Doña
Paquita, que había nacido el mismo día que acababa la Guerra Civil, vivía justo
enfrente. Acompañaba su vejez con un gato naranja, tuerto y arisco, y la más
pequeña de sus hijas, que quiso ser artista y sólo consiguió convertirse en
madre soltera. Se le rompieron los sueños en cuanto la criatura dio la primera
patada y el padre, casado y con cinco hijos, se hizo humo. Regresó al pueblo con
la frente alta y el orgullo herido, para parir, sacrificarse, ser casi santa y mártir,
porque le había cogido miedo a la vida. La nieta nació rebelde y antes de
cumplir los diecisiete, cogió un tren y se perdió de vista. Ahora vive en New
York, escribe cartas plagadas de “darling”, “you know” y “so happy” y cría a
dos mocosos de piel morena con el pelo ensortijado y las sonrisas más hermosas
del mundo. Siempre dice que se ofrece a pagarles el viaje para que vayan a
verla y a conocer a sus hijos y ellas, recurriendo a las mentiras piadosas,
juran que irán el próximo verano, las navidades siguientes, cuando deje de
hacer tanto frío, antes de que apriete el calor. No pasará nunca y lo saben.