domingo, 13 de septiembre de 2020

A SUS PIES (semana 35)

A las siete y media, puntual como solo un tren inglés puede serlo. Alastair desconecta la alarma y entra en el almacén. Guiado por la claridad tenue de las luces de emergencia, atraviesa los pasillos flanqueados por estanterías llenas de cajas de zapatos de todos los estilos, hasta llegar al pequeño y atestado despacho. Enciende la calefacción y espera cinco minutos antes de quitarse el abrigo, la bufanda y el gorro de lana, que cuelga en una vieja percha de madera. Se pasa las manos por la cabeza en un intento de recomponer sus remolinos, tarea inútil porque su pelo tiene personalidad propia y no se deja dominar. Suspira, resignado, y conecta el hervidor de agua para prepararse un té que le ayude a entrar en calor. Preferiría hacerlo con una tetera tradicional, como la que usa en casa, que le añadiera cierto sabor a elegancia, pero tener un hornillo en aquella habitación llena de papeles no le parecía una buena idea. Su parte snob se conformaba con beber su té en una taza antigua que compró en un mercado de anticuarios, ya no recuerda ni el nombre del pueblo ni cuándo fue. Está un poco maltrecha, con el borde desportillado y el asa pegada con pegamento, pero eso no le resta belleza. Le encanta pero no lo reconocerá ni bajo tortura, sería un insulto a su hombría, que bien sabe Dios que se pone en entredicho con demasiada frecuencia. Cuando el agua alcanza la temperatura correcta, ni un grado más ni uno menos, pone la bolsita con su mezcla favorita en la taza, añade la cantidad de agua adecuada y espera cinco minutos a que se obre la magia. Después saca la bolsita con cuidado de no ensuciarse la ropa ni salpicar la mesa, la tira a la papelera y se sienta en la butaca para disfrutar del silencio. Cierra los ojos y se imagina sentado en su cocina, viendo amanecer desde la ventana, con su gato dormido frente a la chimenea y, a su lado, ella y su sonrisa. Ah, la imaginación, qué perversa puede llegar a ser.

A las ocho en punto, da por finalizada la tregua que se concede para soñar y se pone en marcha. Conecta el ordenador, la impresora y la radio para irse acostumbrando al sonido de la voz humana. Imprime albaranes, envía correos electrónicos, hace un par de llamadas para preguntar por unos pedidos que ya llevan varios días de retraso y confirma algunas transferencias para pagar las facturas que vencen esa semana. Poco antes de las nueve, se pone la corbata y la americana que guarda en el armario, protegidos del polvo por una amplia bolsa de plástico transparente. Se da unos ligeros toques de agua de colonia en el cuello y las muñecas y repasa su pelo. No hay caso, sus remolinos se quedan tal y como estaban y él abandona la lucha. Suspira hondo, se dirige a la tienda y comprueba que el género está correctamente colocado en las estanterías y el escaparate, tal y como lo dejó la noche anterior después de cerrar y hacer la caja. Cuando el reloj del Ayuntamiento da las nueve, sube la persiana y se instala detrás del mostrador con su mejor sonrisa.