcará el sendero a los que seguirán. Hay algo en mí que encaja con ese ambiente.

Me fundo con el color metálico de las nubes que se van hinchando, me escondo detrás de las temperaturas que descienden y provocan estremecimientos, a medio camino entre el placer y el miedo, en la piel demasiado expuesta, que todavía huele a verano, a sol, a sal, a arena de playa, a piedras de río, a sueños y, a veces, a recuerdos y olvidos. Desaparezco y me vuelvo primitiva, antigua, instintiva. Huelo el agua en cada ráfaga de viento, dejo que me llene de vida y deseo, me enciendo, me abro y me vacío, me trago las ganas de reír, llorar, gritar a todo pulmón. Invoco fuerzas que no puedo ver, pero  las intuyo, y dejo que ejerzan su magia, que actúe la bruja que, quizá, una vez fui,  y me rindo a la vida. 

¿No lo sientes? ¿De verdad que no lo sientes? 

Vuelve septiembre. Vuelvo yo.


Mjo





domingo, 16 de agosto de 2020

ABUELAS (semana 31)


La señora Consuelo carga con ochenta y siete años a las espaldas y asegura sentir todos y cada uno de ellos sobre las piernas. Tiene el pelo blanco, la mirada limpia y la risa ronca y rápida. Vive sola, detrás de la iglesia, en una casa demasiado grande, donde los recuerdos van y vienen por los pasillos y le enredan el sueño. Su marido, Dios lo tenga en Su Gloria o donde le convenga, había muerto quince años atrás. Le pilló tan de sorpresa, tan con la guardia baja, que todavía espera verle entrar por la puerta del comedor, limpiándose el sudor de la frente y preguntando, a voz de grito, que dónde está su cena. Aquel hombre, que tantas noches en blanco le había dado, parecía resistirse a largarse con viento fresco y dejarla vivir en paz. “Qué castigo eres, Antonio, que ni estando muerto me libro de ti”, decía cuando, a veces y de reojo, percibía su sombra vigilante deslizándose por las paredes.

Doña Paquita, que había nacido el mismo día que acababa la Guerra Civil, vivía justo enfrente. Acompañaba su vejez con un gato naranja, tuerto y arisco, y la  más pequeña de sus hijas, que quiso ser artista y sólo consiguió convertirse en madre soltera. Se le rompieron los sueños en cuanto la criatura dio la primera patada y el padre, casado y con cinco hijos, se hizo humo. Regresó al pueblo con la frente alta y el orgullo herido, para parir, sacrificarse, ser casi santa y mártir, porque le había cogido miedo a la vida. La nieta nació rebelde y antes de cumplir los diecisiete, cogió un tren y se perdió de vista. Ahora vive en New York, escribe cartas plagadas de “darling”, “you know” y “so happy” y cría a dos mocosos de piel morena con el pelo ensortijado y las sonrisas más hermosas del mundo. Siempre dice que se ofrece a pagarles el viaje para que vayan a verla y a conocer a sus hijos y ellas, recurriendo a las mentiras piadosas, juran que irán el próximo verano, las navidades siguientes, cuando deje de hacer tanto frío, antes de que apriete el calor. No pasará nunca y lo saben.

martes, 11 de agosto de 2020

VOYEUR (Semana 30)

Adriana tiene una rutina que sigue, casi al pie de la letra, cada día y a mí me encanta ser testigo de ella. La primera alarma de la mañana suena a las 6:30. Mientras Piotta canta su oda a Roma y los “7 vici capitale”, ella se da la vuelta y, sin abrir los ojos, tantea en la mesita de noche hasta que localiza el móvil y pulsa el botón para silenciarlo. Lo deja sobre la almohada y vuelve a quedarse inmóvil, de lado, hasta que suena la segunda y última alarma, a las siete en punto, y Exili a Elba le cuenta lo de las “Paraules d’una dona sàvia”. Adriana lo apaga antes de que llegue al estribillo y gimotea un poco, se da la vuelta y, a regañadientes, saca los pies de la cama y los pone en el suelo. Empieza entonces su pequeño ritual matutino, que incluye meter los pies en las zapatillas, desperezarse hasta que le crujen todas las vértebras, recogerse el pelo en una coleta desordenada, ponerse la camiseta, restregarse los ojos hasta casi hacerse daño y, por fin, levantarse y caminar hasta las escaleras que llevan al comedor para bajarlas entre bostezos.

Antes que nada, sube las persianas de la terraza y guiña los ojos ante la luz del sol. A esas horas de la mañana, el aire que entra es fresquito y se le pone la piel de gallina, así que cierra la puerta corredera de la derecha y deja abierta, solo un palmo, la de la izquierda. Va al lavabo y cuando vuelve, se enfrenta a la cocina para decidir qué desayuna. Un día pan con tomate y embutido, otro día yogur griego con cereales y frutos rojos, según la inspiración del momento o lo que la báscula, traidora, le haya dicho al pesarse unos minutos atrás. Lo que no le falta nunca, ni en los peores momentos, es una taza de café. Durante la semana, de esos de cápsulas; los fines de semana, de cafetera de las de toda la vida no sólo porque tiene más tiempo para saborearlo sino por el aroma que se queda flotando en el ambiente.

martes, 4 de agosto de 2020

CUESTION DE SUERTE (semana 29)

Ian, a pesar de su nombre con sabor a whisky irlandés, era catalán por los cuatro costados. Había nacido en un hospital con vistas al Camp Nou y antes de soltar su primer berrido, su padre ya le había hecho socio del Barça. Oye, los amores verdaderos son así, arrebatados e incontrolables. Quiso la suerte que el niño no se desviara y acabara compartiendo grada con su orgulloso progenitor y un abuelo, muy cascado, al que la primera Champions casi despacha al otro mundo de un ataque de alegría, y celebrando títulos por obra y gracia de Don Pep Guardiola y un puñado de genios en calzón corto. Pero eso, como dice Michael Ende, es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

Ian, hijo único de familia burguesa con apellidos de mucho postín e historia, creció entre algodones y nunca tuvo que enfrentarse a un solo problema en la vida. Los que tuvo, para qué mentir, se los solucionó papá desde el despacho, con vistas al puerto, de una de las empresas que dirigía con mano de hierro. Con mamá se podía contar lo justo, era más un elemento decorativo de alto valor estético pero escaso rendimiento intelectual. El matrimonio se llevaba bien, sus amistades los consideraban un ejemplo a seguir, sobre todo porque él tenía el don de la discreción y ella vivía entre los mundos de Yupi y las tiendas de diseño de Passeig de Gràcia. Se querían como dos buenos amigos y ambos adoraban a aquel niño apacible e inteligente, que jamás levantaba la voz ni se quejaba de nada, que tenía muchos amigos (algunos sinceros, la mayoría por interés) y devoraba libros en vez de empuñar una raqueta en el club de tenis o torturar un caballo en el club de polo. Cuando cumplió los dieciocho, la fiesta en el Ritz reunió a lo más granado de la sociedad barcelonesa y a nadie se le escapó que estaban luciendo a la criatura, cual ternero en una subasta, ante los ojos de las pubillas más influyentes de la ciudad y, casi, del país. Durante generaciones,  lo que se cocía en sus casas había marcado el destino de miles de personas y no tenían intención de que eso cambiara. El amor importaba, claro, pero sobre todo cuando era por el dinero y el poder. El otro era, simplemente, un efecto secundario deseable pero no necesario.