martes, 10 de mayo de 2016

A PARTIR DE UNA FRASE...



El día que atracaron en el puerto, saltó a tierra antes que nadie y se perdió por la primera calle que encontró, sin mirar atrás. Nadie lo echó de menos, por supuesto;  se había encargado de pasar desapercibido entre sus compañeros de viaje. Tenía mucha práctica. Había pasado años oculto en las sombras, recopilando información para un bando u otro. Su lealtad iba y venía, dependiendo únicamente del dinero que le ofrecieran. Ganaba el mejor postor. Para él, la guerra no era cuestión de lealtades o convicciones sino de inteligencia y supervivencia. Por desgracia, cometió el único error que no se podía permitir: enamorarse de quién no debía. Jugó sus cartas y perdió, sólo una vez pero fue suficiente. En un momento de debilidad, bajó la guardia y le descubrieron. No le quedó más salida que dejar atrás su identidad, una familia que hacía tiempo le había olvidado y a la mujer que precipitó su caída.

Arrastrando sobre sus hombros el cansancio de varias noches en vela, siempre pendiente del más mínimo ruido, de los pasos que parecían seguir su camino en la calle, de los ojos de algún transeúnte que se cruzaba con él en la calle, sintió miedo por primera vez en años y supo, sin duda alguna, que debía huir si quería salvar la vida. Subió a aquel barco porque le gustó el nombre: Arcadia. Sonaba a nuevo, a sueños por descubrir. Esperó que cayera la noche para colarse en la bodega. Se escondió entre el cargamento y, cubierto con su raído abrigo, acabó por quedarse dormido. Soñó con Manuela, con su sonrisa de niña bien educada en colegio de monjas, tan inocente y pura. ¿Cómo no enamorarse de ella, si parecía hecha para amoldarse a él como si fuera un guante? Mientras el barco se llenaba de emigrantes en busca de una nueva vida, él revivió la primera vez que la vio, su primera cita, el primer beso… la primera vez que entró en su cuerpo y quiso morir de felicidad. Manuela había llorado después, avergonzada por haber cometido pecado mortal. 

- Iré al infierno, este pecado jamás podrá lavarse de mi alma. Estoy condenada, ¡condenada! .- Él la acunó entre sus brazos, besando su frente, acariciándole el pelo, susurrando palabras de consuelo hasta que se calmó la pena y recuperó la sonrisa.

- ¿Te casarás conmigo, Manuela? – le dijo, enseñándole el anillo que había pertenecido a su abuela. El tiempo, su tiempo, se detuvo por completo, suspendido en una respuesta que tardó en llegar.

- ¡Sí, claro que me casaré contigo! – contestó, echándole los brazos al cuello antes de volver a caer bajo su cuerpo y entregarse por completo. En aquel momento, creyó haber muerto para aparecer en el cielo. Así que ésto es de lo que la gente habla cuando dicen que son felices, pensó...

Despertó con el sonido atronador de una sirena. El barco, su Arcadia, zarpaba. Ya no podía evitarlo. Se iba, lo dejaba todo y empezaba de cero. Unas horas más tarde se atrevió a dejar su escondite y se confundió entre el resto de los pasajeros. En la cubierta, una larga fila de desheredados esperaba su turno para recibir un tazón de sopa y un trozo de pan, gentileza de la Cruz Roja. Tres enfermeras, con sus inmaculados uniformes blancos, añadían una sonrisa compasiva y algunas palabras pero nada conseguía disfrazar el aire de tristeza que flotaba sobre todas las cabezas. Recibió su ración con la cabeza baja y dio las gracias en un murmullo que tanto pudo llegar a destino como perderse en el espacio. Buscó un rincón a cubierto y comió con ansia. El pan empezaba a estar duro así sacó su pequeña navaja del bolsillo, partió la rebanada en trocitos y los echó en la sopa. No estaba buena, demasiado aguada para su gusto, pero al menos estaba caliente y para cuando acabó, había recuperado la capacidad de pensar y dejar de lamentarse. Se caló la gorra hasta los ojos, devolvió el tazón y la cuchara a las enfermeras y buscó un sitio en la proa. Se apoyó en la barandilla y, por primera vez en semanas, sonrió. Era libre y estaba vivo. Si pudiera olvidarse de ella, dejar de soñarla, podría ganar esta partida. Y con el tiempo, quién sabe… quizá volver a su casa, a buscarla. 

Y matarla con sus propias manos, porque jamás sería capaz de perdonarle que le engañara como lo hizo, destrozando no sólo su vida sino la de muchas otras personas inocentes. Ella, Manuela, su ángel negro. Maldita perra, maldita para siempre.

Mjo

ESCRITURA AUTOMATICA (4)

Me han dado una lista de palabras para usar en un ejercicio de escritura automática: Chamarilero, trebejo, pihuela, celemín, filandón. No podía mirar el significado y en caso de saber alguno, la palabra quedaba eliminada de la lista. Por "El Ocho", sé que un trebejo es una pieza de ajedrez así que no la he incluido en el relato. Ahí va: 


                En la plaza del pueblo hay mercado. Los vendedores de verduras, carnes y pescados, gritan las bondades de sus productos y la algarabía es tal que apenas puede distinguirse un precio de otro. Las telas finas, los encajes de hilo y el resto de objetos de lujo ocupan la terraza frente la fachada principal de la iglesia, que al estar elevada ofrece refugio del manoseo de los lugareños y protección contra el barro. Allí sólo se acercan las señoras acompañadas de sus criadas y guardianes, tan perfumadas y acicaladas que casi parecían irreales. No eran capaces de notar las miradas de odio o deseo, no las educaron para mirar al suelo. 

                Una de ellas, apenas salida de la niñez, ya ha roto muchos corazones, con su pelo rojo y sus ojos verdes, y cuentan las malas lenguas de la villa que su vanidad le ha aflojado la decencia. Detrás suyo, demasiado cerca quizá, un chamarilero carga con sus compras, los ojos fijos en el vaivén de sus caderas, soñando quién sabe qué delicias. El chico es joven, tiene la sangre ardorosa, y nadie parece oler el problema que se avecina. La pihuela, mujer de mundo que ha criado muchos niños ajenos, no los pierde de vista. No impedirá que pase pero cuidará que suceda al abrigo de miradas indiscretas. 

                La niña, encantada con la atención que despierta, suelta una carcajada que suena a celemín, y el muchacho se derrite por dentro. Ella, que parece sentirlo, da un giro con gracia mientras se prueba un echarpe, y clava sus ojos sabios en los del chamarilero.

                - Lo quiero – dice en voz alta, mirándole de frente.

                Y el hombre de confianza de su padre saca unas monedas de su filandón, sin sospechar que la joven no habla de la tela sino del chico.

Mjo 


ESCRITURA AUTOMATICA (3)



La guerra quedaba atrás. Aquella guerra, al menos, la que se llevó por delante tantas vidas sin más excusa que defender unos ideales diferentes. Por delante, en aquel país de sol y selvas indómitas, le esperaba otra, menos mortífera pero tan dura como la otra: empezar una nueva vida, solo, en otra tierra lejos de la suya. Por suerte compartían idioma, con diferente acento y palabras capaces de confundir al oyente despistado, pero entendible a primera instancia. El viaje había durado demasiados meses y había perdido la mayoría de sus sueños por el camino. Ganó algunos amigos, derramó muchas lágrimas, hizo promesas que no podría cumplir. Cambió la piel una y otra vez, inventó otros nombres para empezar de cero pero todo fue inútil. Cada mañana el espejo le devolvía la misma mirada asustada y, en un instante, un torrente de recuerdos le inundaba. Él era quien era, sus manos estaban manchadas de sangre y la cobardía, que le hizo subir al barco sin esperar a los demás, siempre sería una mancha que no podría borrar. Entre los emigrantes era historia conocida, le daban la espalda y cada vez que salía a cubierta, las conversaciones cesaban. Se sentía observado, odiado, culpable. Se sentía escoria. Cobarde. Cobarde. Cobarde. 

                El día que atracaron en el puerto, saltó a tierra antes que nadie y se perdió por la primera calle que encontró, sin mirar atrás. Buscaba olvido, anonimato, un nuevo principio para tan triste final. No los oyó venir. Sintió el frío del acero en el costado y el sabor metálico de la sangre en la boca. Cayó en una esquina y en sus ojos se quedó el cielo enganchado. 

Mjo