miércoles, 29 de julio de 2015

La piel

La casa de putas más famosa de la época debió estár, más o menos, por aquí. Aunque ya no queda ni el más mínimo recuerdo, ni en esta calle ni en la memoria de la gente. El último cliente que disfrutó de sus placeres debe estar criando malvas hace años y con él se perdió también una historia que debió ser a ratos interesante, a ratos placentera y, sin duda, triste, llena de soledades disfrazadas de seda y encajes perfumados con polvos de talco y rosas ajadas.

Supe de su existencia por pura casualidad, gracias a un artículo sobre anécdotas curiosas de la ciudad. Ocupaba el último lugar en una lista de diez historias breves que navegaban de lo macabro a lo cómico y en la que no faltaba, por supuesto, el amor. ¿Qué ciudad no guarda no una sino cientos, miles de historias de amor? Algunas son de dominio público y viven, saltando de boca en boca, una fama eterna. Otras, la inmensa mayoría, quedan en el anonimato, se pierden para siempre o, en el mejor de los casos, quedan reducidas al entorno familiar y se cuentan, de vez en cuando, entre susurros. Me pregunto cuántas de esas historias se escondieron detrás de aquellas paredes que el tiempo y el progreso se han llevado por delante. Más de una y más de dos, estoy convencida, y por eso me gustaría que se les diera voz y vida, un rostro, un nombre que las hiciera reales. Quisiera saberlo y allí donde no existen los datos, que la imaginación los invente.

Hace años que descubrí que la Historia de verdad, con mayúsculas, no es la que nos explican en los libros de texto sino aquella que nadie cuenta porque, al parecer, carece de interés. Sus protagonistas no tienen nombres rimbombantes ni atesoran riquezas; en realidad, la escriben las gentes de la calle, personas anónimas que se levantan y acuestan cada día sin hacer grandes gestas pero son capaces de encontrar felicidad en la más insignificante de las cosas y sobreponerse a las desgracias sin perder la dignidad. Mujeres que permanecen en la retaguardia de cualquier guerra; misioneros que pierden el dinero y el alma por enseñar a leer a unos niños en lo más profundo de una selva amazónica; médicos que luchan contra la enfermedad y la muerte mientras sus gobiernos miran hacia otro lado; los abuelos que, en tiempos de crisis, estiran los billetes y los pucheros para que la familia entera coma. GENTE REAL, que jamás saldrá en los periódicos a menos que cometan un crimen o sean víctimas de uno. Como aquellas mujeres que, por necesidad o quizá por gusto, pusieron sus cuerpos en venta para deleite o sufrimiento de hombres que, a cambio de unas monedas, hacían realidad sus fantasías de amor.

Historia antigua, historia de hoy, de mañana y de siempre. Porque mientras la carne conserve el calor y el corazón lata, el ansia de amor, de sentir otra piel contra la propia aunque sea un instante y de mentira, existirá. Ese es el material del que se nutren los sueños.

Mjo

FANTASMAS (2)

La noche y la tormenta le sorprendieron callejeando por el Barrio Gótico, su parte favorita de la ciudad, donde se había perdido para distraer su mente. Mala elección porque en cada esquina le esperaba un recuerdo distinto, desteñido por el tiempo y la lluvia que le empapaba hasta los huesos, todos dolorosos a pesar de las sonrisas. Aquí la había besado hasta hacerse daño. Allí le dijo, por primera vez, que la quería. Bajo aquella farola le confesó que se había acostado con Edna y en esas escaleras en las que estaba sentado, al pie de una vieja iglesia, se había arrodillado suplicando que le perdonara. Lloraba, como ahora, sin consuelo. Y le perdonó, sólo para volver a herirse mutuamente una y otra vez, en una espiral absurda de amor y odio que les consumía.

         ¿Cómo olvidarla? Se había metido bajo su piel sin notarlo, a base de indiferencia y medias miradas. Comparada con su amiga, tan alta, tan rubia, tan llena allí donde las mujeres tienen que estarlo, era apenas un ratón insignificante, casi esmirriado, con el pelo teñido de un rojo escandaloso. Su boca sonreía pero sus ojos, verdes de luz y sueños, jamás lo hacían. Si callaba, podías olvidarte hasta de que existía pero cuando hablaba, el mundo entero se paraba a escuchar. Y cuando reía… La primera vez que la oyó reír sintió que su corazón echaba a rodar cuesta abajo, sin freno ni control, y se dejó ganar. En cierta manera, casi se alegró cuando le dio calabazas. Se encogió de hombros, le regaló un guiño y una de sus sonrisas torcidas y salió del bar silbando bajito para que nadie notara la herida en su costado. Sobre todo, ella.

         Aceptó cubrir el mitin de un desgastado líder y se fue lo más lejos que pudo llegar sin cruzar la frontera. Allí se consoló metiéndose en otros cuerpos, besando otros labios y aprendiendo nuevas reglas para antiguos juegos. Cuando se quedaba a solas, las sábanas enfriándose sobre su desnudez, escribía cartas que siempre empezaba diciendo “Mi querida pelirroja” y acababa con un “No te quiero, aunque te piense demasiado” antes de firmar con un nombre inventado. Le escribió muchas en esos días. No le envió ninguna. Por aquel entonces, todavía decidía su orgullo. Cuando volvió a la capital, ella se había ido. La echó de menos durante diez segundos, el tiempo que tardó en recordar que no la amaba a pesar de todo, y siguió malviviendo su vida.

         Eventualmente, su suerte cambió. Aquel mitin, donde un líder desgastado le recordó al mundo que hasta los más fuertes mueren débiles y solos, le dio notoriedad. El dinero empezó a entrar en sus bolsillos. Por supuesto, salía con la misma velocidad, pagando copas, partidas de cartas, rosas sin espinas y apuestas en el hipódromo. Vivía a la carrera, sin pararse a pensar en el futuro porque estaba convencido de no tenerlo. A veces despertaba sobresaltado en mitad de la noche, en una cama ajena y junto a una mujer que no reconocía, y el nombre de la pelirroja le venía a los labios. Le habría gustado saber de ella pero era mejor no volver a verla. Era veneno de absorción lenta pero letal. Dejándola en el pasado estaba a salvo, los dos lo estaban, y era mejor así. Algunas cosas no pueden ser y otras es preferible que no sean.

         El fotógrafo levantó la mirada al cielo, buscando las estrellas que las nubes ocultaban, rogando que cualquier dios se apiadara de él y se la llevara de su memoria, que la arrancara de su cabeza y su corazón de una vez porque ya no le quedaban fuerzas para seguir luchando sin ella. Ninguno respondió. Andaban ocupados contando los muertos del bando contrario.

Mjo

Sueño

Dios mío, Dios mío, Dios mío. ¿Qué demonios hace él aquí? Dado que su mera presencia me altera el pulso y si se acerca a menos de diez metros es capaz de dejarme catatónica, está claro que yo no le he invitado. Entonces, ¿quién ha sido?
        
Le observo moverse por la habitación, esquivando a la gente con la misma soltura que emplea para deshacerse de los defensas del equipo contrario, con un vaso en la mano. No me ha visto, o eso creo, así que aprovecho la ocasión para camuflarme detrás de una enorme planta y contemplarle a mis anchas. Por favor, ¿cómo puede ser tan guapo? Da igual lo que se ponga; ya sea con el uniforme del equipo o con tejanos y una camisa, dan ganas de comérselo a mordiscos. A veces siento la tentación de ponerme de rodillas, juntar las manos y, mirando al cielo, gritar “¡gracias, Señor, buen trabajo!”.
        
Se para frente las puertas abiertas del balcón, mirando al exterior, y el corazón se me desboca. De frente es un regalo para la vista pero de perfil incita al pecado. Ese trasero, embutido en unos tejanos anchos, me provoca unos pensamientos de lo más perverso. Me muerdo el labio inferior y se me escapa un gemido. “Queridos Reyes Magos: él es lo que quiero como regalo esta Navidad y no acepto una negativa por respuesta porque llevo años siendo buenísima y me lo he ganado”, pienso mientras le repaso de la cabeza a los pies. Lo se, se me ha ido la cabeza del todo pero, oye, no es culpa mía. Cuando llevas años a dieta y te ponen delante un suculento pastel de chocolate ¿no se te hace la boca agua? Bueno, pues yo estoy en sequía hace ya ni me acuerdo cuánto tiempo ¡y él es mi pastel de chocolate!
        
Ay… mientras yo andaba perdida en mi nube de lujuria, me ha visto. Maldita sea, me ha visto, me está mirando y… Un momento. ¿Qué está haciendo? ¿Me sonríe? No, no, no. Esa sonrisa que aparece perezosamente y acaba estallando sobre una boca perfecta, no ¿eh? Es lo único que me faltaba. Y sí, tiene el mismo efecto de siempre: me tiemblan las rodillas. Retrocedo hasta apoyarme en la pared porque, justo ahora que parece que he captado su atención, no sería buena idea caer redonda al suelo.
        
Madre mía, se está moviendo. ¿Moviendo?, ¡se está acercando! En cuatro zancadas se planta delante de mí y, de repente, mi mundo se hace muy pequeño. No me atrevo a levantar la vista y, gracias a mi estatura estándar y su más de 1’90, todo lo que veo es la extensión de su pecho cubierto con una inmaculada camisa blanca. Me dan ganas de apoyar la cabeza en esa almohada, cerrar los ojos y…
        
Vale. Me ha cogido de la barbilla y me ha levantado la cabeza, en un gesto que se me antoja lleno de ternura, hasta que no he tenido más remedio que mirarle. ¿Le había tenido alguna vez tan cerca? Tiene los ojos oscuros y brillantes. Sigue sonriendo y me fijo que sus colmillos sugieren mordiscos muy placenteros y se le hacen hoyuelos en las mejillas. Parece un niño grande, travieso y muy, muy tentador. Se me acelera la respiración y soy incapaz de ver u oír nada de lo que ocurre a mi alrededor. ¿Estoy en una fiesta llena de gente o en un espacio intemporal a solas con el más increíble ejemplar de hombre que he visto en mi vida? Quién sabe. Y qué más da.
        
 No decimos nada, ninguno de los dos habla durante un tiempo que se alarga lentamente. Yo estoy segura que, aunque quisiera, no podría decir nada; tengo la mente en blanco. Sobre su silencio no tengo pistas, pero sonríe y me lo tomo como una buena señal. Y justo cuando pienso que ahí acabará todo, que dará media vuelta y desaparecerá de mi vida para siempre mientras se ríe a carcajadas de mí, empieza a acercarse un poco más, y un poco más aún, hasta que tengo su cara a un centímetro de la mía. ¿Va a besarme? ¡Va a besarme! Cierro los ojos por instinto y siento sus labios rozando los míos. Entonces…
        
 ¡RIIIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNNNNNGGGGGGGGG!!!!!!!!!!
        
¡RIIIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNNNNNGGGGGGGGG!!!!!!!!!!
        
Un momento… ¿Ring, ring? ¿Qué porquería de banda sonora es esa para un beso digno de película americana? ¿Dónde están los violines in crescendo y el piano triunfante? Abro los ojos, enfadada con el asesor musical de mi vida, y sólo veo oscuridad a mi alrededor. Él ha desaparecido sin dejar rastro y estoy sudando por gentileza del edredón que todavía no he tenido tiempo de quitar. Creo que empiezo a entenderlo… Son las siete de la mañana y eso era el despertador.
        
Mierda, no ha sido más que un sueño. Mierda.


Mjo

FANTASMAS (3)

Se hundió en ella como si no hubiera un mañana, sintiendo que la vida se le escapaba en cada envite. Sabía que no era ella la que jadeaba bajo su cuerpo, aferrada a él como si temiera perderse en la marea de sensaciones, y se odió todavía un poco más. Se cerró al mundo, los ojos apretados para no ver otro rostro, mordiéndose los labios para no gritar el nombre equivocado. Él sabía, ella sabía y el universo entero sabía pero no había, en el cielo o el infierno, fuerza capaz de evitarlo.

Cayeron en picado, dos pesos muertos entre sábanas revueltas y cuando se calmó la tormenta y recuperaron el aliento, pudieron verse sin disfraces. En sus ojos leyó amor y entrega, rendición sin condiciones. A él le costó reconocerla y dibujó una sonrisa que amortiguara la indiferencia. No tuvo suerte. Ella empezó a llorar tan calladamente que el silencio se hizo audible y él, saciado por primera vez en meses, sólo fue capaz de alargar una mano para limpiar sus lágrimas.

 - Lo siento, Martha, lo siento mucho...

- No te disculpes. Yo lo sabía y me dejé arrastrar. Déjalo ya, no lo conviertas en algo sórdido.

- A mi manera, te quiero... 

- Tu manera no me sirve. Vete, déjame sola, por favor.

Se dio la vuelta en la cama prestada, dejando a la vista una espalda plagada de lunares, delgada y frágil como sus sueños. Él salió de la cama, con la piel de gallina por la culpa, y se vistió lentamente, evitando mirarla. Enero se colaba, en finas ráfagas, por las ventanas mal cubiertas con periódicos atrasados. Sintió el frío en los huesos y en las manos, el peso del vacío.

- Qué añoranza del verano - dijo en voz alta-, cuando estábamos vivos y nos amábamos en las trincheras. El mundo era nuestro, nos pertenecía, y la posibilidad de perderlo, de perdernos, ni siquiera se nos pasó por la cabeza. Nos bebimos la vida a tragos, hasta la última gota, y ahora que nos quema la sed ¿qué nos queda?

- Los recuerdos -le contestó ella antes de soplar la última vela y cubrirse la cabeza con las mantas-. Y el odio.

En la calle arreció la lluvia y en la habitación la soledad entre ellos se hizo espesa, tangible. Estaban muy cerca, todavía podían sentir sobre la piel el olor del otro, pero la distancia era insalvable. A tientas, esquivando los escasos muebles, se acercó a la puerta y la abrió. Antes de salir cedió a la tentación de mirar, acaso por última vez, el perfil de su cuerpo, tan deseado hacía una horas, tan necesario, tan conocido y extraño a la vez. Le lanzó un beso desganado, de compromiso, se ajustó la bufanda al cuello y salió la pasillo en penumbra. El ruido de la puerta al cerrarse le sonó a punto y final, a epitafio sin rima, a adios definitivo. A ruina y fatalidad.

Mala cosa es el amor en tiempos de guerra, pensó mientras bajaba las escaleras silbando bajito,  cuando la sangre arde y se derrama por las balas y no por los sentimientos.

Mjo


lunes, 13 de julio de 2015

20 DE MAYO

"Cuenta conmigo", le dijo ella. "Ya cuento contigo", contestó él. Y el aire, el tiempo y el espacio se detuvieron entre ellos. Fue como si todo adquiriera otro ritmo, más lento, más oscuro y extraño. Ella empezó a temer sus propias miradas, segura de que decían en silencio todo lo que callaban sus palabras. A veces veía su imagen reflejada en un cristal y buscaba sus ojos, intentando averiguar si había cambiado algo, buscando significado que ni siquiera sabía si existían o no. Iba más allá; si simpre analizaba sus frases, ahora les daba la vuelta, las miraba del derecho y del revés, cambiaba el orden y las memorizaba. Después, en el silencio de su habitación, las sacaba del escondite de su memoria y las saboreaba en soledad. Veía sus sonrisas y sus enfados, sus gestos, escuchaba su voz cuando la llamaba. Su propio nombre sonaba mejor cuando lo decía él.

Volvía a aquel sábado que cruzó su puerta y llenó su casa; inventaba otra escena y un nuevo final. Después despertaba de su sueño y veía la realidad. Le quería, le deseaba, intentaba olvidarle y se rendía a la evidencia de sus sentimientos un día tras otro, en una espiral de sueños que iba y venía al compás de su vida. Bajó la guardia hacía tiempo y él entró poquito a poco, sin anunciarse, sin pedir permiso; lento, pero seguro, llegó para quedarse. Se adueñó de un espacio vacío y ella sólo fue capaz de sentarse a esperar. Y en esa espera, le perdió.

Nunca ha sido tuyo, cómo puedes echar de menos algo que nunca has tenido, cómo puede dolerte tanto... Cada mañana, cada tarde, cada noche se repite esas frases como si fueran un sortilegio de protección. A ratos quiere, y cree que puede, olvidarle. La mayoría del tiempo, se aferra a ese sentimiento como si fuera su tabla de salvación. De alguna manera, sabe que no sirve de nada porque no hay nada que hacer. Lo sabe aunque una parte de ella se empeña en seguir adelante, hasta donde pueda llegar, mientras sea capaz de aguantar sin romperse, sin dejarse el alma en una lucha que conoce porque no es la primera vez que la vive. Tan solo espera que en esta ocasión sea distinto.

En algún momento, se da cuenta que cometió un error. Esa mañana de sábado le preguntó por ella, por la que ganó la batalla que las dos peleaban. Necesitaba saber qué decía él, si le diría algo que alumbrara su pequeña esperanza. Experta en malinterpretar las palabras, creyó ver una luz, un "quizás", un "esa ahora pero no será durante mucho tiempo". Y ahora le habla de ella como lo haría con una amiga que no sintiera nada por él. Cada vez que escucha su nombre, siente que la expresión de su cara cambia, no puede contestarle, aguanta las ganas de gritar y desea que se calle, que la deje en paz y no le cuente nada. Por un lado, espera con todas sus fuerzas que él no note ese cambio de actitud. Por otro, quiere que lo vea, que lo sienta y comprenda, porque así dejaría de comentarle lo que hacen, ahorrándole esos momentos de dolor. 

Le gustaría saber qué contestaría si él le preguntara el por qué de esos silencios repentinos y pesados. ¿Sería capaz de decirle la verdad o inventaría alguna excusa más o menos creíble? En el fondo confía que no se produzca nunca esa situación, no se le dan bien las confrontaciones. Tendría todas las de perder aunque ¿gana algo ahora? No, de eso sí que está segura. 

Hoy le ha dicho que ya no puede más, que en el trabajo se ahoga y no ve por dónde salir, que se irá. Ella se ha sentido triste al principio, lo echará de menos cada momento del día y nada volverá a ser igual. Después, cuando se ha quedado a solas con sus pensamientos, se ha dicho que es lo mejor que puede pasarle. Si se va, si no le ve cada día durante muchas horas, podrá ponerse un parche en el corazón y empezar a olvidarle.  

Más tarde, las ocho. Hora de marcharse a casa. Recoge sus cosas y se va, dándole vueltas a todo y llegando a ningún lugar. Le gustaría dejar de hacerse la fuerte, poder sentarse delante de alguien y llorar su pena sin escuchar "eres tonta, no vale la pena, es idiota, olvídale". Imagina que cuando llegue al piso se tumbará en la cama y abrirá el dique de sus emociones hasta quedarse vacía y limpia pero, sorpresa, no lo hace. Lo intenta pero no ocurre nada. Cena, ve una película y se acuesta. Un día más, un día menos.

Mañana, vuelta a empezar.