martes, 11 de mayo de 2021

MI PEQUEÑO PUEBLO ENCANTADO

Los mejores días de mi infancia se esconden, a salvo del paso del tiempo, en las calles de un pequeño pueblo entre montañas. Es muy llano, aunque tiene algunas cuestas por las que daba gusto, y miedo, deslizarse con las bicicletas. No le falta una plaza donde bailar en las noches de fiesta mayor, el primer fin de semana de julio, alrededor del tronco del que partían las hileras de luces y las guirnaldas de banderillas de colores. También tiene una iglesia, de piedra solemne y gris, con su campanario y sus santos de mirada doliente y acusadora, como si cargaran sobre sus hombros de madera pintada el peso de generaciones de pecadores. De un pasado no demasiado lejano, conserva un lavadero donde generaciones de mujeres han ido a lavar la ropa y hacerse confidencias, compartir recetas y remedios contra el resfriado y, sospecho, reírse de sus hombres. También sirve, o servía, para lanzar a los invitados de las despedidas de soltero o soltera, y ni siquiera era necesario recurrir a la excusa de haberle dado demasiado al alcohol. No, la tradición marcaba que, al menos, el novio y la novia acabaran remojados y, una vez puestos, el restos les seguía con un entusiasmo disfrazado de resistencia. Era la mejor parte de la fiesta, prácticamente la única en la que la edad no era un impedimento para participar. En la escuela, que sigue estando en el mismo lugar de siempre, ha estudiado cada criatura del pueblo y ahora, que no sé si quedan suficientes para formar una clase, es la sede donde se reúne la gente para celebrar cualquier cosa en comunidad. Hubo un tiempo en el que su patio era testigo de encarnizadas competiciones de petanca en las que la victoria era lo menos importante. Se trataba de juntarse, lanzarse puyas inocentes, compartir risas y anécdotas, alguna botella de cava y pastelillos de nata y chocolate. Si el lavadero era territorio de mujeres, en aquel patio reinaban los hombres, con la molestia de los niños que zumbábamos alrededor jugando al escondite, a polis y ladrones, al un-dos-tres-picapared o cualquier otra cosa que se nos ocurriera para retrasar el momento de volver a casa y meternos en la cama. Las noches de verano siempre eran otra cosa allí, y también las de Semana Santa y las del puente de octubre o noviembre. En Navidad no íbamos nunca, pero imagino que también debían ser diferentes, a pesar de la nieve que seguramente cubría las calles antes de que el cambio climático llegara para darle la vuelta a todo, convirtiendo las estaciones en simples palabras casi sin sentido. Primavera, verano, otoño, invierno, que ya no son lo que eran porque nosotros estamos haciendo que dejen de serlo. 

En las calles de mi pequeño pueblo encantado no reina el silencio. En lo más ardiente del verano, las chicharras ensordecen todos los oídos y no hay siesta que no empiece y acabe con ese sonido de fondo. En invierno, el frío lo cubre todo, lo duerme todo, lo cambia todo, pero sigue latiendo su vida por debajo de la nieve, la escarcha, la lluvia helada y el viento que silba al atravesar esos espacios vacíos. ¿Tendrán memoria esas piedras, los rincones, los campos, la fuente del lavadero y los caminos de tierra? A veces juego con la idea de sentarme en algún lugar secreto y esperar a que pase la sombra de los niños que fuimos en un tiempo que no parece demasiado lejano. Me imagino corriendo detrás de mis primos, delgada como un sarmiento, con las rodillas peladas de tanto caerme, los brazos quemados por el sol, el estómago lleno de moras maduras y manzanas verdes robadas de los campos, riendo a carcajadas, con el pelo largo ondeando a mi espalda, recogido en dos gruesas trenzas o, el peinado estrella de algunos veranos, en forma de redondas ensaimadas sobre mis orejas. Es que yo fui Leia, la princesa más guerrera de todas, y recorrí la galaxia siguiendo a Han Solo, y fui un ángel de Charlie y una lagarta de "V" y algún personaje sin nombre al que Michael y Kit salvaban. También tuve no uno, sino montones de Veranos Azules y mi pandilla para andar de bicicleta. En vez de mar azul, teníamos un río pedregoso y transparente, y cambiamos las interminables y abarrotadas playas de arena suave, por inmensos campos verdes y árboles muy altos que daban sombra y cielos abiertos y libertad para hacer y deshacer a nuestro antojo. En aquel escenario que creíamos nuestro, que hacíamos nuestro cada día, nos descubríamos año a año. Dejamos atrás los juegos inocentes y empezamos a tantear con los placeres culpables de convertirse en adulto, viendo a algunos amigos como algo más que no sabes nombrar, pero sí sabes que está ahí y te da la risa tonta cuando te mira, y calor si se te acerca, y sueñas con él a todas horas y en los cuadernos de verano, que invariablemente tenías que completar un año sí y otro también, en vez de escribir las respuestas, ponías su nombre rodeado de corazones. Bendita inocencia, la de aquellos días, cuando una sonrisa nos hacía soñar con un final feliz que todavía no ha llegado. 

En ese pueblo hay una casa que una vez fue nuestra y aún conservo la ilusión de que algún día vuelva a serlo. En mi memoria, huele a los roscos que hacía mi abuela en Semana Santa, y a sus borrachuelos, que llevaban anís y eran mis favoritos. Huele a potaje de garbanzos y bacalao frito, a tortilla de patatas, arroz con conejo, lentejas y puchero, a gazpacho, limonada fresca con menta recién cortada y manzanas asadas en su viejo horno de leña. Sonaba a un coro de niños subiendo y bajando escaleras a la carrera, haciendo cola cada mañana para aporrear la puerta del único baño, pidiendo a quien estuviera dentro que acabara de una vez. Sonaba a familia escandalosa, de esas en las que todos hablan a la vez y nadie se entiende, reunida alrededor de una mesa de comedor, con el Telediario de fondo; a regañinas porque no hacíamos los deberes, salíamos demasiado temprano, volvíamos demasiado tarde, pisábamos en lo mojado o nos escondíamos en el desván a invocar fantasmas que nunca se tomaron la molestia de manifestarse. Sonaba a mujeres ajetreadas organizando el caos que los demás creábamos, a mi abuelo jugando a las cartas con mi padre y mi tío, riéndose porque alguien era un mal perdedor, a las fichas de dominó al deslizarse por una mesa que había venido del piso de mis abuelos y había aterrizado allí, para ser testigo de cientos de banquetes, horas de debates encendidos, de deberes que nunca se acababan e incluso curas improvisadas de montones y montones de heridas. Si las paredes de piedra de la casa hablaran, no quedaría nadie que no se avergonzara por un motivo u otro. ¿Habría más relatos felices o de desencuentros?

La vida es una extraña mezcla de luces y sombras, y el resultado depende, en gran medida, de cómo hagamos la mezcla. Creo que hoy, ahora, en este momento, la mía tiene mucho de lo primero y algunas pinceladas de lo segundo, lo justo para darle color y sentido. O quizá es que elijo verlo así, porque estoy cansada de oscuridades y tristezas. Es que vienen solas, no se pueden evitar, y a veces te pillan con la guardia baja o durmiendo o mirando hacia otro lado, no consigues esquivarlas y te atrapan. No se trata de salir huyendo, sino de dejar que te hagan compañía durante un día o dos, y después invitarlas a irse por donde han venido, que dejen espacio libre para que algo mejor entre y te devuelva la sonrisa, aunque sólo dure unas horas, aunque sólo sea por unos minutos. Pura maldita vida, qué difícil se nos hace a veces. 

Y, con perdón, puta melancolía, que algunas mañanas, y algunas tardes, sólo nos deja pensar en lo que fuimos, en lo que ya no somos ni tenemos, en aquellas personas que estuvieron a nuestro lado y nos cogieron de la mano, nos moldearon y nos lanzaron al mundo para que probáramos nuestras alas, y un día se fueron y nos dejaron inmensamente solos. Si nos paramos a pensarlo, en realidad nunca se han ido y nunca se irán del todo. Forman parte de nosotros, de una forma que no somos capaces de entender, ni explicar, del todo. Esas personas que ya no están y todas las que cada día andan poniéndonos el mundo patas arriba, para bien o para mal y casi siempre sin que lo sepamos o lo sepan, son las que hacen que, al final, todo valga la pena. 

Y nunca, jamás, dejes que nadie te diga lo contrario. 


Mjo