martes, 30 de junio de 2015

SERÁ

Será porque se acerca tu día.
Será que nadie te mejora.
Será que sigo incompleta.
Será que recuerdo tu sonrisa.
Será que busco y no encuentro.
Será que no tuvimos principio ni final.
Será que te echo de menos sin saberlo.
Será que todavía me dueles.
Será que tu tiempo no pasa.
Será que sin ti no soy.
Será que hoy ha sido largo.
Será que tu ausencia pesa.
Será que sigues siendo tú, no los demás.
Será que no sé como escapar con la piel entera.
Será que aún me invade el miedo.
¿Será que aún te quiero?
Será que tengo que dejar de hacerlo.

Mjo

lunes, 1 de junio de 2015

LLUEVE

Habían pasado meses de sequía terrible, llenos del polvo de los caminos y el temor al hambre que vendría si no llovía antes de la primavera. Ni nieve tuvieron aquel año; tan solo un frío helador y transparente que mataba cosechas, animales, niños y ancianos en las aldeas mientras los ricos miraban a otro lado y los monjes apelaban a ese Dios de amor y justicia que, a veces, resulta injusto y destructor. 

Se sacaron los santos de las ermitas e iglesias, en una procesión interminable que jamás daba fruto. Se rezaron cientos de rosarios, se hicieron miles de promesas y ofrendas en los monasterios pero de nada sirvió. Un día tras otro, un sol frío cruzaba el cielo derritiendo el hielo de la noche anterior, que volvía a los campos con la salida de la primera estrella, en un ciclo diabólico que ni los sabios ni los curas sabían cómo acabar. 

Un buen día, una nube oscura apareció en el horizonte y se deshizo lenta, perezosamente, engordando poco a poco y dando sombra a la tierra sedienta. La gente dejó lo que estaba haciendo para observar su avance, esperanzados pero preparados para lo peor. Las primeras gotas no acabaron con el escepticismo general y sólo los niños las celebraron con risas mientras extendían las manos intentando atraparlas. La tierra las absorbió en un instante, esperando más... Y la gente siguió mirando al cielo, esperando el milagro. 

Entonces apareció una nube, y otra, y otra más, hasta oscurecer el cielo. El azul radiante se convirtió en un gris sucio primero y en un negro amenazador después. Los lugareños salieron de sus casas, dejando las puertas abiertas y las ollas al fuego, con la vista clavada en las alturas. En la creciente oscuridad, se fueron reuniendo en la plaza adoquinada frente a la iglesia. Algunos susurraban plegarias, otros comentaban las novedades pero ninguno de ellos confiaban. Habían perdido la esperanza y casi, casi, la fe. 

El primer rayo que atravesó el cielo prácticamente les cegó, arrancándoles un grito de sorpresa. El trueno que siguió sonó como el derrumbamiento de mil montañas a la vez. Después, silencio. Se olvidaron los rezos y se contuvo la respiración esperando el cataclismo que, sin lugar a dudas, estaba a punto de ocurrir. Se abriría la tierra, pensaban los más fatalistas, allí mismo, en la plaza donde bailaban en las fiestas de San Saturio y la Santa Inquisición juzgaba a herejes y brujas, y se los tragaría a todos. Ellos y sus casas desaparecerían sin dejar rastro. Lo decían las Sagradas Escrituras, y el padre Remigio lo advertía en cada sermón. Era un pueblo de pecadores; cometían un pecado tras otro y no parecían sentir ni el más mínimo arrepentimiento. Bien, pues ahora lo iban a pagar con su vida, con la destrucción total de su mundo, del mundo en general. ¡Sodoma y Gomorra de nuevo! Se equivocaron. Bueno, algo pasó pero no fue el final sino un nuevo principio. 

Algo se abrió aquella tarde pero fue el cielo, dejando caer una lluvia ligera al principio, y no se cerró durante siete días con sus siete noches. En la plaza, el miedo dejó paso al asombro primero y, poco a poco, a la alegría y los bailes exaltados. Nadie se movió, nadie buscó refugio y protección. Preferían quedarse sintiendo el agua empapando sus cabellos, sus rostros sonrientes, las ropas raídas, llenándose la boca con el líquido elemento que, en aquel preciso momento, les parecía néctar de los Dioses. Sintieron la mugre de meses diluirse en el chaparrón, la sed más abrasadora se sació con creces. Más allá de las fronteras del pueblo, los campos y bosques marchitos, agrietados, absorbieron el agua con avidez, deshaciéndose del polvo acumulado durante la sequía más terrible que jamás había azotado aquellos parajes, recuperando con cada gota el color que habían ido perdiendo. 

Al cabo de tres días de lluvia ininterrumpida, a ratos ligera y a ratos torrencial, con los ríos desbordados y los campos anegados, los santos volvieron a procesionar y los rezos resonaban en la pequeña iglesia a todas horas. Que pare la lluvia, pedían, que pare este diluvio que puede acabar siendo universal. Pero Dios debía estar ocupado en otros menesteres y ningún santo fue capaz de parar el torrente que, día tras día, caía del cielo. 

La mañana del octavo día, justo cuando las campanas de la iglesia repicaban a muerto en memoria de un ahogado al tratar de cruzar el río, todo acabó. Fue tan repentino, tan inesperado, que nadie creyó que fuera algo más que una tregua. Salió el sol, cruzó el cielo en su ciclo habitual, y todos siguieron conteniendo el aliento, esperando que la lluvia volviera con energías renovadas. Volvieron a equivocarse. 

Pasó el día y también la noche, y con las primeras luces se atrevieron a asomar las narices por las ventanas y las puertas, contemplando cómo el barro acumulado empezaba a secarse y el agua de los charcos se iba evaporando, dejando el aire borroso, distorsionando formas y dándoles un toque de irrealidad que calzaba con sus vidas. Los verdes de los árboles, los grises de las piedras, el azul escandaloso del cielo limpio de nubes... Todo hablaba de vida nueva, de prueba superada aunque hubieran dejado algo por el camino, pero ganando un futuro que, por defecto o por exceso, habían creído perdido para siempre. 

La plaza, la misma que recibía a los reos antes de ser castigados y donde se celebraban las bodas por amor o imposición, fue escenario de una misa de agradecimiento tan pronto como se secó el empedrado. A qué santo o dios distraído se daba las gracias es algo que nadie fue capaz de averiguar, pero el pueblo entero asistió, rezó y escamoteó un poco de dinero para construir un pequeño altar a la deidad que el párroco considerara adecuada. Después se desplazaron al camposanto, que lucía varias cruces nuevas, para bendecir las sepulturas de los que no sobrevivieron al temporal. Allí las risas se trocaron en llanto pero la pena no duró demasiado. En el pueblo, la vida y la muerte, se entrelazaban en un baile sin fin en el que obtienen ventaja momentánea pero nunca definitiva. Moría un anciano y nacía una niña. Moría un carnero y nacían dos terneros. La vida, en definitiva. 

Pocos meses después, ya casi nadie recordaba la sequía ni la lluvia. Los santos acumulaban polvo, Dios seguía ocupándose de otros asuntos, el dinero del altar se convirtió en una nueva sotana para el cura y unas enaguas de seda para su "ama de llaves", las cosechas se salvaron y los hombres siguieron pecando sin arrepentirse de nada. 

Siglos más tarde, quizás alguien encuentre unos legajos protegidos del desgaste del tiempo dentro de un arzón de madera noble, escondidos detrás de un muro de piedra que ocultaba una habitación secreta, y recupere un pedazo de historia olvidada. Una memoria leve, sin importancia, que no de más datos que un año y el nombre de un pueblo en el que ya sólo quedan ruinas y silencios. Puede que haga un artículo y lo publique en un periódico, consiguiendo su propio trocito de fama, aunque ésta sea tan efímera como una vela votiva en el altar de San Saturio o del santo de turno que esté de moda en aquel momento. Luego, el olvido, el mismo en el que reposa el pueblo y sus desvelos. 

O quizá no salga a la luz jamás y duerma el sueño de los justos o la injusticia de la desmemoria, por los siglos de los siglos. 

Mjo