El
sótano de la comisaría es un agujero oscuro y húmedo, el escenario apropiado
para las atrocidades que ocurren. O que provocamos. No seamos idiotas, no
queramos quitarnos de encima la culpa ni la responsabilidad. Eh, admito la
culpa, niego la responsabilidad. Yo no soy responsable de los actos de los de
otros y de los míos, responderé ante Dios cuando me toque. Estoy seguro de que
me perdonará porque, al fin y al cabo, actué en su nombre y por el bien de este
país. De lo que opinen los hombres o la historia… qué más da. Dudo que esté
aquí cuando les toque juzgarme.
No
importa las veces que limpien el suelo o las paredes, algunas manchas nunca se
van y otras reaparecen al cabo de unas horas. No me molestan y hasta he
aprendido a usarlas para intimidar al detenido. Un par de hostias bien dadas y algún
comentario casual sobre lo que ha podido, o no, pasar allí mismo horas o días
antes, y se les afloja la lengua antes de decir “amén”. Los hay duros, claro,
no todo va a ser coser y cantar, pero esos también acaban cantando hasta la
lista de los reyes godos. Soy bueno en mi trabajo y cada día aprendo algo más.
A mí no se me escapa uno sin que me explique dónde, cuándo, cómo y quién. Por
eso mi nombre es respetado, me tratan de “usted” y mis subordinados se cuadran
en cuanto me ven aparecer. Nadie habla de mí a mis espaldas como no sea para
alabarme. Sí, puede que también me tengan miedo pero eso es bueno, es útil, me
ahorra mucho esfuerzo. Cuando salgo de un interrogatorio, la gente evita
mirarme de frente; saben que pueden salir escaldados. No cuestionan mis métodos
porque tengo éxito. ¿Qué se me muere alguno de vez en cuando? Nos pasa a todos
y no es culpa mía. Si fueran inteligentes, no me obligarían a cruzar ciertos
límites y una vez se empieza… Bueno, es difícil parar.