domingo, 29 de septiembre de 2019

NOCHES DE FIESTA


El jaleo de los días de feria ya se oía a un kilómetro del pueblo. Si tenías el olfato fino, también llegaban hasta ti los olores a fritanga y, algo por debajo de la superficie, el regusto a vino peleón de los puestos de comida. La gente, vestida de domingo, se dirigía a la plaza, donde una orquesta de quinta fila afinaba sus instrumentos para amenizar la velada. Todavía no se había puesto el sol y los mosquitos ya empezaban su baile infernal.

A Marisa le daba la vida ese ambiente exaltado. En esos cuatro días, nadie se acordaba de problemas o penas y todos eran amables o, como mínimo, simpáticos con todos. Cuando se acababa la fiesta, la vida volvía a la normalidad y los vecinos se miraban con recelo, los cuchicheos regresaban a todas las esquinas, los ricos sólo se codeaban con los ricos y los pobres recuperaban la lucha por sobrevivir. Pero esa pausa, esas noventa y seis horas, compensaban todo un año de penurias y estrecheces.
Estrenaba los dos vestidos que había cosido, después de volver del campo, limpiar la cocina y acostar a sus hermanos pequeños. Se arreglaba el pelo, se pintaba los labios, se ponía unas gotitas de perfume y se calzaba los zapatos que había lustrado con esmero para que nadie notara las rozaduras del tiempo. Y bailaba. Bailaba toda la noche, hasta que le dolían los pies y el mareo le hacía olvidar las penas. Y se reía a carcajadas con sus amigas, al sentir sobre su piel las miradas de los mozos más apuestos del pueblo, que parecían repartirse las presas como si de una partida de caza se tratara. No acabaría con ninguno, valía más que ellos, pero jugaba con todos con un gato con un ratón despistado. Se dejaba admirar, incluso querer, sin traspasar jamás la línea de la decencia. Aspiraba a más y sabía que su destino no estaba allí, en aquella plaza empedrada donde una banda de mala muerte destrozaba canciones hasta que salía el sol.

martes, 24 de septiembre de 2019

OTOÑO

"Septiembre tiene algo de inexplicable, algo de muda de piel, de transicion, algo indefinible entre la nostalgia, el regreso y la despedida. Ni sabría decir el qué. Es algo, como una sensación de viaje del que nunca debimos regresar" (Marwan)


Septiembre es mi mes. Un uno de septiembre nací yo, nueve meses y tres días después de la boda de mis padres. Un mes de septiembre hice esa maldita-maravillosa transición de niña a mujer. Un mes de septiembre llegó mi primera vez. En septiembre he perdido amores y encontrados amigos. En
septiembre me he vuelto a encontrar después de veranos locos, de descubrimientos, aburridos, solitarios, de vacaciones o trabajados. En septiembre vuelvo a ser un poco yo, no del todo, pero empiezo a regresar de los viajes astrales que me pego por la vida y recupero la rutina. Me gusta mi mes porque inauguramos el otoño; el sol sale más tarde y se oculta antes, regalándome amaneceres y puestas de sol dignas de ser contempladas sin decir ni una palabra. Hay tormentas, salvajes y repentinas, y se acompasa mi ritmo con el de la lluvia, los relámpagos y los truenos. Cambio la piel en septiembre, olvido errores y aciertos, busco razones y no siempre las encuentro, me aferro a antiguos vicios y los pongo bajo el microscopio por si todavía tienen algo de vida. Intento no perder la sonrisa y contesto automáticamente "Estoy bien" cada vez que alguien me pregunta; todavía lloro en privado; es el único coto al que nadie, o casi nadie, tiene acceso. En septiembre empiezan a cambiar los colores, hay rojo por todas partes, como mi pelo. Como mis labios casi cada día. Yo soy septiembre de principio a fin.

martes, 10 de septiembre de 2019

DOLORS

Dolors se miró al espejo y a duras penas se reconoció bajo la espesa capa de maquillaje. Vestida con un corpiño de terciopelo rojo que le oprimía las costillas y convertía sus pechos en dos tentaciones de carne sonrosada, unos calzones de seda negra, liguero de encaje y medias con costura, subida a unos zapatos de tacón atados al tobillo con un lazo de satén y peinada con un moño coronado con una rosa blanca, parecía una cortesana escapada de aquellos libros que a veces leía a escondidas. Pensó en su madre y se mordió el labio inferior; a la pobre le daría un soponcio si la viera de esa guisa. 

Eternamente vestida de negro, viuda joven casada en segundas nupcias con el sacristán de la iglesia del pueblo, el único hombre que se atrevió a cargar con su amargura y sus hijos. Su madre, tan de misa ella, tan de comunión diaria y confesión semanal, tan de camisa abotonada hasta el cuello, la falda un palmo por debajo de la rodilla como poco y no cruces las piernas al sentarte que así no se sientan las mujeres decentes, no mires de reojo que van a pensar que buscas halagos, no sonrías tanto que pareces una fresca, camina con los ojos pegados en el suelo y  no dejes que te hablen, que te miren, que te toquen, que te rocen siquiera y, por el amor de Dios, ¡que nadie te bese jamás! No pienses. No sientas. ¡No vivas!

Cerró los ojos y sacudió la cabeza para alejar los malos recuerdos. Había recorrido un largo camino, lleno de errores, escaso de aciertos, y sabía que en cuanto saliera de la habitación, no habría vuelta atrás. Por un momento se sintió tentada de quitarse el disfraz que llevaba, lavarse la cara, recuperar sus viejas ropas y regresar al pueblo pero no podía hacerlo. ¿Quién quedaba allí para recibirla, qué le esperaba? Nadie. A la guerra le siguió la miseria que arrasó con lo poco que le quedaba. Respiró hondo, parpadeó para ahuyentar las lágrimas y que empujó a todos sus fantasmas al rincón más oscuro de su memoria. Olió todas las botellitas de perfume que había sobre el tocador, eligió el menos pesado y se puso unas gotas detrás de las orejas, en las muñecas y entre los pechos. En un rapto de inspiración, también en la entrepierna. Por si acaso. Se miró por última vez en el espejo, inventó una sonrisa seductora, respiró hondo y salió de la habitación.

Todavía insegura sobre los zapatos de tacón y con el corazón latiendo descontrolado, bajó despacio las escaleras que llevaban al salón, del que salían música y risas. Las imponentes puertas del salón estaba entreabiertas. Se acercó con cuidado para no ser vista y espiar qué había al otro lado. Un paso dentro de esa habitación y ya no habría vuelta atrás. Estaba decidida a hacerlo, no le quedaba más remedio, pero quería hacerse una idea de lo que le esperaba al otro lado. Y se sorprendió. Esperaba una escena de depravación y no vio nada de eso. En los amplios sofás, alrededor de las coquetas mesas redondas cubiertas con ricas telas de brocados y encajes y, caminando de un lado al otro de la estancia, señores vestidos con trajes hechos a medida y chicas tan escasas de ropa como ella compartían una copa de licor o una animada conversación. La luz de las velas iluminaba tenuemente algunos rincones, donde quizá la actividad se volvía algo más... íntima pero parecía ser más una reunión de intelectuales que una tapadera para el vicio y la lujuria.


- ¿Ve algo que le guste, señorita? - una voz masculina a sus espaldas, profunda y con un leve tono de diversión, sonó sobre su hombro, provocándole un sobresalto. Se le escapó un grito y, al dar un paso atrás, se tambaleó sobre los tacones y aterrizó en sus brazos-. Discúlpeme, no quería asustarla.

Debería haberle contestado pero no fue capaz. Levantó la mirada y se encontró con unos ojos oscuros rodeados de pequeñas arrugas, un bigote perfectamente recortado y, debajo, una sonrisa juguetona que fue creciendo según la repasaba. Sus manos, grandes, apretaron su cintura más de lo necesario antes de empezar su camino de descenso hacia su trasero. No llegaron. Dolors, la antigua Dolors, la que había aprendido que ningún hombre debía tocarla hasta después del matrimonio, reaccionó asestándole una sonora bofetada de la que se arrepintió al instante.

- Dios mío, lo siento, señor. ¡Lo siento mucho! - dijo retrocediendo un par de pasos. El hombre se acariciaba la mejilla que empezaba a enrojecer y alzó una ceja en muda interrogación-. Yo... no quería hacer eso, por favor, no se lo diga a nadie.

- Eres nueva... - le contestó mirándola de arriba abajo. Parecía estar comprobando si valía la pena no quejarse o qué podría pedir a cambio de su silencio. Dolors asintió, levantando la barbilla como desafío mientras se retorcía las manos de puro nervio-. Hum… no diré nada, sé lo que podría pasarte si se lo cuento a la señora y por nada del mundo querría perderme...

- ¿Qué no querría perderse, señor?

- El placer de estrenarte, niña... - Alargó la mano y le rozó la mejilla, se detuvo un instante en los labios y bajó hasta el nacimiento de sus pechos, donde se entretuvo en acariciarlos justo por encima de la línea del corset. Dolors retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared. El desconocido se acercó a ella y le cerró cualquier oportunidad de huida. Se apretó contra su cuerpo y acercó la boca a su oído. Dolors cerró los ojos y se mordió los labios para no gritar, esperando un ataque que no se produjo. Notaba el aliento del hombre deslizarse sobre su cuello, caliente y húmedo, y se le erizó la piel-. Hueles muy bien. Estoy seguro que sabrás todavía mejor.

Le dio un beso suave en el hueco de la clavícula y, después de una última caricia atrevida, se alejó. Se pasó las manos por el pelo, se miró en el espejo y entró en el salón con paso tranquilo. Pasados unos segundos, cuando volvió a respirar con cierta normalidad y dejaron de temblarle las piernas, ella le siguió con la vista clavada en el suelo para no tropezar con ninguna de las alfombras que cubrían el suelo.

Mjo

domingo, 8 de septiembre de 2019

ESCENAS AL PIE DE LA ESCALERA

(Sitges, siete de septiembre de 2019)

Bajo la mirada de la iglesia, que ya las ha visto de todos los colores, la gente sube y baja sin prestar a atención a todo lo que no sea el mejor sitio para hacerse la foto. El mar de fondo, que se va alterando poco a poco, las piedras que tanta vida han visto pasar (¿qué nos contarían si estuviéramos dispuestos a escuchar?) y el sonido de las pisadas. Parece el escenario y la banda sonora perfecta para una escena romántica que no protagonizaré yo. Hoy no, al menos. Tengo otra la memoria, en otra playa, de noche y bajo una luna roja de sangre, pero ya pasó a la historia, tan perfecta como lo fue entonces.

Me senté en un banco de piedra a pensar, leer y escribir. El daño colateral, el efecto secundario no deseado, es escuchar las conversaciones de la gente. Cuatro adolescentes que no saben dónde plantar la toalla discuten a gritos, uno arriba del todo y el resto justo a mi lado. Gana el solitario y acaban, después de lanzar insultos y maldiciones varias, siguiéndole en busca de lo imposible: un rincón sin gente.

Detrás de mi, un par de japonesas gritan y se ríen a carcajadas. Les ha pillado de lleno la última ola que explotó contra las rocas. Espero que la foto les haya salido bien, les dará para un buen ratos de risas cuando vuelvan a casa.

Una pareja joven... No, una familia joven (padre, madre y niña de unos dos años) se acercan arrastrando carrito y bolsa con un millón de cachivaches. Un runner con tendencias suicidas evidentes (no hay otra explicación para correr a estas horas y con este calor de infierno) sube las escaleras de dos en dos, resoplando por el esfuerzo. La niña, claro está, quiere imitarle. Se coloca en posición pero antes de arrancar, su madre la frena: toca foto sentada en la escalera. Se sienta bajo la atenta mirada de sus progenitores y sonríe. Es preciosa. Nuestros ojos se cruzan durante un instante y me dice hola con la mano. Yo sonrío, quizá por primera vez en toda la mañana, y trato de no pensar en lo que no debo pensar. Dos o tres o cuatro fotos más tarde, la niña vuelve a poner cara de velocidad y se lanza a la conquista de las escaleras: una a una, alcanza su meta y levanta los brazos mientras sus orgullosos padres le aplauden. Es una mini Rocky con todas las letras.

Llega un par de aspirantes a modelos y toman al asalto el espacio. Ponte aquí. Baja la cabeza. La mano en la cintura. Quítate la gorra. Ponte bien el pelo. ¡Qué perra, en tus fotos no saldrá nadie de fondo! Sonríe. Saca la lengua... Se hacen fotos una a la otra, interrumpiendo el tráfico humano y cosechando sonrisas de admiración y fastidio a partes iguales. La verdad es que son muy guapas y seguro que, con o sin gente, sus fotos quedarán perfectas, tendrán muchos likes en Instagram. Yo las miro de reojo, con un poco de envidia. Me pregunto cómo debe ser caminar por el mundo con tanta seguridad, no tener dudas de nada y me doy cuenta de que, quizá, no es más que fachada. Quién sabe qué tormentos se esconden dentro de cada una de ellas...

Mi estómago empieza a quejarse y decido recoger para irme a comer. Al pie de las escaleras, frente a la imagen de la sirena varada, una pareja de novios (gracias, universo, ya toca que dejes de reírte de mí) se hace fotos con muchos espectadores. Ella va mona, apañada. No es el vestido que yo elegiría si alguna vez me viera en la situación pero no está mal. Le sobra la capa, me parece un estorbo. El novio es punto y aparte. Madre mía, ¿de dónde habrá sacado el traje? Vestido de blanco y plata, como los toreros, cada vez que se mueve deslumbra con los destellos del sol sobre el sombrero de copa (sí, sí, lo juro) forrado a juego con el chaleco. No sé si la cadena que cruza el pecho será de adorno y realmente sujeta un reloj de bolsillo pero, desde luego, no desentona con el resto del conjunto. Ah, y el bastón? Plateado con empuñadura blanca, pura filigrana. Me recuerda a alguien, algún personaje de novela victoriana que he visto trasladada a la pantalla, pero la exageración del atuendo me despista y me cuesta encontrar el parecido. Melena un poco por debajo de los hombros, gafas de sol redondeadas con montura metálica, bigote y perilla... Después de darle muchas vueltas, me sale. ¿Habéis visto la versión de "Drácula" de Coppola? Pues el novio es una versión de Gary Oldman, uno de los vampiros más seductores de la gran pantalla, muy pasada de vueltas y brillos.

Les están haciendo fotos y no puedo irme sin pasar por en medio, algo nada apropiado, así que vuelvo a sentarme y les miro. Ella está empeñada en que la brisa que sopla le levante la capa para que sea una foto "de portada" y él da vueltas a su alrededor, bastón en mano, como si quisiera conjurar el golpe de viento que les garantice el éxito. Recuerdo a las japonesas y se me escapa una sonrisa al pensar que una ola traicionera de repente hiciera acto de presencia y... Bueno, la foto también sería impactante, ¿verdad? ¡Mucho más que la de la capa ondeando! Al final, el fotógrafo decide recoger el chiringuito y subir las escaleras en busca de otro escenario idílico. Recojo mis trastos de nuevo, bajo las escaleras y enfilo el paseo marítimo en busca de la pizzería donde cené a principios de agosto.

Y de repente, se me ocurre preguntarme si...



Mjo

(NOTA: Todas las fotos son mías, hechas a lo largo de este día)