domingo, 8 de septiembre de 2019

ESCENAS AL PIE DE LA ESCALERA

(Sitges, siete de septiembre de 2019)

Bajo la mirada de la iglesia, que ya las ha visto de todos los colores, la gente sube y baja sin prestar a atención a todo lo que no sea el mejor sitio para hacerse la foto. El mar de fondo, que se va alterando poco a poco, las piedras que tanta vida han visto pasar (¿qué nos contarían si estuviéramos dispuestos a escuchar?) y el sonido de las pisadas. Parece el escenario y la banda sonora perfecta para una escena romántica que no protagonizaré yo. Hoy no, al menos. Tengo otra la memoria, en otra playa, de noche y bajo una luna roja de sangre, pero ya pasó a la historia, tan perfecta como lo fue entonces.

Me senté en un banco de piedra a pensar, leer y escribir. El daño colateral, el efecto secundario no deseado, es escuchar las conversaciones de la gente. Cuatro adolescentes que no saben dónde plantar la toalla discuten a gritos, uno arriba del todo y el resto justo a mi lado. Gana el solitario y acaban, después de lanzar insultos y maldiciones varias, siguiéndole en busca de lo imposible: un rincón sin gente.

Detrás de mi, un par de japonesas gritan y se ríen a carcajadas. Les ha pillado de lleno la última ola que explotó contra las rocas. Espero que la foto les haya salido bien, les dará para un buen ratos de risas cuando vuelvan a casa.

Una pareja joven... No, una familia joven (padre, madre y niña de unos dos años) se acercan arrastrando carrito y bolsa con un millón de cachivaches. Un runner con tendencias suicidas evidentes (no hay otra explicación para correr a estas horas y con este calor de infierno) sube las escaleras de dos en dos, resoplando por el esfuerzo. La niña, claro está, quiere imitarle. Se coloca en posición pero antes de arrancar, su madre la frena: toca foto sentada en la escalera. Se sienta bajo la atenta mirada de sus progenitores y sonríe. Es preciosa. Nuestros ojos se cruzan durante un instante y me dice hola con la mano. Yo sonrío, quizá por primera vez en toda la mañana, y trato de no pensar en lo que no debo pensar. Dos o tres o cuatro fotos más tarde, la niña vuelve a poner cara de velocidad y se lanza a la conquista de las escaleras: una a una, alcanza su meta y levanta los brazos mientras sus orgullosos padres le aplauden. Es una mini Rocky con todas las letras.

Llega un par de aspirantes a modelos y toman al asalto el espacio. Ponte aquí. Baja la cabeza. La mano en la cintura. Quítate la gorra. Ponte bien el pelo. ¡Qué perra, en tus fotos no saldrá nadie de fondo! Sonríe. Saca la lengua... Se hacen fotos una a la otra, interrumpiendo el tráfico humano y cosechando sonrisas de admiración y fastidio a partes iguales. La verdad es que son muy guapas y seguro que, con o sin gente, sus fotos quedarán perfectas, tendrán muchos likes en Instagram. Yo las miro de reojo, con un poco de envidia. Me pregunto cómo debe ser caminar por el mundo con tanta seguridad, no tener dudas de nada y me doy cuenta de que, quizá, no es más que fachada. Quién sabe qué tormentos se esconden dentro de cada una de ellas...

Mi estómago empieza a quejarse y decido recoger para irme a comer. Al pie de las escaleras, frente a la imagen de la sirena varada, una pareja de novios (gracias, universo, ya toca que dejes de reírte de mí) se hace fotos con muchos espectadores. Ella va mona, apañada. No es el vestido que yo elegiría si alguna vez me viera en la situación pero no está mal. Le sobra la capa, me parece un estorbo. El novio es punto y aparte. Madre mía, ¿de dónde habrá sacado el traje? Vestido de blanco y plata, como los toreros, cada vez que se mueve deslumbra con los destellos del sol sobre el sombrero de copa (sí, sí, lo juro) forrado a juego con el chaleco. No sé si la cadena que cruza el pecho será de adorno y realmente sujeta un reloj de bolsillo pero, desde luego, no desentona con el resto del conjunto. Ah, y el bastón? Plateado con empuñadura blanca, pura filigrana. Me recuerda a alguien, algún personaje de novela victoriana que he visto trasladada a la pantalla, pero la exageración del atuendo me despista y me cuesta encontrar el parecido. Melena un poco por debajo de los hombros, gafas de sol redondeadas con montura metálica, bigote y perilla... Después de darle muchas vueltas, me sale. ¿Habéis visto la versión de "Drácula" de Coppola? Pues el novio es una versión de Gary Oldman, uno de los vampiros más seductores de la gran pantalla, muy pasada de vueltas y brillos.

Les están haciendo fotos y no puedo irme sin pasar por en medio, algo nada apropiado, así que vuelvo a sentarme y les miro. Ella está empeñada en que la brisa que sopla le levante la capa para que sea una foto "de portada" y él da vueltas a su alrededor, bastón en mano, como si quisiera conjurar el golpe de viento que les garantice el éxito. Recuerdo a las japonesas y se me escapa una sonrisa al pensar que una ola traicionera de repente hiciera acto de presencia y... Bueno, la foto también sería impactante, ¿verdad? ¡Mucho más que la de la capa ondeando! Al final, el fotógrafo decide recoger el chiringuito y subir las escaleras en busca de otro escenario idílico. Recojo mis trastos de nuevo, bajo las escaleras y enfilo el paseo marítimo en busca de la pizzería donde cené a principios de agosto.

Y de repente, se me ocurre preguntarme si...



Mjo

(NOTA: Todas las fotos son mías, hechas a lo largo de este día)