Las botas se quedaron tiradas a los pies de la cama, tanta
era su prisa por meterse dentro. Aquella noche era “su” noche y no quería que
ni la más mínima duda la estropeara. Bajo las sábanas, de satén negro, le
esperaba el hombre de sus sueños. ¿Cuándo había estado a su alcance? Nunca, en
siete años jamás se había acercado tanto. Como mucho, una cena de Navidad
compartieron un tango etílico y absurdo que la dejó completamente avergonzada y
temblorosa. Cada vez que se acordaba, sentía que el calor le subía a las
mejillas y le daban ganas de llorar. Pero aquello iba a cambiar, allí y en ese
momento, quizá para siempre. Se deshizo de las ropas con una torpeza no exenta
de encanto e inocencia. Él la miraba y sonreía, sorprendido al sentirse tan
atraído por ella. Hacía ¿cuántos años que trabajaban juntos? Y nunca la había
mirado bien. Ni mirado ni escuchado ni nada. Pero ahora parecía ser incapaz de
fijar la vista en otra cosa que no fuera ella.
Estaba muy lejos de ser su mujer ideal; tenía carne allí
donde normalmente no la quería y podía asegurar que la ley de la gravedad ya
empezaba a hacer de las suyas. Sin embargo, le parecía… perfecta. Sí, perfecta.
Acogedora, dulce, amada. Un momento. ¿Amada?
Mientras ella se acercaba intentando ocultar sus defectos,
él se encontró descubriendo que aquel calentón era, en realidad, la culminación
de un montón de sentimientos que había intentado ignorar y, al final, le habían
reventado en la cara. Se había enamorado de quién menos lo esperaba, de la
única persona que jamás entró en sus planes. Se sentó en la cama, le tendió la
mano y cuando ella la cogió, simplemente dijo “Te quiero”. El silencio fue
atronador durante un segundo, dos, diez, hasta que ella suspiró y contestó.
Mjo