jueves, 10 de septiembre de 2020

GRITA (Semana 34)


Me levanté mal. No enfadada, ni triste, ni cansada ni enferma. Mal, que incluye todo eso, y algo más, en sólo tres letras.

Hacía tres semanas, coincidiendo con un pico de trabajo bastante bestia e inesperado, que arrastraba un humor infernal, a medio camino entre la euforia y la tristeza. Al final, como era lógico, tantos altibajos emocionales me pasaron factura y estuve todo el día anterior, sábado, hecha un mar de lágrimas. Vamos, lo que mi abuela llamaba “un guiñapo”. Cualquier cosa me hacía llorar; una película, una noticia en el Telediario, una foto de Instagram y no digamos nada sobre algunos mensajes de Whatsapp. Rozando el patetismo más extremo, un par de abuelillas adorables, haciendo roscos y lanzándose puyas con acento de Granada, en un programa del Canal Cocina, me dejaron para el arrastre. Cualquier otra persona en mi misma situación, se habría metido en la cama con el estómago vacío, incapaz de tragar bocado. Yo, no. A mí no me quita el hambre nada. Ni el mal de amores ni un ataque de migraña, una fiebre alta o una gastroenteritis aguda ni, por supuesto, lo que fuera que tenía aquel maldito día. Por eso, en un claro arrebato de locura, a las ocho y media de la noche me dirigí a la cocina y empecé a trastear en los armarios y la nevera, buscando los ingredientes que me permitieran prepararme una cena que, gracias a la alquimia del fuego y la materia, se llevara por delante mi ataque de ansiedad. O de pena. O de gilipollez aguda, que también podría ser.