lunes, 22 de junio de 2020

PERDÓNEME, PADRE (semana 23)



En este colegio, los viernes por la tarde se rompe la rutina. El resto de semana se rige por un horario estricto, que admite pocas o ninguna variación, pero los viernes por la tarde nunca se sabe cómo van a terminar. Después de clase, las alumnas internas nos reunimos en el comedor para degustar la insípida comida que la vieja Sor Luz Divina nos prepara: sopa de pollo aguada y pescado a la plancha sin ningún sabor. De postre, según la temporada. A veces naranjas, a veces un yogur y si tenemos suerte, algún dulce sobrante de los que las monjas preparan para vender. Sucede con poca frecuencia pero esas ocasiones son siempre una fiesta. Cuando acabamos, nos dividimos en tres grupos y limpiamos la inmensa sala que las monjas, pomposamente, llaman “refectorio”. Nos repartimos las escobas, los trapos y las fregonas y vamos de un lado al otro quitando el polvo de los cuadros y las estatuas, barremos hasta el último rincón y fregamos dos veces el suelo: la primera, con lejía y agua y la segunda, con un líquido que huele a fruta pasada, de color rosa, que deja las baldosas resbaladizas y brillantes. Después salimos de allí tapándonos la nariz porque queda flotando en el aire, a pesar de las ventanas abiertas al frío del invierno o el calor achicharrante del verano, una combinación irrespirable de olor a lejía y el otro líquido. No exagero en absoluto. Leonor, la más joven de las alumnas internas, se marea si respira ese aire más de tres veces seguidas.

Después de limpiar el refectorio, tenemos una hora de libertad relativa. Sor Amelia, con el rostro serio, nos recuerda siempre que debemos pasarla en nuestras habitaciones, en completo silencio, meditando cuidadosamente sobre nuestro comportamiento durante la semana. Es su modo de pedirnos que nos preparemos para el acto estrella de los viernes: la confesión. Este es un colegio religioso, así que el trámite es obligatorio. ¿Nos molesta? No en exceso, es una oportunidad para ejercitar nuestra creatividad porque, estando encerradas las veinticuatro horas del día, seis días a la semana y doce horas el séptimo, ¿podría decirme alguien qué posibilidades tenemos de pecar? Pero pecar de verdad, en serio, nada de mentir o levantar falsos testimonios. Ya lo digo yo: escasas o ningunas, así que nos estrujábamos el cerebro hasta conseguir una lista lo suficientemente creíble pero sin exagerar. Qué pérdida de tiempo, diréis, qué necesidad tendrán de hacer eso… Muy sencillo: para llamar la atención del padre Segismundo, nuestro párroco titular y confesor designado, un hombre de mediana edad con cara de bonachón y un diámetro de circunferencia a la altura del ombligo que siempre me hace pensar en cómo se las arreglará para atarse los zapatos cada mañana. Se mueve con pasitos cortos, bamboleándose de un lado al otro como si fuera un paso de Semana Santa llevado por costaleros, con un cigarro a medio fumar olvidado entre los dedos y la mirada perdida en el horizonte. Tiene fama de santo pero, debajo de su aspecto de abuelo consentidor, se esconde un auténtico psicópata de la moralidad y el castigo. Supongo que os preguntaréis por qué, entonces, nos empeñamos en provocarle pero la respuesta es muy sencilla: por necesidad.

Para nosotras, las alumnas internas, la vida en el colegio es una continua sucesión de clases, obligaciones, rezos y regaños. Misa cada mañana antes de desayunar, misa cada noche después de cenar, revisión de vestuario una vez a la semana, limpiar las habitaciones cada día después de comer, cuatro horas de estudio diarias, nada de televisión, algo de radio pero sólo en la sala común, apagar luces a las 10 de la noche… Contemplamos a las alumnas externas con una mezcla de odio y envidia y ellas, que saben perfectamente lo que sentimos, nos devuelven la mirada cargada de desprecio y superioridad. No nos juntamos, somos como agua y aceite. Ellas entran a las ocho y media cada mañana y a la una del mediodía, después de un Ave María y un Padre Nuestro, vuelven a sus casas, con sus familias, sus criadas de uniforme almidonado, sus fiestas de sociedad y sus ligues de alta sociedad que, en el fondo, buscan lo mismo que todos los demás. En cambio, la mayoría de nosotras venimos de familias ¿cómo las llaman? Bah, qué más da. Algunas somos hijas de madres solteras o viudas o, en el mejor de los casos, tenemos un padre en la cárcel en la cárcel o que se salió a buscar tabaco y jamás volvió. Somos las ovejas descarriadas del rebaño que todavía se pueden salvar de la podredumbre del mundo pero somos difíciles, llevamos sangre mala en las venas. No lo digo yo, nos lo recuerda la Madre Superiora cada domingo, después de la misa, cuando nos permiten salir durante medio día y nos recuerda los peligros que nos acechan al otro lado de estos muros protectores. Peligros a los que, al parecer, nosotras estamos más expuestas por eso de la mala sangre. Vamos, que cualquiera nace con el pecado original a cuestas y nosotras debemos llevar ese y cinco o más de serie porque sí. Si ella supiera que el peligro real está debajo de sus narices…

Porque el padre Segismundo, más allá de toda la ira divina con la que nos amenaza desde el púlpito y las arengas con las que nos castiga durante las clases de religión los martes y los jueves por la tarde, esconde un secreto. A decir verdad, no sabemos si es un secreto realmente secreto o uno de esos que se saben pero se prefiere ignorar. En cualquier caso, el resultado es exactamente el mismo: todos miran hacia otro lado y él sigue como si nada extraño ocurriera. A veces siento miedo, mucho miedo, porque sé lo que podría pasar si se descubre lo que ocurre, pero otras me da pena. No él, eso jamás, sino nosotras, que callamos aun sabiendo que deberíamos gritar tan fuerte que hiciéramos temblar los cimientos de esta institución. ¿Por qué no lo hacemos? Y para qué, ¿quién iba a creernos? Llegará el día en que se crucen todos los límites y, entonces sí, caerán los velos y aparecerá la verdad. Ojalá sea pronto porque algunas de nosotras ya no podemos más.

Así que el viernes por la tarde, cuando la rutina se rompe, el padre Segismundo se viste con su hábito de confesor y su estola morada, entra en la capilla y nos mira como sopesando quién ha cometido los pecados menos importantes y quién habrá caído en la depravación más absoluta. Decide, en cuestión de segundos, el orden por el que deberemos acercarnos al confesionario. Pensaréis en esa especie de caja de madera con dos habitáculos, uno para él y otro para la víctima, separados por una delgada pared enrejada, ¿verdad? Pues os equivocáis, el padre Segismundo confiesa por cercanía y eso significa que ha trasladado la ceremonia a un cuartito junto la sacristía, donde hay un sofá de los tiempos de María Castaña, dos sillones a juego y una pequeña mesita de café con su inefable Cristo crucificado y una copia de la Biblia que, dice con orgullo, le regaló Juan Pablo II hace años. Una vez decidido el orden de confesión, nos reparte por la capilla y nos ordena rezar para preparar nuestra alma antes de abrirla a Dios, y se lleva a la primera víctima.

El trámite no dura mucho al principio, se va alargando según incrementa la importancia del pecado y, por consiguiente, el interés del padre. Leonor suele ser de las primeras en entrar y apenas tarda cinco minutos en salir. Es la más inocente de todas nosotras y también la menos agraciada, lo cual es una bendición en esta situación. El padre apenas la mira, se limita a escucharla con los ojos cerrados y le encarga un par de Ave María, cuatro o cinco “Yo pecador” y el doble de Padre Nuestro, le absuelve sin rozarle siquiera y, después de recordarle que no debe contarle a nadie lo que allí ocurre, la manda de vuelta a su habitación. Leonor sale con la cabeza baja y se aleja sin prestar atención a nada más que sus pasos. Estrella y Sofía se reparte el segundo y tercer turno. Con ellas se demora un poquito más porque hablan con susurros y tienen que repetir sus palabras una y otra vez para que el padre, que padece una leve sordera, no se pierda nada. Tampoco tienen grandes cosas que contar y aspiran a ingresar en la orden. Creo que ya han presentado su solicitud y están a la espera de respuesta pero dudo mucho que las rechacen, no están los tiempos como para ir despreciando postulantes. Así que entran, balbucean su lista insignificante de pecadillos y salen con el rostro transfigurado de santidad y alivio.

Una a una, las doce chicas vamos cumpliendo con una coreografía cuidadosamente ensayada durante siglos, los pasos que alguien, mucho antes que cualquiera de nosotras naciera, inventó para mantener a raya la vida de sus semejantes. ¿Qué pasaría por esas cabezas para inventar algo tan sucio como la confesión? ¿Y por qué? Tal y como yo lo veo, y no soy la única, no es más que una persona, imbuida de un poder supuestamente divino, satisfaciendo su ansia de curiosidad sobre otra, con el único objetivo de castigar sus debilidades y fallos. Debilidades y fallos a los que todos estamos expuestos, aunque en algunos pesen mucho menos que en otros. Envidio a los que pueden librarse de la confesión y no entiendo, por más que me esfuerzo, a los que deciden hacerla voluntariamente. Ojalá yo pudiera evitarla, sería mucho más feliz y eso que no tengo nada que esconder. Yo no peco; a mí, por decirlo de una manera que seguramente no será correcta, me pecan. Me hacen pecar y me señalan, me juzgan, me culpan y me condenan los mismos que me convierten en pecadora. Al menos, he dejado de darles la razón, de sentirme sucia y castigarme. Lo peor de mí no soy yo sino ellos. Él.

Esta semana, el turno de espera más largo nos corresponde a Maite y a mí. Maite lleva en el colegio seis años. Llegó con once, cuando su madre entró en prisión por un delito de prostitución y su padre la dejó abandonada en la entrada. Las mojas se hicieron cargo de ella y le han dado una educación más que adecuada. Eso hay que reconocerlo, en este aspecto no hay diferencia alguna entre nosotras y las alumnas externas; nos exigen más, por supuesto, a modo de retorcida compensación por costarles dinero en vez de hacérselo ganar, pero nos preparan para valernos en el mundo cuando salimos de aquí. A Maite le queda poco, en apenas unos meses cumplirá dieciocho años y podrá irse. No ve la hora, dice que el último año se le está haciendo demasiado largo y no deja de hacer planes, que cambia un día sí y otro también, para un futuro que ella desea que sea brillante y, en realidad, sólo es incierto. Ya es mayor para ciertas cosas y también para juntarse con nosotras, no mucho pero lo suficiente. Sin embargo, no nos pierde de vista. Es nuestra gallina clueca intentando proteger a sus polluelos sin demasiado éxito. No sé qué será de nosotras cuando se vaya. Echaremos de menos su risa fácil, su manía de ir cantando por todos los rincones, la habilidad que tiene para coser botones y, sobre todo, que nos defienda con uñas y dientes de cualquier acto que considere injusto. Normalmente es una persona muy tranquila por fuera pero siempre lleva una auténtica procesión por dentro y hoy es incluso peor. Se remueve en el asiento, no deja de dar golpecitos con el pie en el suelo y cada vez que oye el sonido de la puerta al abrirse, se pone pálida. Anda enamoriscada de uno de los jardineros, un muchacho de pocas luces y sonrisa brillante. Sabe que el padre conseguirá sacarle la información, le obligará a contarle hasta los más mínimos detalles y que el castigo que reciba será tremendo. Se teme cilicio durante unos días y tiene miedo.

Cuando el padre la llama, arrastra los pies hasta la habitación y la pierdo de vista cuando se cierra la puerta. Tarda mucho, más de lo habitual, y cuando sale, lo hace con el rostro lleno de lágrimas y, en la mejilla, la marca roja de una mano. Me mira de reojo y me pide que no diga nada, que no empeore la situación, y sale de la capilla con pasos rápidos, casi a la carrera, antes de echar a llorar en el pasillo. La oigo perfectamente y mi primer impulso es levantarme e ir a consolarla, asegurarle que no pasará nada pero no puedo. A mi espalda, el padre ha dicho mi nombre y en su tono se adivina que no tolerará ni un segundo de retraso. Respiro hondo, me doy la vuelta y, con la vista clavada en la punta de mis gastados mocasines, me dirijo al confesionario.

Me siento en el sofá, siguiendo la indicación del padre, y cruzo las manos con fuerza sobre mi regazo, evitando mirarle. Con paso cansino, resoplando por el esfuerzo, se acerca a mí y me pone una mano pesada sobre la cabeza.

- Ave María Purísima- recito mientras se sienta en un sillón a mi lado, tan cerca que nuestras rodillas casi se tocan.

-Sin pecado concebida- contesta él. Me santiguo y continúo con el guion.

- Hace una semana que no me confieso, padre-  digo, desplazándome un poco en el sofá para alejarme de él.

- Que el Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados. Cuéntame, hija mía, cuáles son”, dice, sentándose en el hueco que dejé libre en el sofá. Qué gran error, pienso, acabo de concederle toda la ventaja en este juego. Me quedo en silencio unos segundos, con los ojos cerrados, como si ordenara mis pensamientos, y aprovecha para poner una mano sobre mi rodilla. Reprimo el impulso de apartársela y alejarme un poco más pero la aprieta y me anima a continuar - Vamos, hija mía, no temas, que el Señor y yo te escuchamos.

- Siento envidia de mis compañeras externas, tienen tantas cosas bonitas… y no quieren compartirlas nunca con nosotras, son malas y egoístas-. Hago una pequeña pausa y me anima a continuar-. Robé un par de bollos dulces de la cocina. Me inventé un dolor de cabeza muy fuerte para no limpiar los baños esta semana.

- Por tanto, mentiste-, dice, subiendo su mano por mi pierna. Me da un escalofrío que él prefiere ignorar y asiento, con la vista clavada en una grieta de la pared.

- Acusé a una externa de haber robado las flores del recibidor cuando había sido yo. Vi el armario del refectorio abierto y bebí un trago del vino que allí guarda la Madre Superiora. Algunas noches me levanto y me voy al lavabo para leer novelas. A veces fumo, escondida en detrás del cobertizo del jardinero. El último fin de semana que salí, dejé que un chico me besara-. La mano, que estaba ya muy cerca de mi muslo, se detiene de repente y yo contengo el aliento.

- ¿Y te gustó? – No digo nada, no quiero decir nada-. ¡Contesta! ¿Te gustó?

- Padre, yo… - asiento con la cabeza y su mano me aprieta el muslo. Me hace daño pero no parece importarle.

- ¿Era la primera vez? – niego con la cabeza y se levanta. Pone su mano bajo mi barbilla y me obliga a mirarle-. ¿Qué más te hizo? ¿Y qué le hiciste tú?

Le cuento que le devolví el beso, que dejé que me cogiera de la cintura y después me abrazara, que me acompañó a pasear por el parque y nos besamos una y otra vez. Volvió a sentarse a mi lado, puso su mano en el mismo punto sobre mi pierna y empezó a acariciarme.

- Así que te gustó, ¿eh? – Se acercó para susurrarme al oído y pude oler el tabaco en su aliento-. Sí, ya lo creo que te gustó… y seguro que también dejaste que te tocara y que tú le tocaste también. Dime, niña, ¿has tenido pensamientos impuros con él? Cuéntamelos, vamos, tienes que decírmelo para que Dios y yo podamos perdonarte.

Intento sacar su mano de debajo de mi falda y alejarme de él, salir de allí, pero no puedo. Es más grande y más fuerte que yo, a pesar de su edad, y lo único que consigo es que se enfade conmigo. Me da un bofetón que me deja sin aire y me quedo tumbada en el sofá. Él aprovecha para ponerse encima de mí, levantarme la falda y tocarme por todas partes. Tengo que hacer algo, tengo que sacar fuerzas de flaqueza y gritar pidiendo socorro o pegarle un rodillazo entre las piernas o un puñetazo en su nariz de borracho o un cabezazo en la frente o... No hago nada, ni siquiera le suplico que me deje en paz, que no siga, que pare. Ni lloro. Me quedo quieta, con los ojos y la boca cerrada, esperando que haga su trabajo, que acabe pronto y me deje marchar. Por suerte para mí, se sacude diez o doce veces y se derrumba, con un gemido ronco, sobre mi cuerpo. Se queda así, con la respiración agitada, durante unos segundos y luego se levanta con esfuerzo. Se arregla la ropa y el pelo, enciende un cigarro y me ordena que me siente. Me da un vaso de agua que yo rechazo, me limpia las lágrimas que, ahora sí, empiezo a derramar, me pasa las manos por el pelo y me baja la falda. Me dice que es todo culpa mía, que yo deseaba que ocurriera y por eso le he provocado con esas historias de vicio y perversión. Él es la víctima, yo la pecadora. Me castiga, por mi bien, con una cantidad ingente de oraciones y consejos, me pide que reflexione sobre mi actitud y me asegura que no estoy condenada aún, que todavía me queda una posibilidad de salvación porque Dios ama a todas las criaturas y, especialmente, a las que parecemos andar por el camino de la perdición. Después me da una palmadita en la cabeza, hace la señal de la cruz y me absuelve.

- Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Ve, hija, y procura no pecar más. Y recuerda, no puedes contarle a nadie lo que ocurre en este confesionario, es un asunto entre Dios, tú y yo – Asiento, hago una genuflexión y me giro para irme a mi habitación-. Te espero la semana que viene, no lo olvides.

Señalada. Juzgada. Condenada.




Mjo

14-06-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 23