Cumpliendo
con una tradición no escrita, llega tarde. Ni mucho ni poco, lo justo para
hacerse desear sin llegar a poner de los nervios al futuro esposo. Cuando
aparece, enmarcada por los arcos románicos adornados con flores para la
ocasión, de la concurrencia se escapa un “ooooohhhhhh” de admiración y, por qué
no decirlo, algo de envidia. Se detiene unos segundos, respira hondo y, en
cuanto suenas las primeras notas de la marcha nupcial, echa a andar cogida del
brazo de su orgullos padre. En todas las mentes suena la misma canción, aquella
que dice “Blanca y radiante va la novia...” y ahí se quedan porque, con el paso
del tiempo, el resto de la letra se ha perdido. Lástima que, aunque nadie se dé
cuenta, esta novia parece cualquier cosa excepto blanca y radiante.