Aquella semana llovió casi cada día, y ella vivió con un ojo en el cielo y otro en la aplicación del tiempo de su móvil. Cada vez que veía el simbolito de la nube y las gotas, se le caía el alma a los pies. “¿Por qué, Señor, por qué? ¡Para una vez que tengo un plan interesante!”, se dijo una y otra vez. Por suerte, el viernes cambió la previsión y se anunciaron temperaturas por encima de lo normal para la época y sol a partir del sábado. Su ánimo mejoró mucho, pero se negó a confiarse del todo, por si el cambio climático y su legendaria mala suerte decidían aliarse en contra y aguarle la fiesta.
El domingo por la mañana, cuando cogió un taxi en el centro de la ciudad, intentó no pensar en dos cosas: el pastizal que le iba a costar el viaje y las nubes que manchaban el cielo con un sucio tono gris. Le dio la dirección al conductor, en cuyos ojos creyó ver brillar el símbolo del euro, y sacó el móvil para llamar a su amigo. Dejó que el teléfono sonara una y otra vez y cuando estaba a punto de colgar, escuchó su voz adormilada.