Echó
un vistazo para asegurarse de que no faltaba, ni sobraba, nada. Se había salido
con la suya en cuanto a la decoración y se había librado de los globos de
colores, las serpentinas, el cartel con el “¡Feliz Cumpleaños, Cinthia!”
colgado en la pérgola del jardín y la tarta con su foto, vestida de
Blancanieves a los cuatro años, como cubierta. En su lugar, había colocado
mesas, cubiertas con manteles a cuadros, bancos de madera para que se sentaran
sus invitados, algunos farolillos colgados de los árboles y velas en lugares
estratégicos que, cuando empezara a atardecer, encenderían para dar calidez e
intimidad al ambiente. En un rincón, el tocadiscos en el que sonaría su música
favorita y, sobre el césped casi recién plantado, una plataforma en la que
poder desgastar las suelas de los zapatos bailando hasta reventar. Los vecinos
estaban avisados y habían prometido no quejarse demasiado del ruido si ellos,
en cambio, no se descontrolaban en exceso. Y, después de mucho suplicar,
patalear y jurar que se comportarían y no darían problemas, sus padres
accedieron a irse el fin de semana a su casa de la playa y dejarles solos para
que pudieran celebrarlo en libertad.