Calle Craywinckel, número 239. De aquí al lado, en
la esquina con República Argentina, sale el tranvía que va hasta el Casino de
L’Arrrabassada. Puedes hacer el trayecto en tu coche particular, por supuesto,
o bien en uno de los automóviles que, en el corazón de la ciudad, el mismo
Casino pone a disposición de sus clientes y que hacen viajes desde las nueve y
media de la mañana hasta las diez en punto de la noche. Para muchos de
nosotros, es aquí donde comienza la diversión. Digamos que es una especie de
calentamiento, de ensayo general de todo lo que vendrá después. Música, chicas
con ganas de pasarlo bien y juegos de mesa con apuestas muy limitadas, porque
no conviene gastar antes de tiempo. No es un sitio peligroso, aquí no hay perversión
o vicio; aunque parezca mentira, la gente se comporta como Dios manda... hasta
que atravesamos la frontera, empezamos a subir y dejamos de hacerlo. Es como
si, en alguna curva del camino, cambiásemos de piel y quedara detrás,
abandonada, la persona que somos mientras luce el sol. Aparecen, entonces, unos
personajes oscuros y extraños que camina y hablan como nosotros, pero actúan de
una manera completamente diferente. Cuando vuelvo a la ciudad, cuando despierto
después de dormir lo poco que queda de noche, siempre tengo miedo de que quede
demasiado de él, de ese otro que hace cosas que prefiero no recordar, y si
llegará el día en el que yo, el “yo” que todos conocen, quieren y, lo más
importante, respetan, desaparecerá. Y cuando eso ocurra, si es que ocurre,
¿quién seré? ¿Cuál será mi mundo¿ ¿Este en el que vivo día a día, rodeado de
luz y paz, o aquel en el que soy feliz, en la oscuridad, donde el dolor y la
pérdida no son más que una carta equivocada en la mesa o la bolita que se para
en el agujero equivocado de la ruleta? Se parece demasiado a la vida y al amor;
siempre juegas sin saber si ganarás o perderás.