martes, 19 de abril de 2016

ENTRE LA REALIDAD Y LA LEYENDA



Toda esta historia, o saga, comienza… No sé exactamente cuándo pero pondremos el principio en la llegada de mi abuela y cuatro de sus cinco hijos (el quinto llegaría unos años más tarde) a un pequeño pueblo del Pirineo de Lleida. Su marido, mi abuelo, había emigrado un tiempo antes para buscar trabajo y un hogar decente donde toda la familia pudiera echar raíces. Supongo que, como tantos otros en aquella post-guerra infame, el hambre, la miseria y la política les dejaron pocas opciones. Desde luego, no debió ser fácil para ninguno de ellos. Separados por tantos kilómetros, trabajando duro y contando los días para reunirse…

            La historia de amor de mis abuelos siempre me ha parecido material digno de una película de Hollywood. Mi abuela, Leonor, pertenecía a una familia si no adinerada, si muy bien situada. Tenían tierras, eran los dueños de la única pensión del pueblo y se codeaban con los miembros del “Movimiento” que por allí pasaban. Creo recordar que incluso llegó a participar en aquellos crueles espectáculos en los que se rapaba a las madres, hermanas, esposas o hijas de republicanos y se les administraba aceite de ricino, para después pasearlas por las principales calles del pueblo para avergonzarlas. Al fin y al cabo, eran parte de los vencidos y había que recordárselo tan a menudo como fuera necesario. Cuesta creerlo, sobre todo cuando la ves ponerse hecha una fiera delante de la tele cada vez que sale un político de derechas.

            Javier, mi abuelo, era un perfecto Don Nadie. Pertenecía a una familia de labradores sin tierras propias, que se ganaban la vida trabajando como jornaleros en los típicos cortijos andaluces. Allí se dejaban el lomo de sol a sol, en invierno o verano, a cambio de un sueldo miserable. Eso, si tenían suerte. Si pintaban bastos, no les quedaba más remedio que recoger los bártulos y salir a buscarse las lentejas arrastrando niños y ancianos. En uno de esos traslados fueron a parar al pueblo de mi abuela y allí, en la misma plaza de la fuente, se cruzaron sus miradas y surgió el amor. 

            Vale, quizá tenéis razón y no fue así de romántico pero como soy yo la que cuenta, me vais a disculpar que lo haga a mi manera.

            Leonor no era una belleza espectacular pero tenía viveza y nervio (los tiene ahora, a los noventa y pocos, ¡no quiero ni pensar cómo sería a los dieciséis!) y destacaba sobre todas las demás. Javier, en cambio, era un mozo alto y bien plantado, con un bigotillo a lo Clark Gable que arrancaba suspiros hasta a la más fría de las mozas. También era rojo e idealista.

Ella cargaba un cántaro de agua tan grande como su cuerpo y él, quitándose la gorra con caballerosidad, se ofreció a llevarlo hasta donde fuera necesario. No hizo falta más. Bonito, ¿eh? 

            Como en todas las grandes historias de amor, no les faltaron dificultades en su relación. Más que dificultades… lo que no faltaron fueron los gritos que puso en el cielo mi bisabuela. Ella, tan digna y correcta, tan cristiana y respetuosa de la ley (la suya, claro) no pensaba permitir que su hija se relacionara con un muerto de hambre que no tenía en propiedad más que las alpargatas de calzaba ya que el resto de su atuendo había salido de la generosidad de sus patronos. ¡Y rojo, por el Amor de Dios! Se propuso impedir a toda costa que la cosa prosperara, empezando por encerrar a su hija en casa y no dejarla ni asomarse a la ventana, además de colocarla bajo vigilancia estricta las veinticuatro horas del día. No contó con la cabezonería de Leonor, el sentido del honor de Javier y la fuerza de sus sentimientos. 
 
            Una noche sin luna, mi abuela se las arregló para salir de la casa por la ventana del baño. Temblando de miedo y frío, protegida por las sombras y rezando bajito, se alejó del pueblo. A cierta distancia, escondido detrás de un olivo centenario, le esperaba Javier. Se miraron con cautela, los dos esperando que el otro inventara una excusa antes de salir corriendo, dejándole abandonado a su suerte. Cuando se dieron cuenta de lo absurdo de la situación, se sonrieron, se dieron la mano y huyeron en busca de la libertad. Antes del amanecer, encontraron un antiguo refugio de cazadores a los pies de una sierra, lo suficientemente entero como para resguardarles del frío y lo suficientemente alejado de los caminos como para que el humo de una hoguera no les delatase. Extendieron unas mantas en el suelo y Leonor, que de inocente no tenía ni un pelo, decidió dejar las cosas claras antes que fuera demasiado tarde.

            - Mira, Javier, no te vayas tú a hacer una idea equivocada. Que yo me haya ido contigo es una cosa y que nos vayamos a encamar, otra muy distinta. – Recogió una de las mantas y se la llevó hasta el otro extremo del refugio.- Yo duermo aquí y tú, al otro lado.

            El pobre Javier la miraba boquiabierto. No se le había pasado por la imaginación la posibilidad de “encamarse” con ella hasta que el cura no les declarara marido y mujer. Bueno, alguna vez sí pero bastantes problemas tenían ya; no le apetecía tener que enfrentarse a un juicio por violación o a saber qué. Con lo loca que estaba su posible suegra, cualquier cosa era posible. Así que se concentró en encender el fuego y después se tumbó de espaldas a ella, tratando de olvidar que estaban juntos, solos, alejados del pueblo y del resto de la gente. Aquella noche tuvo pesadillas y en todas salía la figura de un demonio enmoñado y vestido de luto, con collar de perlas y un rosario en las manos. En la única foto que recuerdo de mi bisabuela, en la puerta de la Iglesia a la salida de misa, ella lleva un moño muy estirado y viste un sencillo traje chaqueta de color negro; por único adorno, un collar de perlas y un rosario. Qué coincidencia…

            Pasaron fuera tres días con sus tres noches y, con las luces del cuarto amanecer, hicieron acto de presencia ante mi bisabuela. Sobra decir que ésta había movilizado a amigos, conocidos y hasta la Guardia Civil en un intento, fracasado, de localizar a esa hija casquivana que había echado a perder su vida por un desarrapado cualquiera. Porque de ésta no se iba a recuperar, el honor de la familia había sido arrastrado por el barro y trabajo le iba a costar arreglarlo. Total, que cuando los tuvo delante, primero le arreó a Leonor un par de sonoras bofetadas, de ida y vuelta, y a Javier le calzó la mirada más dura que tenía en su repertorio. Ni una cosa ni la otra le sirvió de nada. Venían los dos empapados en amor, encabezonados en esa aventura, y convencidos que su vida era o juntos o ninguna. Discutieron durante horas, intercambiaron amenazas, Leonor fue desheredada, Javier echado de la casa sin éxito y juraron no volver a mirarse en lo que les quedaba de vida. Al final, cedió. Mi bisabuela agachó la cabeza y se rindió. No poodía con su hija, conocía todos sus puntos débiles y era capaz de manejarla a su antojo, pero era incapaz de doblar la voluntad de aquella mujer nueva, desconocida, que la miraba con la certeza de la victoria en la mirada mientras se aferraba al brazo del hombre que había elegido libremente. Consintió a la boda, porque ya no había otro remedio si quería salvar el apellido y porque ya no le quedaban fuerzas. Además, aquello no tenía por qué ser una derrota total. Si sabía jugar sus cartas, sólo sería una batalla perdida y Dios bien sabía que la guerra podía, iba a ser, muy larga.

            Una semana más tarde, a las siete de la mañana y sin más invitados que el hermano de Leonor, Víctor, que dormitaba en el primer banco de la iglesia, la pareja fue unida en Santo Matrimonio. Entraron y salieron por la puerta de atrás, no fuera que alguien del pueblo presenciara el indigno momento. Leonor vestía de negro, con velo y medias tupidas, y más parecía un cuervo que una radiante novia. Ni flores llevaba. Javier lucía el pelo negro peinado con gomina, la gorra retorcida entre las manos, sus mejores alpargatas y una sonrisa capaz de derretir el corazón más frío. Intercambiaron sus promesas con voz alta y clara, sin despegar sus ojos de los ojos del otro, seguros y felices. No hubo anillos y el beso de tradición se lo saltaron, ya tendrían tiempo de darse todos los que se debían sin que les vigilaran.

            Salieron al frío de enero cogidos de la mano, sonriendo al mundo y al futuro. Se despidieron de Víctor, que a duras penas era capaz de mantener la verticalidad gracias al vino que había bebido la noche anterior, y de mi bisabuela con una simple inclinación de cabeza y se fueron sin mirar atrás. En la puerta trasera, entre la casa del sacristán y el huerto de un tal Manuel, que al parecer también era familia nuestra porque en aquel pueblo todos lo eran de una manera u otra, quedó su figura tiesa, helada, observando cómo se alejaban por el camino. Esto no acaba aquí, se dijo, no acaba más que empezar.

            En contra de lo que todo el mundo murmuraba en corrillos en la plaza, a la salida de misa los domingos o en el bar del Paco mientras jugaban al dominó y trataban de arreglar el mundo, en menos de ocho meses Leonor no dio a luz. El primer hijo, una niña preciosa y llorona, no llegó hasta pasado un año. Una de dos, o realmente no se tocaron durante los días que pasaron huidos o tuvieron mucha suerte. Nunca sabré la verdad porque cada vez que sacaba el tema, mi abuelo juraba entre dientes que no pasó nada de nada… y luego se reía entre dientes, como el diablo burlón que a veces jugaba a ser. 

Y se fue sin desvelar la verdad, convirtiendo esta historia en una leyenda que, de vez en cuando, me gusta recordar.

Mjo
19-04-16