martes, 27 de agosto de 2019

BENT, NOT BROKEN


Lo peor de todo, lo más loco, son estas ganas de subir a una montaña muy alta y allí, donde nadie pueda oírme, gritar a todo pulmón. Desgañitarme, rugir, llorar a berridos hasta que no me quede nada dentro, nada. Ni dolor, ni pena, ni ganas de verle, ni necesidad de sus besos. Ni recuerdos, que me vienen a la cabeza una y otra vez, por la espalda, a traición, como una puñalada.

Que no me arrepiento de nada es cierto y también es cierto que me arrepiento de todo. De haber bajado la guardia tan rápido, de haberme atrevido a mirarme a través de sus ojos y creer lo que veía, de haber hablado sin morderme la lengua... de todas esas cosas que me han dado alegría y me han hecho feliz.

¿Y cómo controlar el deseo? Cierro los ojos y le recuerdo a mi lado, jugando a despertarme con besos, quitándonos la ropa poco a poco, el calor de su piel bajo los dedos, mis gemidos en el aire, su respiración en el hueco del cuello, cómo le hacía vibrar... Eso también necesito olvidarlo. Meterse en la cama, extender las manos y encontrar sólo el vacío me parece demasiado castigo.

Es un constante echarle de menos, mirar el móvil buscando un mensaje que no va a llegar, tropezar con su foto y quedarme atrapada en su sonrisa otra vez, tener ganas de escribirle, leerle, llamarle, oírle. Y soñar, imaginar que vuelve. Que vuelve, maldita sea, este mismo día o mañana o dentro de una semana, con la sonrisa puesta y ganas de volver a intentarlo. Si volviera, pienso, me encontraría esperando.

O no, porque la vida sigue y yo, también.

Mjo