jueves, 30 de abril de 2020

CONFINADOS (5)

Desescalada. Desconfinamiento. Cuatro fases. Fase 0. Fase 1. Fase 2. Fase 3. Provincias. Limitaciones. Si va bien, adelante. Si va mal, retroceso. De dos semanas en dos semanas. Confianza. Responsabilidad. ¿Cuándo, dónde, cómo, con quién? Demasiadas dudas, demasiadas preguntas, demasiadas incógnitas, demasiada rabia. Nos volveremos locos, si es que no lo estamos ya.

Ayer se hizo público el plan del gobierno para recuperar una mínima normalidad, una nueva y diferente que nadie sabe muy bien cómo va a ir. Distancia física, mascarillas, guantes. De momento, no hay tratamiento para la enfermedad, aunque se están haciendo pruebas con algunos medicamentos y están demostrando ser eficaces de una manera limitada. Se busca la vacuna pero todo el mundo, científico o no, dice que tardarán mucho en encontrarla y, mientras tanto, habrá que acostumbrarse a vivir con el miedo al bicho, vigilar, mantener la guardia alta y no perder la cabeza en el camino.


No estamos preparados para vivir así. Nos hemos habituado a la comodidad y el egocentrismo, a ser siempre los únicos y los primeros, a la libertad que nos otorgamos y, al mismo tiempo, negamos a los demás. Lo que nosotros reclamamos como derechos, se lo negamos a otros. Sólo admitimos que nuestros problemas se resuelvan, qué más da los que tengan los demás. Yo primero, yo antes, yo por encima de todo, yo nunca me equivoco, yo nunca hago nada mal y los demás siempre, siempre se equivocan. Estoy cansada de críticas, quejas, lamentos, manipulaciones, mentiras, exageraciones. ¿Quién podía esperar algo así en pleno siglo XXI?

Las epidemias son cosas del pasado, de mucho tiempo, muchos siglos atrás. Se leen en los libros de texto o en una novela, para entretenernos o educarnos. Son historias de oscuridad, silencio, analfabetismo, temor a un dios que ni es justo ni divino, señores feudales, campesinos, guerras santas, matrimonios forzados, suciedad, hambrunas... No es de ahora, no nos corresponde a nosotros, criaturas adelantadas e inteligentes, capaces de cuestionarnos todo excepto aquello en lo que creemos. Somos invencibles, nosotros. O eso nos creíamos. Qué puñetazo al ego nos han dado, qué baño de realidad. Qué manera de rompernos los sueños, las ilusiones, las esperanzas, las creencias y las certezas. Somos ídolos con pies de barro y ahora que la riada nos los ha desecho, no sabemos qué hacer. El mundo entero se tambalea y nosotros sólo nos preocupamos por conservar el equilibrio. 

No hago más que decir tonterías, filósofa de tres al cuarto después de 48 días encerrada. No veo el momento en el que pueda salir de casa y empezar a vivir de nuevo. Con restricciones, por supuesto, pero vivir fuera de estas cuatro paredes que a veces son refugio y, a veces, prisión. A partir del sábado, los adultos pueden salir a practicar deporte de manera individual . Puede que el domingo lo haga, que me ponga la ropa de deporte y salga a andar una hora, con el mp3 y las gafas de sol y bronceador para no quemarme. Y mascarilla. Y guantes. Y alerta para que no se acerque nadie a menos de dos metros de distancia. Lo que sea con tal de que me de el aire, con tal de dejar de andar en círculos por la terraza y el comedor. Lo que sea, con tal de sentirme un poco más libre. ¿Recordaré el camino? Seguro que sí. Hay cosas que no se olvidan jamás y otras que se recuerdan, y se desean, siempre. 

Parece que todavía estamos muy lejos del final y, seguramente, así es pero... Si nos paramos un instante y pensamos con frialdad, estamos mucho más cerca que 48 días atrás. Quizá sepamos ahora tan poco como entonces pero, en el fondo, somos conscientes de mucho, mucho más. La gente, los mensajeros del eterno optimismo, aseguran que de esta tremenda crisis saldrá un mundo nuevo, más consciente, más solidario, más conciliador. Hemos aprendido, a un precio demasiado alto, la importancia de los pequeños gestos. Una sonrisa, una caricia al pasar, un abrazo improvisado, un "buenos días" o unas "buenas noches", las risas, las canciones. Todo aquello que damos por sentado y, por eso, no valoramos lo suficiente. Ahora todo, todo es importante, necesario, único y precioso. Quizá haya que dar las gracias, aunque nos duela, al maldito bicho que vino a recordarnos que somos débiles, que vencernos es muy fácil, que no somos nada aunque nos creamos todo. 

Dicen los optimistas que nacerá un mundo nuevo y mejor. Me siento tentada a darles un poco la razón; creo que, durante un tiempo, es posible que eso ocurra. La pesimista que llevo dentro, y que a veces toma el control de todo, está convencida de que, tarde o temprano, volveremos a las andadas. Repetiremos errores, porque no aprendemos, y volveremos al punto de partida hasta que un nuevo terremoto nos sacuda hasta los cimientos. El hombre es un animal de costumbres, dicen, y a ver quién puede negarlo. Espero que, al menos, seamos capaces de disfrutar de los buenos tiempos que puedan venir y que cuando lleguen los malos, que llegarán, seamos más inteligentes y actuemos antes, que trabajemos juntos para que pase rápido y con el mínimo destrozo posible. Lo dudo mucho, la verdad. Visto lo visto, me cuesta horrores creer en la gente. No todos son así, desde luego, pero es que gritan tan alto que no dejan que se escuche a los demás. 

En fin, día 48. Seguimos. 

Mjo

domingo, 26 de abril de 2020

ESCENAS (Semana 15)


ESCENA 1

(Conversación pre-cita entre Eric y Marina, después de los “¿Cómo estás?” y “¿Qué estás haciendo?” de cortesía).

ERIC (con tono de voz muy serio): Mañana, cuando llegue a tu casa, te quiero callada.

MARINA (sorprendida): ¿Quieres ser Mr. Gray?

ERIC: No, quiero ser yo quien manda. ¿Aceptas?

MARINA: ¿No podré decir nada?

ERIC: No, hasta que yo no te dé permiso.

MARINA (divertida): Qué atrevido…

ERIC (algo impaciente): ¿Sí o no?

MARINA (con decisión): Sí.

ERIC (sin acabar de creérselo): ¿En serio?

MARINA (con entusiasmo): ¡Por supuesto! 

ERIC: Te veo mañana. Llegaré sobre las ocho. O quizá antes…

MARINA: Ven cuando quieras, te estaré esperando.

(Se despiden con el siempre socorrido icono del bichito que manda un beso. Eric apaga el móvil y se mete en la cama. Da vueltas y más vueltas, intentando pensar en cualquier cosa que no sea la cita del día siguiente. Es imposible. Cada vez que cierra los ojos, le vienen imágenes a la cabeza, las situaciones que quiere provocar, y la sangre se va concentrando en la parte baja de su anatomía. Frustrado, levanta el nórdico y habla hacia el interior de la cama).

domingo, 19 de abril de 2020

MARAVILLOSA PUESTA DE SOL (semana 14)


Hacía tiempo que no veía una puesta de sol tan bonita, tan perfecta. El escenario es único. Me rodean las montañas que protegen la ciudad, el perfil de algunos de los edificios más señoriales y, en frente, el mar sereno. Es el puerto deportivo, lo cual le resta una pizca de belleza, pero el conjunto es magnífico. Como hemos llegado pronto, cuando apenas hacía diez minutos que habían abierto la terraza del bar, hemos podido coger un sitio privilegiado, en primera línea, para disfrutar de las vistas. En realidad, es un momento terriblemente romántico. Todo se conjura para hacerlo así: la temperatura casi perfecta, la música a un volumen adecuado para mantener una conversación, el paisaje… Lástima de la compañía. Rectifico: lástima de la compañía mientras estuve acompañada. Cuando se fue, dejándome plantada, mejoró bastante mi ánimo y el momento.

Que Albert no iba a cuajar conmigo lo supe desde el primer momento.  A veces tengo pálpitos sobre algo, una persona, una situación, un libro, y raramente me equivoco. Con él, tan pronto como hablamos a través de la app, me quedó claro que no iba a salir bien. Demasiado entusiasta, para mi gusto. Aun así, le fui dando bola porque pensé que, quizá, mi primera impresión fue equivocada. Todos merecemos que nos den una oportunidad, ¿no es cierto? Me pidió el número de móvil pero le dije que no solía hacerlo hasta pasado un tiempo aunque, si quería, podíamos hablar a través de otro programa para el que no era necesario ese dato. No lo tenía instalado, me dijo, pero tardó un suspiro en estar conectado y encontrarme.

martes, 14 de abril de 2020

CONFINADOS (4)


Un campo de narcisos amarillos y un hombre con un traje azul. Un hijo que sabe poco de su padre y, de lo poco que sabe, sólo se cree la mitad. Un pez muy grande, un gigante, un pueblo encantado, una bruja con un ojo de cristal, unas siamesas japonesas, un poeta en busca de inspiración, un amor capaz de atravesar la fantasía para convertirse en realidad… Las historias que contamos a los demás, las historias que nos contamos a nosotros mismos y las historias que jamás contaremos a nadie. ¿Dónde está la frontera entre la realidad y la ficción? Quién puede poner freno a los sueños, a los deseos, a las ganas de encontrar lo que ni siquiera sabes que buscas. Quién puede evitar vivir.

Había oído hablar de “Big Fish” a mucha gente y todos me la recomendaban. Hoy me he decidido a verla y me he encontrado con una película preciosa, muy potente visualmente, una bella historia sobre el conocimiento entre padres e hijos que me ha dejado pensando. Cosas del encierro, supongo, y de contar ya demasiados días en el calendario sin verlos.

domingo, 12 de abril de 2020

PESADILLAS (semana 13)


La niña se había acostumbrado a ver películas “prohibidas” a través de una rendija. Se metía en la cama sin protestar y, cuando su madre apagaba la luz y salía de la habitación, se sentaba a esperar el momento perfecto para deslizarse fuera de las sábanas. De puntillas, caminaba por el pasillo hasta encontrar el sitio perfecto que le permitiera ver sin ser vista. Sus padres, confiados en que dormía plácidamente, se acomodaban en las mecedoras para ver películas, obras de teatro, series y, una vez a la semana, un programa cuya música inicial le ponía la piel de gallina y era presentado por un señor con barba que fumaba como un carretero. No entendía ni jota de lo que hablaban, todos se peleaban con todos y, a veces, sus padres se indignaban con los comentarios. Ella, sentada en la frialdad del pasillo, tenía la sensación de asistir a una obra de teatro real que le fascinaba. Sin embargo, nunca disfrutaba más que cuando emitían “Mis terrores favoritos”.

Aquellas noches eran las mejores. Poblaban sus sueños de criaturas de otros mundos, monstruos sedientos de sangre, asesinos en serie, fantasmas burlones y niños inocentes que desaparecían al entrar en un bosque encantado. Alguna vez intentó levantarse y huir pero lo que veía en la pantalla, casi siempre en blanco y negro, le atraía como la luz a las polillas. Se quedaba hasta que la escena final se fundía en negro y las palabras “The End” aparecían en pantalla. Ese era el momento de levantarse, ignorando el dolor de piernas, y volar de vuelta a la cama antes de que la pillaran. Lo conseguía casi siempre y cuando eso no pasaba, la regañina era antológica. Prometía no volver a hacerlo pero la tentación era demasiado fuerte y la semana siguiente, a la misma hora, la niña repetía el ritual paso por paso. Fue la primera adicción de su vida y la menos dañina de todas. Años después, cuando lo recordaba, la sonrisa se le escapaba sin remedio. Añoraba a aquella criatura que se rebelaba contra las reglas y, además de leer libros bajo las mantas alumbrada por una linterna, vio montones de clásicos de terror escondida en un pasillo a oscuras.

domingo, 5 de abril de 2020

POL (semana 12)

Le vi por primera vez una tarde de otoño, en un parque alejado del centro. No era grande ni demasiado bonito, pero a mí me gustaba porque casi nunca había nadie. Era “mi” parque. Cuando salía del colegio, mi madre me llevaba un rato para que quemara el exceso de energía. Me daba la merienda, pan con chocolate La Campana de Elgorriaga, mientras yo iba y venía del tobogán a las barras, al balancín, al puente… Cuando se encendían las luces, cada día más temprano, me cogía de la mano y volvíamos a casa andando. Por el camino, le contaba qué había aprendido en clase y que Leonor era una niña muy idiota. Un día era Leonor, al otro, Mónica, al siguiente, Carlos. Así, de uno en uno, los fui odiando a todos, hasta quedarme sin amigos. Tampoco es que los echara de menos; tenía la imaginación para hacerme compañía y donde ella no llegaba, me llevaban los libros.

Entonces, no sé de dónde, salió Pol con su sonrisa mellada y los pantalones con las rodillas remendadas. Llegaba al parque, solo, arrastrando una mochila con el escudo de su equipo, y se sentaba en un banco con un bocadillo de pan de molde y, lo supe después, foie gras de lata. Se lo comía despacio, balanceando las piernas porque no llegaba al suelo, y me miraba mientras yo correteaba de un lado a otro. Cuando terminaba, se sacudía las migas del jersey azul marino, hacía una bola con el papel de plata y la tiraba a la papelera. Después cogía su mochila y se iba sin mirar atrás. A mi yo de nueve años,   que no prestaba atención a nada ni a nadie, aquel niño le intrigaba. ¿Quién demonios sería? No iba a mi colegio, de eso estaba segura, y tampoco me sonaba de verlo por el barrio. La solución sencilla al enigma habría sido acercarse y preguntar pero no me dio la gana. Si no venía él, ¿por qué iba a hacerlo yo? Tan pequeña y tan orgullosa.