El día que atracaron en el
puerto, saltó a tierra antes que nadie y se perdió por la primera calle que
encontró, sin mirar atrás. Nadie lo echó de menos, por supuesto; se había encargado de pasar desapercibido
entre sus compañeros de viaje. Tenía mucha práctica. Había pasado años oculto
en las sombras, recopilando información para un bando u otro. Su lealtad iba y
venía, dependiendo únicamente del dinero que le ofrecieran. Ganaba el mejor
postor. Para él, la guerra no era cuestión de lealtades o convicciones sino de
inteligencia y supervivencia. Por desgracia, cometió el único error que no se
podía permitir: enamorarse de quién no debía. Jugó sus cartas y perdió, sólo
una vez pero fue suficiente. En un momento de debilidad, bajó la guardia y le
descubrieron. No le quedó más salida que dejar atrás su identidad, una familia
que hacía tiempo le había olvidado y a la mujer que precipitó su caída.
Arrastrando sobre sus hombros el
cansancio de varias noches en vela, siempre pendiente del más mínimo ruido, de
los pasos que parecían seguir su camino en la calle, de los ojos de algún
transeúnte que se cruzaba con él en la calle, sintió miedo por primera vez en
años y supo, sin duda alguna, que debía huir si quería salvar la vida. Subió a
aquel barco porque le gustó el nombre: Arcadia. Sonaba a nuevo, a sueños por
descubrir. Esperó que cayera la noche para colarse en la bodega. Se escondió
entre el cargamento y, cubierto con su raído abrigo, acabó por quedarse
dormido. Soñó con Manuela, con su sonrisa de niña bien educada en colegio de
monjas, tan inocente y pura. ¿Cómo no enamorarse de ella, si parecía hecha para
amoldarse a él como si fuera un guante? Mientras el barco se llenaba de
emigrantes en busca de una nueva vida, él revivió la primera vez que la vio, su
primera cita, el primer beso… la primera vez que entró en su cuerpo y quiso
morir de felicidad. Manuela había llorado después, avergonzada por haber
cometido pecado mortal.
- Iré al infierno, este pecado
jamás podrá lavarse de mi alma. Estoy condenada, ¡condenada! .- Él la acunó
entre sus brazos, besando su frente, acariciándole el pelo, susurrando palabras
de consuelo hasta que se calmó la pena y recuperó la sonrisa.
- ¿Te casarás conmigo, Manuela? –
le dijo, enseñándole el anillo que había pertenecido a su abuela. El tiempo, su
tiempo, se detuvo por completo, suspendido en una respuesta que tardó en
llegar.
- ¡Sí, claro que me casaré
contigo! – contestó, echándole los brazos al cuello antes de volver a caer bajo
su cuerpo y entregarse por completo. En aquel momento, creyó haber muerto para
aparecer en el cielo. Así que ésto es de lo que la gente habla cuando dicen que
son felices, pensó...
Despertó con el sonido atronador
de una sirena. El barco, su Arcadia, zarpaba. Ya no podía evitarlo. Se iba, lo
dejaba todo y empezaba de cero. Unas horas más tarde se atrevió a dejar su
escondite y se confundió entre el resto de los pasajeros. En la cubierta, una
larga fila de desheredados esperaba su turno para recibir un tazón de sopa y un
trozo de pan, gentileza de la Cruz Roja. Tres enfermeras, con sus inmaculados
uniformes blancos, añadían una sonrisa compasiva y algunas palabras pero nada
conseguía disfrazar el aire de tristeza que flotaba sobre todas las cabezas.
Recibió su ración con la cabeza baja y dio las gracias en un murmullo que tanto
pudo llegar a destino como perderse en el espacio. Buscó un rincón a cubierto y
comió con ansia. El pan empezaba a estar duro así sacó su pequeña navaja del
bolsillo, partió la rebanada en trocitos y los echó en la sopa. No estaba
buena, demasiado aguada para su gusto, pero al menos estaba caliente y para
cuando acabó, había recuperado la capacidad de pensar y dejar de lamentarse. Se
caló la gorra hasta los ojos, devolvió el tazón y la cuchara a las enfermeras y
buscó un sitio en la proa. Se apoyó en la barandilla y, por primera vez en
semanas, sonrió. Era libre y estaba vivo. Si pudiera olvidarse de ella, dejar
de soñarla, podría ganar esta partida. Y con el tiempo, quién sabe… quizá
volver a su casa, a buscarla.
Y matarla con sus propias manos, porque jamás
sería capaz de perdonarle que le engañara como lo hizo, destrozando no sólo su
vida sino la de muchas otras personas inocentes. Ella, Manuela, su ángel negro.
Maldita perra, maldita para siempre.
Mjo