Hacía tiempo que no
veía una puesta de sol tan bonita, tan perfecta. El escenario es único. Me
rodean las montañas que protegen la ciudad, el perfil de algunos de los
edificios más señoriales y, en frente, el mar sereno. Es el puerto deportivo,
lo cual le resta una pizca de belleza, pero el conjunto es magnífico. Como
hemos llegado pronto, cuando apenas hacía diez minutos que habían abierto la
terraza del bar, hemos podido coger un sitio privilegiado, en primera línea,
para disfrutar de las vistas. En realidad, es un momento terriblemente
romántico. Todo se conjura para hacerlo así: la temperatura casi perfecta, la
música a un volumen adecuado para mantener una conversación, el paisaje…
Lástima de la compañía. Rectifico: lástima de la compañía mientras estuve
acompañada. Cuando se fue, dejándome plantada, mejoró bastante mi ánimo y el
momento.
Que Albert no iba a
cuajar conmigo lo supe desde el primer momento.
A veces tengo pálpitos sobre algo, una persona, una situación, un libro,
y raramente me equivoco. Con él, tan pronto como hablamos a través de la app,
me quedó claro que no iba a salir bien. Demasiado entusiasta, para mi gusto. Aun
así, le fui dando bola porque pensé que, quizá, mi primera impresión fue
equivocada. Todos merecemos que nos den una oportunidad, ¿no es cierto? Me
pidió el número de móvil pero le dije que no solía hacerlo hasta pasado un
tiempo aunque, si quería, podíamos hablar a través de otro programa para el que
no era necesario ese dato. No lo tenía instalado, me dijo, pero tardó un suspiro
en estar conectado y encontrarme.