lunes, 21 de diciembre de 2020

BLANCA Y RADIANTE (semana 49)

 

Se abren las puertas de la iglesia, pequeña, rústica, olorosa a incienso y cera, y un murmullo excitado recorre los bancos de madera. Todas las cabezas se vuelven hacia la entrada; los más afortunados, sentados junto al pasillo, apenas tienen que esforzarse para ver. El resto ha de estirar el cuello o ponerse de puntillas para no perderse detalle de la llegada de a la estrella del día: la novia. Porque da igual el novio, los padres de uno y otro, los niños vestidos con trajes absurdos, los invitados de postín y los de medio pelo. Lo que todo el mundo espera es que llegue la novia y se desvele el secreto mejor guardado, que es el vestido, y de comienzo el espectáculo.

Cumpliendo con una tradición no escrita, llega tarde. Ni mucho ni poco, lo justo para hacerse desear sin llegar a poner de los nervios al futuro esposo. Cuando aparece, enmarcada por los arcos románicos adornados con flores para la ocasión, de la concurrencia se escapa un “ooooohhhhhh” de admiración y, por qué no decirlo, algo de envidia. Se detiene unos segundos, respira hondo y, en cuanto suenas las primeras notas de la marcha nupcial, echa a andar cogida del brazo de su orgullos padre. En todas las mentes suena la misma canción, aquella que dice “Blanca y radiante va la novia...” y ahí se quedan porque, con el paso del tiempo, el resto de la letra se ha perdido. Lástima que, aunque nadie se dé cuenta, esta novia parece cualquier cosa excepto blanca y radiante.