Adriana
tiene una rutina que sigue, casi al pie de la letra, cada día y a mí me encanta
ser testigo de ella. La primera alarma de la mañana suena a las 6:30. Mientras
Piotta canta su oda a Roma y los “7 vici capitale”, ella se da la vuelta y, sin
abrir los ojos, tantea en la mesita de noche hasta que localiza el móvil y
pulsa el botón para silenciarlo. Lo deja sobre la almohada y vuelve a quedarse
inmóvil, de lado, hasta que suena la segunda y última alarma, a las siete en
punto, y Exili a Elbale cuenta lo de las “Paraules d’una dona sàvia”.
Adriana lo apaga antes de que llegue al estribillo y gimotea un poco, se da la
vuelta y, a regañadientes, saca los pies de la cama y los pone en el suelo.
Empieza entonces su pequeño ritual matutino, que incluye meter los pies en las
zapatillas, desperezarse hasta que le crujen todas las vértebras, recogerse el
pelo en una coleta desordenada, ponerse la camiseta, restregarse los ojos hasta
casi hacerse daño y, por fin, levantarse y caminar hasta las escaleras que
llevan al comedor para bajarlas entre bostezos.
Antes
que nada, sube las persianas de la terraza y guiña los ojos ante la luz del
sol. A esas horas de la mañana, el aire que entra es fresquito y se le pone la
piel de gallina, así que cierra la puerta corredera de la derecha y deja
abierta, solo un palmo, la de la izquierda. Va al lavabo y cuando vuelve, se
enfrenta a la cocina para decidir qué desayuna. Un día pan con tomate y
embutido, otro día yogur griego con cereales y frutos rojos, según la
inspiración del momento o lo que la báscula, traidora, le haya dicho al pesarse
unos minutos atrás. Lo que no le falta nunca, ni en los peores momentos, es una
taza de café. Durante la semana, de esos de cápsulas; los fines de semana, de
cafetera de las de toda la vida no sólo porque tiene más tiempo para saborearlo
sino por el aroma que se queda flotando en el ambiente.