Intento no ponerme demasiado dramática, pero, tarde o temprano, cedo a la tentación y le digo todo lo que no fui capaz de decirte a ti. Le cuento cuánto me gustaban tus abrazos y besos, cómo temblaba por dentro cada vez que me tocabas, lo mucho que te echo de menos cada día y que fui feliz contigo, aunque fuera a ratos y durara poco. Si el día ha sido difícil, acabo contándole las veces que me hiciste daño, lo que he llorado tu ausencia y la tristeza que, desde hace semanas, va conmigo a todas partes, a pesar de que nadie lo sepa porque sigo sonriendo como si no pasara nada. No pierde la compostura nunca, es inmune a mi ridículo y, como mucho, se conforma con apartar la mirada y esperar que pase la tormenta.
Fantaseo con ella, imaginando que se tumba a mi lado cuando me acuesto y me abraza hasta que me duermo, que me canta una canción al oído y, cuando cree que no puedo verla, me mira y sonríe. Vigila mis sueños, espanta a los monstruos que viven debajo de mi cama y me tapa para que no tenga frío. Si se me ocurre soñar contigo, me coge de la mano y ahuyenta los recuerdos para que, al despertar, ya no me duelan. Casi nunca funciona, pero al menos lo intenta. Después despierto y descubro que no es más que una triste fantasía, que sigo estando sola. Y cansada. Y ya está bien.
Anoche, por primera vez en meses, no dormí sola y esta vez era real. Cuando llegó la calma y el silencio, me di la vuelta en la cama y allí estaba tu sombra, mirándome enfurruñada, preguntándome quién era el que ocupaba tu sitio a mi lado. "No te importa", le dije, "ya iba siendo hora". Soltó un resoplido de desdén y se marchó sin mirar atrás. "¡Ya me echarás de menos!", gritó antes de cerrar la puerta, y su voz quedó flotando en el aire hasta que salió por la ventana y se perdió en la noche. Me quedé dormida y no tuve sueños, ni contigo ni sin ti, y empiezo a pensar que tienen mis males remedio, que saldré de ésta y mañana... Mañana será otro día.