El
lujoso Hispano Suiza tomó la última curva y atravesó la discreta verja que daba
acceso a “La Maison des Délices”. Siguió el camino de guijarros que, flanqueado
por cuidados jardines de inspiración versallesca, llevaba hasta la puerta acristalada
que daba acceso a la casa. Con un ligero chirriar de frenos, y dejando a sus
espaldas una nube de polvo suspendido en el aire, el coche se detuvo bajo un
porche sostenido por cuatro esbeltas columnas de mármol rosado. Antes de que el
polvo volviera a posarse sobre el camino, un chófer uniformado de la cabeza a
los pies saltó desde el asiento del conductor, se quitó la gorra, abrió la
puerta trasera y se cuadró. Del interior, tapizado con un elegante cuero de
color crema, emergió la figura imponente de Serafí Puig i Matamala,
impecablemente vestido con un traje confeccionado a medida por el mejor sastre
de la ciudad. Se ajustó el sombrero y retiró una pelusa imaginaria de la solapa
de su chaqueta, miró sobre su hombro, contempló a su hijo, que no había dicho
ni una sola palabra desde que salieron de Barcelona, y frunció el ceño al
contemplar su expresión asustada. Suspiró, exasperado, y le hizo un gesto
impaciente para que saliera de una vez. El muchacho respiró hondo y, como si
cargara sobre sus hombros con toda la tristeza del mundo, obedeció la orden y
abandonó el confortable habitáculo. Tan pronto como tuvo ambos pies sobre el
suelo, su padre le miró de arriba abajo e intentó reprimir, sin éxito, un gesto
de disgusto.
-
Haz el favor de enderezarte, Joan, y abróchate bien la chaqueta – le dijo con
dureza-. Y cambia esa expresión de la cara. Cualquiera que te vea, creerá que
vas camino del matadero.
-
Sí, padre – respondió el joven. Se abrochó la chaqueta, levantó la mirada del
suelo y dibujó una mueca que quiso ser sonrisa y se quedó en simple
desconcierto.
-
Por Dios... – Serafí negó con la cabeza. De alguna manera, estaba convencido de que algún día, aquella criatura extraña y
silenciosa dejaría de decepcionarle y había albergado la esperanza de que quizá
fuera aquella noche la que marcara la diferencia. Visto lo visto, parecía que
tendría que seguir esperando y sentía que se le empezaba a acabar el tiempo y
la paciencia-. Juro que, a veces, tengo serias dudas de que seas hijo mío.