lunes, 19 de febrero de 2018

FANTASMAS (4)


Amanecía sin prisa. Como si supiera lo que se avecinaba, el Sol asomaba perezoso entre las nubes rompiendo a medias la oscuridad. En los barcos, un coro de plegarias atravesaba las cubiertas en nombre de todos los dioses conocidos. Los soldados se aferraban a cualquier objeto (un pañuelo bordado que había perdido el perfume, una pluma teñida de azul, la manoseada fotografía de la última pin up de Hollywood) y los convertían en amuletos protectores. Se intercambiaban sonrisas tensas y palmadas en la espalda, un "nos vemos en tierra, chico" por un "sígueme, yo sé lo que hay que hacer" y, tarde o temprano, todas las miradas se desviaban más allá del horizonte, donde la salvación y la muerte esperaban agazapadas en las dunas de la playa. 

El fotógrafo, con el cigarro apagado colgado de los labios, deambulaba entre los soldados fingiendo ser uno de ellos. Se camuflaba con la misma ropa, el mismo andar pesado por las botas claveteadas y el mismo sudor almacenándose bajo el casco hasta hacerse insoportable. Buscó un rincón protegido del viento y las salpicaduras del mar donde sentarse a revisar, por enésima vez, su equipo. Carretes, cámara auxiliar, bolsas estancas para que no entrara el agua y le arruinara el trabajo. Y su foto, por supuesto, protegida por una bolsa de plástico y guardada en el bolsillo interior de la chaqueta. No la sacó, no necesitaba verla porque conocía de memoria hasta el último detalle de la imagen. Ella, la pelirroja, con su sonrisa desafiante y aquellos ojos verdes, imposibles, que prometían todo sin dar nada a cambio. Llevaba la gorra ladeada con estudiada dejadez y los labios pintados de rojo, del rojo más furioso que había podido encontrar y que se había convertido en su seña de identidad. Al cuello, la medalla que se perdió con ella, la misma que se quitaba cuando se ponía seria en la cama. Le señalaba con el dedo, culpándole de todo o quizá perdonando cada una de sus faltas, con ella nunca se sabía. Tan hermosa, tan retorcida, tan suya aquellos días... tan viva. Detrás, las gárgolas de Notre Dame atacaban la primavera de París. Hacía tantos años ya. Había luz, todavía no había llegado la oscuridad que acabaría por tragárselos a todos. 

¿Lo sabía, entonces, que le quedaba poco tiempo de vida? A veces creía que sí, que cuando se encerraba en un silencio de vista perdida, repasaba segundo a segundo el proceso de su muerte. Cuando regresaba de sus trances, en los que siempre lo dejaba fuera, se abalanzaba sobre él con hambre de días. Llévame a la playa, salgamos a la calle, emborráchame, bésame, desnúdame, fóllame, le decía al oído con voz rasgada, sálvame de la destrucción y de mis miedos. Y él, que vivía con angustia cada uno de sus viajes hacia ninguna parte, obedecía sin quejarse. La llevaba a la playa aunque helara, recorría las calles amarrado a su cintura, le llenaba las copas una y otra vez, la besaba hasta que dolía, le quitaba la ropa a zarpazos y se hundía en su cuerpo como si así pudiera matar todos y cada uno de sus demonios. Después, cuando la calma regresaba, la veía dormir con una
sonrisa jugueteando en la boca, vigilaba sus sueños, la tapaba para que no cogiera frío. A veces lloraba en silencio para no despertarla y casi siempre la maldecía.

La amaba. A pesar de todos sus esfuerzos por alejarse de ella, la amaba y aquel sentimiento fue, sin duda, el más poderoso que jamás sintió. En los mejores momentos intentaba convencerla de que se habían amado en todas sus vidas anteriores. En los peores, cuando el miedo a perderla le volvía loco, gritaba que estaba condenado a quererla, a desearla, y volvería a hacerlo en cada una de las vidas futuras que compartirían. "Eres mi salvación y mi condena", escribió en una postal desteñida que le entregó una mañana de tormenta. Ella garabateó debajo, con su letra redonda de niña bien educada, "yo también te quiero" y la enganchó, con una sonrisa triste, en el marco del espejo que compartían por las mañanas. Pasaron el resto del día en la cama, celebrando que estaban vivos y eran casi felices, ajenos a la lluvia que se colaba por la ventana abierta. ¿Cómo pudo irse sin avisar? Le dejó solo y vacío, contando los días y vadeando la vida sin ganas. 

Alguien pidió silencio y, desde los altavoces, la voz de una mujer anónima leyó el mensaje de aliento del presidente y todos sus sentidos se pusieron en alerta. Había reconocido la señal de ataque, ya no había marcha atrás. Las cartas estaban echadas y sólo quedaba jugar. Recogió sus cosas apresuradamente, colocándolo todo dentro de la bolsa protectora con una delicadeza que no casaba con sus manos fuertes, de campesino acostumbrado a pelear la tierra. Se sorprendió silbando una canción de moda que, en realidad, ni siquiera le gustaba. Frente a él, un soldado rubio le miraba con los ojos llenos de lágrimas. Se mordía los labios y temblaba de la cabeza a los pies. El fotógrafo se acercó a él, dibujando una sonrisa tranquilizadora, se sentó a su lado y le ofreció un cigarrillo. El soldado lo rechazó con un gesto y apoyó la cabeza en la barandilla. Era muy joven, poco más que un niño. Supuso que había falsificado la fecha de nacimiento cuando se enroló, en un ataque de patriotismo que a él le parecía absurdo porque se sentía de ningún lugar, ninguna bandera cubría su corazón. Qué desperdicio, pensó, que desperdicio tan inútil... 

Un oficial condecorado se acercó dando instrucciones. Repartió a los soldados en las barcazas en las que harían el acercamiento final a la playa. A él le tocó ir con el primer grupo, el que rompería el hielo, el único periodista acreditado que consiguió permiso para unirse a la tropa. Estaba muerto de miedo y, al mismo tiempo, no podía contener las ganas de saltar a tierra. Pensó por última vez en ella y después clavó la mirada en el horizonte. Su futuro empezaba, o acababa, en aquel punto. Y que fuera lo que Dios o el diablo quisiera. 

Mjo