Sentada en un rincón
junto a una ventana con vistas al jardín, magnífico a esas alturas de la primavera,
Alba consultó su reloj una vez más. “Genial”, pensó, "mi madre del alma querida
vuelve a retrasarse y ni se molesta en avisar”. Para alguien como ella, cuyo
amor por la puntualidad rayaba con la obsesión, algo así era imperdonable.
Claro que tampoco le sorprendía ni lo más mínimo. Que Soledad Solano, ejecutiva
de prestigio, miembro de honor de innumerables sociedades benéficas y, de vez
en cuando, portada en las revistas del corazón, se olvidara de su cita con
ella, su hija menor y la mayor de sus decepciones, era algo normal. Alba dio un
sorbo al té, arrugó la nariz con desagrado al notar que se había quedado frío,
e hizo un gesto a la camarera.
- Por favor – dijo,
cuando se acercó -, ¿podrías traerme un café largo con hielo? Muchas gracias.