domingo, 29 de noviembre de 2020

RED VELVET (semana 46)

Candela llega antes que nadie porque le gusta el silencio que flota en el ambiente hasta que empiezan a llegar el resto de empleados. A partir de ese momento, todo es caos, ruido, confusión, locura y por eso necesita ese espacio de tiempo a solas. Enciende sólo un par de luces y, en la semipenumbra, pasea por la cocina asegurándose de que todo está en su sitio y no falta nada. Repasa el contenido de las estanterías, la nevera industrial y los armarios de los utensilios, y repone lo necesario. Suele hacer frío, porque la calefacción no se pone en marcha hasta las ocho, y para entrar en calor se pone la vieja chaqueta morada que heredó de la única persona que siempre creyó en ella: su abuela. Dios, cómo la echa de menos. A veces tiene la impresión de que, cuando está trabajando en una receta nueva o complicada, puede oírla señalando todos los fallos que comete y ella es incapaz de ver. Le mata la ausencia de su risa; aquel sonido ronco, que parecía salirle del fondo del estómago, seguía siendo, para ella, el más hermoso del mundo. Sonaba a hogar, a paz, a seguridad, aceptación y cariño. Cuando todo se torcía y Candela se ponía dramática, aquella mujer venerable le devolvía a la vida aunque fuera a empujones. Bajo su aspecto frágil, escondía la fuerza de mil huracanes y había sido el centro de toda su existencia hasta el día de su muerte. Sí, la echaba de menos cada día.

BODAS DE ORO


El día que mis padres se conocieron, ella todavía se peinaba con coletas y él aún no se había acostumbrado a llevar traje. Fue en un guateque (¿dónde, si no?) y supongo que sonarían Los Sirex, Los Bravos, El Dúo Dinámico (que ya existían antes del "Resistiré"), Paul Anka, algo de Elvis si había algún modernillo con posibles y seguro que Karina cargando con su baúl lleno de recuerdos. Los presentaron y bailaron, claro, que a los dos les gustaba mucho y se les daba, y se les da todavía hoy, de maravilla. Mi padre quedó prendado de mi madre, pero parece que ella por él pues no tanto. Unos días más tarde, se cruzaron por la calle a la salida de sus respectivos trabajos. Él la saludó y ella respondió mecánicamente antes de preguntarle a su prima, con la que caminaba del brazo, que quién era aquel chico. "Encarna, hija, es el Ángel. ¿Es que no te acuerdas?", contestó. Mi madre puso cara de "ni pajotera idea" y se encogió de hombros. La otra, supongo que riéndose, le recordó que había pasado la tarde del domingo bailando con él y que no entendía cómo podía haberle olvidado porque era, de lejos, el chico más guapo de la fiesta. Vale, eso lo digo yo porque es mi padre y porque ¡qué narices! Era muy guapo, los dos lo eran, que los he visto en fotos. Y si la explicación no os convence, me la repamplinfa, porque la historia la cuento yo y si digo que lo eran, lo eran y punto, ¿estamos? Pero vamos, que ahí tenéis la foto para que veáis que no miento. 

En algún momento volvieron a encontrarse y desde luego que se conocieron, se enamoraron y hoy, unos años más tarde, cincuenta para ser exactos, estamos de aniversario.¡Bodas de Oro, ni más ni menos! Y lo que más me fastidia es no poder estar con ellos gracias a esta pandemia que muchos niegan y otros se pasan por el forro, y que está haciendo que nos perdamos tantas cosas este año que empezó como otro cualquiera y va a acabar como nadie podía imaginar. Dentro de un ratico, haremos una videollamada y nos reíremos y nos contaremos cualquier cosa y quizá, sólo quizá, dejemos ver un poquito de la pena que nos da estar lejos. Porque las nuevas tecnologías son la releche, pero aún no nos permiten poder abrazarnos y, como os he dicho ya muchas veces (lo siento, soy cansina), yo sigo echando de menos su contacto. Pero no pasa nada, quizá las Navidades este año tampoco sean como siempre; el objetivo es superarlas y tener las que vendrán, y celebrar todo lo que nos estamos guardando en el bolsillo con una fiesta memorable. Se me ocurre que como haya que darle al cava por todo lo que nos hemos perdido, no va a haber Espidifen que cure la resaca... 

En fin, que yo lo único que quiero es hacerles saber, a ellos y a quien lea por casualidad ésto, que les quiero un montón, que me siento orgullosa de ellos hasta el infinito y mucho, mucho más allá, que les agradezco que nunca nos pusieran las cosas fáciles porque así hemos aprendido a salir adelante, aunque sea a tropezones. Que son ejemplo a seguir, espejo en el que mirarse, amor incondicional, apoyo constante. Que sin ellos, yo no, nada, nunca. Y quiero pedirles que celebren este día y se celebren ellos, hoy y siempre. La celebración "en pack"... pues ya vendrá, todo a su debido tiempo. 



FELICIDADES, PAPA Y MAMA, POR ESTOS CINCUENTA AÑOS Y POR LOS QUE VENDRAN!


Mjo


(Me van a matar cuando sepan que he puesto la foto, pero confío en que me lo perdonen... que ha sido con mucho love!!!)

lunes, 23 de noviembre de 2020

CRUCE DE CAMINOS (Semana 45)

SABADO. 03:35 H. ERIC.


Eric salió del ascensor ajustándose la corbata y se acercó al mostrador del portero. El hombre, del que no conseguía recordar cómo se llamaba, le observaba con una sonrisa socarrona en la boca.

- Buenas noches, señor – saludó, levantándose y apoyando las manos en la superficie de madera-, espero que haya disfrutado la... visita.

- Sí, por supuesto – contestó Eric, al que no se le había escapado la ironía del tono. Le habría encantado ponerlo en su sitio, pero no le convenía hacerlo. Era un valioso aliado y sin su colaboración, aquella noche se habría convertido en un auténtico desastre. Dejó el abrigo sobre el mostrador y dibujó una sonrisa de compromiso mientras se ponía la americana. Sacó la elegante cartera del bolsillo interior, extrajo unos billetes y los dejó sobre el brillante mostrador-. Muchas gracias por su colaboración, señor...

- Padilla. Gracias a usted, señor por su...- cogió los billetes, los contó sin disimulo y se los metió en el bolsillo izquierdo del pantalón- generosidad. Es un placer ayudarle. ¿Le veremos pronto por aquí, señor?

- Es posible. Se lo haré saber para que pueda organizarse – Se pasó la mano por el alborotado pelo y se ajustó los puños de la camisa, dejando a la vista sólo la porción exacta de tela que marcaba la diferencia entre la elegancia y la chabacanería-. Buenas noches, señor Padilla.

- Oh, no, por favor. Padilla a secas, señor – Hizo una inclinación de cabeza y volvió a sentarse-. Buenas noches, señor.

Eric dio media vuelta, atravesó el hall haciendo resonar sus pasos sobre el reluciente mármol, y abandonó el edificio sin mirar atrás. Había bajado la temperatura y el aire olía a lluvia. Se echó el abrigo sobre los hombros y pensó en pedir un taxi porque lo último que le hacía falta era que le pillara el chaparrón, pero decidió que le sentaría bien andar hasta su casa, que tampoco estaba tan lejos. Necesitaba despejarse la cabeza y quitarse de encima el exceso de energía que no había podido gastar. Sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió con un encendedor a juego, regalo de su padre cuando cumplió los dieciocho, y echó a andar por la avenida casi desierta.

 

 

SABADO. 03:15 H. MATILDA.

 

Matilda no conseguía dormir. Ni tila, ni somnífero, ni vaso de leche caliente, ni contar ovejitas ni el casi siempre efectivo orgasmo gentileza de su nuevo vibrador; aquella noche, nada parecía funcionar. Harta de dar vueltas en una cama demasiado grande y solitaria, echó hacia atrás la colcha de una patada y se levantó. Se acercó a la ventana, estremeciéndose de frío. ¿Se había olvidado de conectar la calefacción? Se echó una bata por encima y, de puntillas para no molestar a sus muy delicados vecinos, atravesó el minúsculo apartamento hasta el comedor. Efectivamente, el temporizador estaba apagado y ya era demasiado tarde para ponerlo en marcha, se haría de día antes de notar algo de calor.

- Mira... de perdidos, al río – dijo en voz alta-. Voy a salir.

Volvió a la habitación, se quitó la bata y el pijama y se puso unos calcetines de lana, los tejanos del día anterior, una gruesa sudadera y, por si acaso, el abrigo rosa que le había regalado su madre y que, a pesar de odiarlo con todas sus fuerzas, no había podido devolver porque había perdido el ticket. En el lavabo, se echó un poco de agua fría en la cara y, en el recibidor, se plantó delante del espejo y contempló, con ojo crítico, su aspecto.

- Bah, tampoco creo que te vayas a encontrar con el amor de tu vida a estas horas... A ver, ¿gorro de lana o coleta? – Dudó un instante y se decidió por un gorro de lana negro que le quedaba fatal, pero le daba absolutamente igual. Lo descolgó de la percha con un movimiento brusco y el perchero se tambaleó peligrosamente. Antes de que pudiera evitarlo, cayó al suelo, provocando un estrépito de mil demonios. En apenas cinco segundos, sus vecinos estaban aporreando el techo con el palo de la escoba y lanzando improperios a pleno pulmón. Qué escándalo, ¡acabarían por despertar a todo el edificio! Tan rápido como fue capaz, cogió las botas, las llaves y salió de casa. Cerró la puerta despacio, para no hacer más ruido, y descalza, bajó las ciento y pico escaleras que separaban su piso de la calle. Al llegar al último escalón, se sentó, se puso las botas y salió.

- Hace una noche preciosa – se dijo, respirando hondo-. Estás como una cabra. Más vale que tu madre no se entere de esto o te llevará, arrastrándote por una oreja, de vuelta al pueblo, donde pueda seguir controlándote.

Echó a andar hacia la avenida principal, cuyas luces de león parpadeaban al final de la calle.

 

SABADO. 04:25 H. ERIC.


Con las manos en los bolsillos, Eric caminaba sin prestar atención a escaparates o a la poca gente con la que se cruzaba. Andaba perdido en los recuerdos de aquella noche que tanto prometía y que acabó por torcerse de la peor manera posible. Había escapado por los pelos del desastre, pero quizá la próxima vez no tendría tanta suerte. Claro que mientras siguiera pagando al maldito Padilla, podría considerarse relativamente seguro. ¿O no? No es que el soborno fuera pequeño, más bien era justo lo contrario, pero le preocupaba que su conciencia le obligara a explicarle a su jefe lo que sucedía cada vez que abandonaba la ciudad por unos días.

Tenía que acabar con esa historia, de una vez por todas. Lo sabía, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Alejarse de ella no era opción, trabajaban en los mismos proyectos. Y las horas que no pasaban juntos, seguía estando en su mente. Debería cambiar de trabajo, buscar un puesto similar en otro periódico. Con su apellido y su curriculum, no le costaría nada encontrar quién quisiera contratarle. Sí, eso era lo más inteligente que podía hacer, pero...

Una imagen de Sandra, desnuda entra las sábanas de satén negro de su cama, sonriendo y tendiéndole los brazos, le arrancó un gemido a medio camino entre el deseo y la desesperación. ¿Cómo iba a dejarla? ¡Era de locos! Era de locos todo: haberle seguido el juego, caer en sus redes, dejarse atrapar por aquella mujer que no se parecía a ninguna otra que hubiera conocido jamás y, sobre todo, haber sido tan estúpido como para enamorarse de ella. Estúpido, estúpido, ¡estúpido! ¿Qué podía ofrecerle él que ya no tuviera? Le sobraba el dinero, tenía una reputación intachable entre los profesionales del gremio periodístico y, por si le faltaba algo, estaba casada con un hombre temido y respetado a partes iguales. Un hombre que, además, era su jefe, el de los dos. Si su historia se hacía pública,  ella posiblemente no sufriría demasiado pero él ya podría despedirse de su prometedora carrera como analista político y eso sólo para empezar. ¡Le arruinaría la vida! Y todo, ¿a cambio de qué? ¿De los cuatro meses más increíbles y excitantes de su existencia? De verdad, qué locura. Tenía que romper con ella y cuanto antes, mejor. La próxima vez, sí. La próxima vez sería la última. O la penúltima.

Se detuvo junto a un semáforo en rojo. Había empezado a caer una lluvia fina que, poco a poco, iba empapándole. Le quedaba todavía un buen trecho por recorrer, quizá coger un taxi sería lo más inteligente. Miró a un lado y a otro de la avenida, pero no vio ninguna luz que anunciara la presencia de un vehículo libre. Sacó el móvil, buscó el teléfono de una compañía y cuando iba a marcarlo, un ruido de cristales rotos a su espalda le sobresaltó. Se giró y miró hacia un callejón entre dos edificios antiguos, pero estaba oscuro y apenas distinguió la silueta de los contenedores que había arrimados a la pared, junto a la entrada.

- Bah, serán ratas hurgando en la basura – El móvil vibró en su mano y activó la pantalla. Era un mensaje de Sandra, donde le decía que lamentaba que el regreso inesperado de su marido hubiera interrumpido su cita, y le avisaba que al día siguiente estaría libre. “Te espero en el hotel, a las 16 h. No me falles, cachorrito”, había escrito, y adjuntó una foto suya, desnuda, a modo de incentivo. La simple visión de su cuerpo perfecto le provocó una erección instantánea y se sintió ridículo, patético, estúpido, estúpido, estúpido-. Maldita sea, Sandra...

El ruido de cristales rotos se repitió, como si alguien se dedicara a estrellar botellas contra el suelo por diversión. Intrigado, dio unos pasos en dirección a la entrada del callejón y forzó la vista a ver si distinguía algo. Nada, oscuridad y un olor levemente ácido a basura sin recoger y, por debajo, algo que no fue capaz de definir. Se acercó un poco más y escuchó, más allá de los contenedores, un quejido, una especie de llanto o un gemido de dolor que, sin duda, era humano. Su primer impulso fue dar media vuelta y largarse tan rápido como fuera posible, tenía sus propios problemas, gracias, pero la voz de su conciencia le obligó a hacer justo lo contrario. Encendió la linterna del móvil y, con el brazo en alto para iluminar mejor el espacio, entró.

La puñalada le pilló por sorpresa. Al fondo del callejón había visto lo que parecía un cuerpo tirado en el suelo y, pensando que era alguien herido, echó a correr. Tan pronto como se agachó junto al cuerpo, un hombre salió de su escondite detrás de un contenedor y se acercó a él sin hacer ruido.

-Pero ¿qué demonios...? – dijo Eric al darse cuenta de que el cuerpo, en realidad, era un maniquí desmembrado. Antes de que pudiera levantarse, el hombre se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo que llevaba en una mano. Eric ahogó un grito de dolor e intentó levantarse, pero las piernas no le obedecieron y cayó al suelo, boca abajo. El agresor le dio la vuelta y le registró los bolsillos. Sacó la cartera, la pitillera, el encendedor y el móvil y se los guardó. Después le quitó el reloj de acero de edición limitada, un sello que había heredado de su abuelo y, de un tirón seco, le arrancó la cadena y el pesado crucifijo de oro que llevaba colgado al cuello. Para rematar la faena, le quitó los zapatos, salió corriendo y se perdió en la noche.

 

SABADO. 04:35 H. MATILDA.


Llevaba una hora caminando y el cansancio empezaba a pasarle factura. Le pesaban las piernas y bostezaba con tanta frecuencia que se le iban a desencajar las mandíbulas. Había llegado el momento de dar media vuelta y regresar a casa. En uno de esos establecimientos abiertos las 24 horas, pidió un donut de chocolate y un café, descafeinado, y se lo tomó bajo la marquesina, a salvo de la fina llovizna que, poco a poco, iba empapando el suelo. Hacía apenas un mes que se había mudado a la ciudad y era la primera vez que se aventuraba por aquella zona. Normalmente, iba de casa al trabajo, del trabajo a casa y poca cosa más. También había visitado un par de museos, había ido al cine una vez y había intentado recorrer uno de los parques más famosos de la zona, pero se cansó pronto y no vio ni la mitad. Tampoco había salido de noche, asustada por las noticias sobre asaltos, asesinatos y violaciones que su madre, con precisión diabólica, le transmitía por teléfono cada miércoles por la noche y todos los domingos por la mañana. Si se enteraba de su pequeña aventura nocturna, le iba a dar un ataque. Se fijó en un edificio en la acera de enfrente. A la luz mortecina de las farolas, un viejo teatro de considerables dimensiones dormía el sueño del olvido y la decadencia. Matilda, que todo lo que oliera a antiguo le hacía salivar, tiró a una papelera el vaso de café vacío y cruzó la calle a paso ligero para verlo mejor.

La fachada del teatro todavía conservaba algunos elementos modernistas, muy deteriorados pero reconocibles. Tenía las ventanas bloqueadas con tablones,  cubiertos por grafitis más o menos artísticos y anuncios de compañía femenina para “caballeros solventes y solitarios”. En unas vitrinas situadas a ambos lados de la puerta principal, y a pesar del polvo y las telarañas acumuladas, todavía se podía apreciar los carteles anunciadores de la última obra que se representó. A la derecha, bajo una hilera de bombillas rotas, se abría la ventanilla ciega de la taquilla. Matilda, cuya imaginación se disparaba con facilidad, pensó en qué ocurriría si se acercaba al cristal y, de repente, al otro lado aparecía una cara del pasado para preguntarle cuántas entradas quería. Aun sabiendo que no era más que una fantasía macabra, se le puso la piel de gallina y retrocedió unos pasos.

- Vale, ya está – dijo a media voz -, ha llegado el momento de volver a casa.

Sin cambiar de acera, deshizo el camino que llevaba hasta su apartamento. Caminaba deprisa; de repente, se sentía incómoda y deseaba estar a salvo entre sus cuatro impersonales paredes. Iba con la vista clavada al frente y las manos en los bolsillos, canturreando en voz baja una de sus canciones favoritas. Había cubierto, más o menos, la mitad de la distancia cuando pisó una baldosa rota y se torció un tobillo. Se le escapó un grito de dolor y se apoyó en la esquina de un callejón oscuro entre dos edificios antiguos.

- ¡Maldita sea! – Se masajeó el tobillo por encima del pantalón durante unos segundos, después apoyó el pie en el suelo y dio unos pasos de prueba. Había sido una falsa alarma-. Menos mal...

Un sonido como de cristales que se rompían al caer al suelo le sobresaltó y dio un salto hacia atrás, ahogando un grito. Se quedó quieta, con los ojos clavados en la oscuridad del callejón, esperando que saliera una figura terrorífica: un hombre lobo, un vampiro sediento de sangre, Jack el Destripador, Drogon lanzando fuego, un terraplanista, ¡un político en plena campaña electoral! Y lo que salió fue un hombre, disparado, que de un empujón la tiró al suelo. Ni siquiera se paró a disculparse; le gritó un “¡Aparta, zorra!” por encima del hombro y siguió corriendo sin mirar atrás.

- Joder con la vida nocturna de la ciudad – susurró, levantándose y sacudiéndose el abrigo, que se le había manchado de barro. Al final, iba a tener que darle la razón a su madre: si te despistas, ¡zas! Estás muerta. O por el suelo y dolorida -. Me largo pero ya.

- Socorro... – una voz masculina salió de algún punto del callejón. A Matilda se le escapó un gemido y empezó a temblar-. Socorro, ayuda...

- No eres real – dijo en voz alta, retrocediendo-, no eres real, no eres real...

- ¡Por favor, necesito ayuda! – La voz sonó un poco más fuerte, más desesperada y mucho más asustada que la suya-. ¡Por favor!

- Maldita sea mi estampa... – murmuró Matilda, sin moverse del sitio. Miró alrededor, en busca de alguien a quién acudir, sin suerte-. Pero ¿quién me mandará a mí salir de casa a estas horas?

- Socorro...

Matilda cogió el móvil, encendió la linterna, respiró hondo varias veces, apretó los dientes y, con el brazo en alto para iluminar mejor el callejón, entró. Esquivando cajas de cartón, un colchón cubierto de mugre y varios neumáticos, se acercó hasta el punto del que salía la voz que pedía ayuda. Ahogó una exclamación al ver a un hombre joven, elegantemente vestido, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre que, a la luz del móvil, no dejaba de crecer. Echó a correr y se arrodilló a su lado.

 

 

 

SABADO. 04:40 H. ERIC Y MATILDA.

 

- ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? – Qué pregunta más estúpida, pensó. ¿Qué importaba eso?

- No... No sé – Eric tragó saliva e hizo una mueca de dolor-. Me han atacado por la espalda y me han robado. Por favor, ayúdame.

- Sí, claro... Voy a llamar a una ambulancia... – Empezó a teclear el número pero las manos le temblaban tanto que se le cayó el móvil y se apagó la linterna -. Mierda, ¿dónde está?

Matilda pasó las manos por el suelo, intentando ignorar qué debía ser lo que sentía en los dedos. Sangre, en el mejor de los casos. En el peor... no, no quería ni pensarlo. A su lado, el desconocido emitió un gemido. ¿O quizá estaba llorando? Le iba a dar un ataque. No era buena resolviendo conflictos y ante las situaciones difíciles, solía quedarse bloqueada y se le ocurría la solución perfecta cuando ya era demasiado tarde. No encontraba el móvil y sin él, poco podía hacer. Quizá encontraría alguien en la avenida, alguien que pudiera ayudarles.

- No encuentro el móvil, pero no te preocupes. Voy a salir a ver si encuentro a alguien. – Se puso de pie y se sacudió los pantalones-. O iré a la tienda esa de 24 horas, para que llamen ellos. Sí, eso será lo mejor...

Matilda tropezó varias veces antes de salir del callejón. Miró a ambos lados de la avenida y no vio a nadie y, al mirar al otro lado de la carretera, vio que la tienda había cerrado. Definitivamente, aquella no era su noche. Claro que aquel pobre chico lo tenía peor que ella.

- Piensa, Matilda, piensa... – murmuró mientras volvía a su lado. Se arrodilló a su lado y volvió a buscar el móvil, sin éxito-. ¿Puedes oírme? No sé qué hacer, no hay nadie en la calle y el móvil... bueno, ¡ha desaparecido! Pero, mira, se me ocurre que, si salgo y grito a pleno pulmón, seguro que alguien sale a la ventana y así... - Tanteó hasta que encontró su mano, la cogió y se la apretó para confortarle. Esperaba que él respondiera de alguna manera, pero ni le devolvió el apretón ni se quejó ni nada de nada.

En ese momento, la banda sonora de “Psicosis” que usaba como tono de llamada para su madre, sonó a todo volumen y le hizo dar un grito. Pero ¿por qué narices le llamaba a esas horas? Daba igual, al menos había servido para descubrir que el maldito cacharro había ido a parar debajo de un neumático. Lo recuperó en un instante, encendió la linterna e iluminó al hombre. Estaba muy pálido y sí, podía ser por el efecto de la luz y el lugar en el que estaban, pero aquello no pintaba bien. A ver, ¿cómo se aseguraban los polis de las series que la víctima había muerto? Buscaban el pulso en la muñeca o el cuello, pero no quería tocarlo. Por Dios, no había visto un muerto en directo en su vida y ¿ahora iba a tener que tocar a uno? Vale, que igual todavía no lo estaba, pero... Respiró hondo, rezó el “Cuatro esquinitas tiene mi cama”, la única oración que todavía recordaba, y acercó una mano temblorosa al cuello del chico. Tanteó arriba y abajo hasta encontrar un leve latido, señal de que todavía vivía. Le costó reprimir el grito de alegría; por un momento, se había convencido de que había muerto y aquello habría sido mucho más de lo que podía soportar. Se inclinó sobre él y le tocó la cara. El hombre abrió los ojos y la miró.

- Oye, por favor, no te mueras, ¿vale? – Cerró los ojos sin responder y a Candela se le cayó el alma al suelo.

Se puso de pie y se alejó unos pasos, mordiéndose el labio inferior, estrujándose el cerebro. Sabía que tenía que llamar a la policía y contarles lo que había pasado, pero, pensándolo fríamente, desde su móvil no. ¿Y si luego le seguían el rastro? Un par de calles atrás había visto una cabina de teléfonos y, al menos a primera vista, parecía que funcionaba. En el bolsillo le quedaban unas monedas que, calculaba, serían más que suficientes para llamar a Emergencias e informar de lo que había ocurrido sin dar sus datos. Era de locos, claro, pero de esa manera, nadie podría relacionarla con aquel hombre. La única persona que podía situarla en la zona era el dependiente de la tienda 24 horas en la que había comprado el café y el donut, pero su cara era tan normal que era posible que se hubiera olvidado de ella en cuestión de minutos. No conocía a nadie más que a la gente de su trabajo y no tenía relación estrecha con ninguno de ellos, al menos por el momento. Su vida en aquella ciudad, tan lejos de casa, distaba mucho de ser perfecta y sí, había momentos en los que se sentía muy sola y le daban ganas de hacer las maletas y volver al pueblo, pero estaba empezando a acostumbrarse a la gente, el ruido, los olores y a pisar asfalto el 99% del tiempo. Allí era libre, por fin, y no quería volver atrás.

Regresó al lado del hombre y le miró. Ni siquiera sabía su nombre, no había pensado en preguntárselo. No le estaba ayudado en absoluto y dejarle allí, tirado y solo, no era algo de lo que se sentirse orgullosa, pero era incapaz de pensar en otra cosa. Cerró los ojos unos segundos y se despidió de él, deseándole buena suerte.  En el último momento, le pidió perdón por no haber sido capaz de salvarle la vida y también por lo que iba a hacer. Después dio media vuelta y, tras asegurarse de que no había nadie que pudiera verla, salió del callejón y regresó a casa. Llegó a la cabina, hizo la llamada forzando la voz y, justo cuando le preguntaron su nombre, colgó. Limpió el auricular con un pañuelo que, después, tiró a la papelera y regresó a su casa andando tan rápidamente como fue capaz.

 

DOMINGO. 14:30 H. MATILDA.


Contra todo pronóstico, Matilda se quedó frita en cuanto se metió en la cama. Despertó muy tarde y agotada, después de unas horas de sueños inquietos en los que intentaba alejarse del callejón y, no sabía cómo, acababa volviendo una y otra vez al mismo sitio. Se arrastró hasta la cocina, recalentó el café que había sobrado el día anterior y se sentó en el sofá mientras se lo tomaba. Puso la televisión y enganchó el principio del noticiero principal. La noticia de portada era el hallazgo del cadáver de un prometedor periodista que, además, resultó ser el heredero de una de las familias principales de la ciudad. Se le atravesó el café y casi se ahoga al ver en pantalla, a todo color y rebosante de vida, al hombre que había abandonado en aquel callejón asqueroso. Eric no sé qué, se llamaba, tenía treinta y dos años y un brillante futuro que jamás se haría realidad porque ella no fue capaz de ayudarle. Y la culpabilidad le golpeó en el estómago como si fuera un puñetazo.

 

 

LUNES. 15:35 H. MATILDA.

 

Matilda estaba concentrada delante del ordenador, intentando encontrar el apunte contable equivocado que le descuadraba esa cuenta. Había repasado los números una y otra vez y no era capaz de ver dónde estaba el error. Se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de recordar que, justo aquella mañana, había empezado a usar rimmel. Se levantó de la silla para ir al lavabo, a ver hasta dónde había llegado el desastre y descubrió que lo de “waterproof” significaba, también, “a prueba de restregones”. Antes de regresar a su mesa, decidió hacer un descanso de diez minutos. Entró en la cocina, se preparó un café y se lo tomó mientras miraba por la ventana.

Entre tanto, dos oficiales de policía, uniformados y armados aparecieron en la oficina, provocando un revuelo al que ella era ajena por estar ausente. Su jefa les recibió y les pidió que le acompañaran al despacho, donde hablaron, a salvo de oídos curiosos, durante unos minutos. Cuando Matilda regresó, se encontró a todos sus compañeros reunidos en pequeños grupos, algunos con papeles en las manos para disimular, y cuchicheando, sin apartar la mirada del despacho de la jefa.

- Pero... ¿qué os pasa? – Preguntó a Mireia, una de las pocas personas con la que había cogido algo de confianza.

- No lo sabemos – le contestó, encogiéndose de hombros-, pero debe de ser grave. Mira, ha venido la policía y Lola parece estar al borde de un ataque de nervios.

Matilde oyó la palabra “policía” y empezó a sudar. Se giró muy despacio y vio, a través de las paredes de cristal del despacho de su jefa, que ésta la señalaba con el dedo. Los policías asintieron, salieron del despacho y se dirigieron directamente a ella. Intentó borrar cualquier expresión de su cara, ya fuera sorpresa, curiosidad o, probablemente, pánico, pero fracasó por completo.

- ¿Matilda Santos Gorriz? – Se limitó a asentir. Tenía la garganta tan cerrada que no le habría salido ni un hilo de voz-. Agente Martí y Agente Páez – Se tocaron la visera de la gorra a modo de saludo-. Necesitamos que nos acompañe a comisaria, por favor.

- ¿Puedo...? – Le salió un gallo y cerró lo ojos. Respiró hondo, carraspeó y volvió a intentarlo-. Disculpe, estoy... un poco resfriada. ¿Puedo saber qué ha ocurrido?

- No, lo siento. Acompáñenos y, en comisaría, le dirán todo lo que necesita saber. ¿Tiene abogado?

- ¿Abogado? No, por Dios – contestó, sintiendo que empezaban a aflojársele las rodillas-. ¿Es que me hace falta?

- Sí – dijeron los dos agentes al mismo tiempo.

 

MARTES. PORTADA DE TODOS LOS PERIODICOS.

 

DETENIDA, EN TIEMPO RECORD, LA PRESUNTA ASESINA DE ERIC SANZ.

LA FAMILIA AGRADECE LA LABOR POLICIAL.

 

En la tarde de ayer se procedió a la detención de M.S.G., de 27 años y oriunda de XXX, acusada del asesinato de Eric Sanz, cuyo cuerpo sin vida se halló en un callejón cercano al centro en la madrugada de sábado a domingo. Las numerosas pruebas recogidas en el escenario del crimen, entre ellas un colgante que la acusada ha reconocido como de su propiedad y las huellas dactilares en el cuello de la víctima, así como las imágenes captadas por las cámaras de seguridad de varios establecimientos cercanos y las destinadas al control de tráfico, han permitido que las fuerzas de seguridad hayan podido realizar una detención, con una base muy sólida, en un espacio de tiempo realmente corto. Se trabaja con la hipótesis de un robo que salió mal, ya que no se han hallado ni la cartera ni varias joyas, algunas de gran valor sentimental. Hasta este momento, en los sucesivos registros efectuados en el domicilio de la presunta culpable no han aparecido ninguno de los objetos sustraídos, que podrían estar en manos de un posible cómplice o haber sido vendidos.

La detenida llegó a la ciudad hace poco más de un mes y apenas se le conocen relaciones. Trabajaba como contable en una gestoría, lugar en el que se procedió al arresto, ante la sorpresa de sus compañeros. “Era una chica tranquila y callada, muy tímida y educada” – ha declarado su jefa, que prefiere mantener su identidad en el anonimato-. “Jamás habríamos imaginado que fuera capaz de hacer algo así”. Vivía en un bloque de apartamentos a varias manzanas del lugar de los hechos y tampoco tenía relación con sus vecinos. Sin embargo, algunos de ellos han asegurado que desde el primer momento dio problemas. “Era muy escandalosa, ponía la televisión y escuchaba música a un volumen absolutamente intolerable. ¡Y los golpes que daba a cualquier hora del día y la noche!” – explicaron Mariana T. y Esteban P., un matrimonio de avanzada edad que viven en el piso de abajo-. “Hablamos con el administrador de la finca y le pedimos que la echara, pero no nos hizo caso. Creen que estamos seniles, que nos quejamos demasiado y por cualquier cosa, pero está claro que teníamos razón. ¡Esa mujer no era buena! Le tocó a ese pobre chico, Dios lo tenga en su Gloria, pero podría haber sido cualquiera de nosotros...”

Según su abogado, las pruebas han sido manipuladas para que el caso se resolviera lo antes posible, dada la importancia social de la familia del fallecido y los amplios círculos de poder en los que interviene. La acusada, durante los interrogatorios, ha declarado que, antes de que ella entrara en el callejón, salió un hombre que literalmente la arrojó al suelo en su prisa por huir, pero su rocambolesca historia no se sostiene de ninguna manera, puesto que no sólo no se han hallado otras huellas que no sean las suyas en el lugar de los hechos, sino que en las imágenes de las cámaras no se recoge la presencia de nadie más que la víctima y ella misma. Su abogado ha presentado una solicitud para que un experto en medios digitales compruebe si las grabaciones han sido alteradas de algún modo, pero, hasta el momento, los análisis efectuados han arrojado resultados negativos.

Al serles comunicada la noticia, la familia del fallecido, a través de su portavoz oficial, ha querido expresar su agradecimiento por la efectividad en la investigación. Así mismo, han depositado toda su confianza en la justicia de este país. “Eric era un hombre brillante, con un futuro muy prometedor por delante, que ha dejado una familia destrozada para siempre y un vacío que será imposible de llenar entre sus amigos y conocidos. Esperamos que se haga justicia y esta mujer, a la que no conocía de nada, pase el resto de su vida entre rejas y que su sufrimiento sea, al menos, igual al que la ausencia de Eric nos producirá todos y cada uno de los días que viviremos sin él”. Así mismo, ha comunicado que el entierro tendrá lugar el próximo jueves, en la más estricta intimidad, y ruega encarecidamente a prensa y curiosos que se abstenga de acudir a la iglesia o al cementerio, puesto que la familia y su entorno merecen el máximo respeto a la hora de dar el último adiós al hijo, hermano y amigo.

Redacción central – Equipo de sucesos.

 

 

 

Mjo

16-11-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 45

domingo, 8 de noviembre de 2020

LA LIBELULA (Semana 43)


Me encantaba el Mercat dels Encants. Algunos domingos por la mañana nos acercábamos, Mariona y yo, dando un paseo, y pasábamos un buen rato curioseando entre el perpetuo desorden de los puestos. Al principio no le entusiasmaba la idea, habría preferido hacer cualquier otra cosa, pero me acompañaba no solo porque me quería sino porque yo hacía lo mismo cuando me pedía que fuera con ella a algún museo o al teatro. Después de un tiempo, me confesó que había aprendido a disfrutar de aquellas visitas. La mayoría de las veces no comprábamos nada, otras nos conformábamos con algún libro de páginas amarillentas, una estilográfica que hacía años que no escribía ni una sola palabra o, mi pasión, un álbum de cromos a menudo incompleto. Sin embargo, hubo veces en las que tropecé con algún objeto que me robaba el corazón, casi siempre demasiado caro. Entonces Mariona retrocedía un par de pasos y me observaba, con una sonrisa, en lo que ella llamaba “el tango lento del regateo”. El vendedor cantaba las excelencias del producto y la ilustre historia que le acompaña. Yo, que tenía el ojo entrenado por la experiencia, señalaba cada pequeño desperfecto y rechazaba de plano todos los cuentos que me explicaba, por muy creíbles que pudieran ser. Solía salirme con la mía, porque andaba siempre escaso de dinero pero sobrado de ingenio, y el pobre vendedor acababa rindiéndose por agotamiento. Pagaba, daba las gracias y, con una indiferencia cuidadosamente ensayada, cargaba con mi nueva adquisición y, con Mariona riéndose de una forma más o menos disimulada, nos dirigíamos hacia la salida. Así acabamos siendo los orgullosos, o no tanto, propietarios de una silla modernista que cojeaba de una pata, una radio antigua que jamás emitió otra cosa que no fueran interferencias, la máquina de escribir más grande que habíamos visto en nuestra vida, un cochecito de latón con las cuatro ruedas intactas y su conductor al volante y un baúl muy pesado que nunca conseguimos abrir porque se nos olvidó pedir las llaves.

Mariona no solía encapricharse de nada en concreto, pero hace tres años se enamoró de un precioso colgante de diseño modernista que encontró en una pequeña parada situada en un rincón del Mercat. Era una libélula con las alas extendidas y cubiertas de piedras de colores, una filigrana de oro y gemas, y me pareció preciosa. La dueña de la tienda, una anciana encantadora que parecía sacada de otra época, nos contó que aquel colgante, con unos pendientes a juego que también estaban a la venta, había sido el regalo que su bisabuelo Sebastiá hizo a Margarida, su futura esposa, cuando se prometieron. Juró que era auténtico, que había pertenecido siempre a la familia y que si había decidido venderla, junto con otros objetos únicos y muy queridos para ella, era a causa de su mala situación económica. Nos compadecimos de ella, en su voz se transparentaba la pena que sentía al deshacerse de todos esos pequeños tesoros, tan cargados de recuerdos, y a Mariona le habría encantado poder comprarla, no sólo porque le gustaba mucho sino para poder ayudarla. Por desgracia, el precio que pedía sobrepasaba, en mucho, la cantidad que nos podíamos permitir y ni siquiera con una rebaja consiguió acercarse a nuestro presupuesto. Tuvimos que conformarnos con comprar una pequeña cajita de porcelana, algo desportillada pero muy bonita. Le dimos las gracias y, después de desearle suerte, nos despedimos de ella.


Al cabo de unos meses, el día de su cumpleaños, la sorprendí regalándole el colgante. Le expliqué que, al ver lo mucho que le gustaba, al fin de semana siguiente me inventé una excusa, me acerqué hasta el mercado y llegué  a un acuerdo con la anciana. Tuve que sacrificar todos mis ahorros pero valió la pena sólo por ver su cara de felicidad cuando le puse la delicada cadena alrededor del cuello y, después de asegurar el cierre, la llevé hasta el espejo de la habitación para que viera lo bien que le quedaba. Con lágrimas en los ojos, lo acarició con suavidad y dijo que parecía tan delicado que le daba miedo romperlo o que alguna piedra se desprendiera, arruinándolo por completo, y que jamás había tenido nada tan bonito ni, por supuesto, tan valioso. Por salvar la cara, me regañó un poco por haberme gastado tanto dinero, pero  le quité importancia con un gesto.

- Le conté a la mujer que mi esposa se había enamorado del colgante y quería comprarlo para regalárselo. Se acordaba perfectamente de tí, ¿sabes?, y me hizo una buena rebaja. Dice que, desde que te vio, supo que debía ser tuyo y de nadie más. Me dijo que te pareces mucho a su bisabuela y me dio una fotografía para que pudiera comprobarlo. Espera, tiene que estar por aquí... – Abrí la caja de terciopelo negro, forrada de satén, en la que había guardado el colgante y, en un compartimento oculto en la parte inferior, la encontré. La saqué y me acerqué a Mariona para enseñársela-. Vaya, tiene razón. Te pareces muchísimo a ella.

En la imagen, una de esas típicas fotografías de estudio color sepia, una pareja muy distinguida nos devolvía la mirada. Él, muy alto, posaba de pie con un sombrero de copa en una mano y la otra apoyada en el respaldo de una silla alta en la que una mujer joven y hermosa, que podía ser la hermana gemela de Mariona, con semblante serio, casi triste. Llevaba el pelo cubierto por un velo de encaje y en las manos, que reposaban sobre el regazo, llevaba un pequeño ramo de flores.

- Caramba... – dijo Mariona, tan sorprendida como yo-, sí que nos parecemos. Mira cómo va vestida. ¿Crees que era el día de su boda? En la parte de atrás sólo han escrito sus nombres, Sebastiá y Margarida, pero no hay ninguna fecha ni nada.

- Podría ser. Qué tiesos están, con lo divertidas que son las de nuestra boda – Nos reímos a carcajadas al recordar las fotografías que nos hicimos en el parque de atracciones, llenas de luz, de color y de vida.

- Bueno, era otra época. No me los imagino haciendo la cabra encima de un auto de choque. Es una foto bonita, de todas formas, aunque estén demasiado serios. Era muy guapa, ¿verdad? Tan elegante...

- Con ese collar, no tienes nada que envidiarle. Estás preciosa esta noche. Como siempre. Te queda perfecto - le dije, abrazándola y dándole un beso en la nuca. Contemplamos nuestra imagen en el espejo y sonreí de puro orgullo al verla tan hermosa.

- No pienso llevarte la contraria – contestó, riéndose-. Lo único que siento es que no podré ponérmelo muy a menudo. ¿Me imaginas comprando en la pescadería con esto al cuello? O saliendo de copas cualquier noche... Si me lo roban, ¡me muero del disgusto!

- Bueno, se me ocurre que podrías llevarlo como Marilyn llevaba el Chanel nº 5... – Le desabroché la camisa, botón a botón, sin apartar la vista de sus ojos reflejados en el espejo.

- ¿Ah, sí? – respondió, apoyando la cabeza sobre mi pecho. La camisa cayó al suelo con un susurro y me incliné para besarle el hombro mientras mis manos, tan torpes como siempre, se peleaban con el cierre del sujetador-. ¿Y cómo sería eso?

- Marilyn sólo usaba unas gotas de ese perfume para dormir. Tú podrías ponerte sólo el collar...

- ¿Cómo la Rose de “Titanic”? ¿Y me pintarás como a una de tus chicas francesas, Jack? – Se dio la vuelta y me abrazó, buscándome la boca. La cogí en brazos, ella puso sus piernas alrededor de mi cintura y la llevé hasta la cama. La tendí sobre el colchón y desabroché sus pantalones.

- No – Le quité los pantalones muy despacio. Luego deslicé las manos por sus bonitas piernas, le quité las medias y las dejé caer al suelo. Me tumbé sobre su cuerpo, le besé todo el camino entre su ombligo y el cuello y, al llegar a la altura de su oreja, me detuve para susurrarle-. Tengo pensado algo mucho mejor.

Fue una noche magnífica. La cena, que habíamos encargado a nuestro restaurante favorito y nos habían traído a casa, quedó olvidada en la mesa y nos la comimos de madrugada, en una pausa obligada para recuperar fuerzas, antes de regresar a la cama.  Hicimos el amor hasta hartarnos, como cuando nos conocimos y no había manera humana de quitarnos las manos de encima. Parecíamos dos adolescentes desbocados y no dejaba de parecernos curioso que, después de tantos años juntos, todavía fuéramos capaces de sentir aquel deseo abrumador el uno por el otro. Amanecía cuando, agotados, nos quedamos dormidos y al despertar, muy tarde, Mariona me dijo que había tenido un sueño rarísimo y le pedí que me lo explicara. Contestó que creía que haber soñado con la joven de la fotografía, que parecía enfadada y le reclamaba algo,  pero sólo recordaba retazos del sueño. Me preocupó un poco porque estaba muy pálida y tenía ojeras, algo que sólo le ocurría cuando estaba enferma, pero lo atribuí a la larga noche que habíamos pasado y le sugerí que se diera un largo baño caliente mientras yo improvisaba algo medianamente comestible en la cocina. Aceptó la propuesta y fue a preparar la bañera. Cuando, una hora más tarde, salió del cuarto de baño, era otra persona. Volvía a tener color en las mejillas, los círculos oscuros bajo los ojos habían desaparecido y parecía haber recuperado la energía.

- Me vas a tener que explicar el secreto de esas sales que has puesto en el agua, ¡son milagrosas! – le dije, mientras acababa de poner la mesa.

- Te vas a reír pero... – hizo una pequeña pausa y se mordió el labio inferior, como hacía siempre que estaba preocupada.

- ¿Pero...?

- Me sentí mejor en cuanto me quité el collar – Me quedé mirándola, sin saber si hablaba en broma o lo decía en serio-. Sí, ya sé que suena absurdo, pero es la sensación que me ha dado.

No supe qué decirle. Mariona no acostumbraba a fantasear, ni por casualidad. Como cualquier hijo de vecino, se lo pasaba bomba con una película de terror o un buen libro de misterio, pero decía que no había más fantasmas que los humanos y que la vida hay que disfrutarla aquí y ahora porque cuando la fiesta se acaba, se acaba de verdad. Imaginé que la historia del colgante le había impresionado más de lo que quería admitir y supuse que no tardaría en olvidarlo, así que inventé alguna explicación más o menos coherente y la aceptó sin dudarlo. Aquella noche, domingo, metió el collar y la fotografía en la caja de terciopelo y la guardó en el cajón de arriba de su tocador.

No volvió a usarlo hasta la boda de su primo favorito, en abril, que le pareció  el motivo perfecto para lucirlo en público por primera vez. No sé si la novia acaparó tanta atención como el colgante, no creo que quedara nadie que no se acercara a preguntarle de dónde había salido. Durante la ceremonia, Mariona estuvo bien pero después de la cena empezó a encontrarse mal. Le dolía la cabeza, se mareaba y tenía dificultades para respirar. Nos fuimos a casa tan pronto como nos fue posible. Hizo todo el trayecto dormida en el asiento del copiloto, agitada, como si tuviera pesadillas, y en algún momento me pareció que incluso lloraba. En cuanto llegamos, fue a la habitación, se desnudó y se quitó el collar. Yo, que la había seguido de cerca por si necesitaba ayuda, vi el cambio que experimentó su rostro en cuanto lo metió en la caja y lo puso de nuevo en el fondo del cajón del tocador. En cuestión de minutos, desaparecieron el dolor de cabeza, el nudo en la garganta que le impedía respirar y las náuseas.

- Te juro que no lo entiendo – me dijo, abrazándome.

- Pues anda que yo... ¿No será alergia al oro? ¿O a alguna de las piedras que lleva el colgante?

- No tengo ni idea y ahora tampoco me apetece pensarlo. Estoy agotada, me voy a dormir. Buenas noches, cariño – me dio un suave beso en los labios, se metió en la cama y apagó la luz. Se quedó dormida casi al instante.

Yo fui a la cocina, me preparé un vaso de leche caliente y, después de un rato, me acosté también. A las cuatro y media de la madrugada, me despertaron sus gritos. Me giré en la cama para abrazarla pero no encontré más que su espacio vacío. Encendí la luz y me la encontré desnuda, de pie frente al espejo del tocador, con el collar en la mano y llorando. La habitación estaba helada, así que cogí la bata que había dejado sobre la silla para echársela por encima.

- La he visto, Daniel, la he visto – dijo, entre sollozos.

- ¿A quién? – le pregunté.

- A Margarida– contestó, abrazándose a mí con desespero.

- Pero... eso es imposible, habrá sido un sueño. Vamos, te prepararé una tila y volverás a dormirte enseguida.

- ¡Te digo que la he visto! ¡Y no es la primera vez!

- ¿Qué...? ¿Qué dices, Mariona?

Me explicó entonces que, de vez en cuando, había vuelto a soñar lo mismo que la noche en que se lo regalé, cada vez más claro, cada vez más vívido, hasta el punto en que, cuando despertaba, tenía que encender la luz para asegurarse de estar a salvo conmigo, en nuestra cama. Al cabo de un tiempo, empezó a verla reflejada en los espejos, en los cristales de las ventanas o incluso en el agua de la bañera. A veces era tan rápido que con un parpadeo, desaparecía. Otras, en cambio, se quedaba mirándola durante unos segundos que se le antojaban eternos y después, en un abrir y cerrar de ojos, se esfumaba.

- ¿Por qué no me has dicho nada antes?

- ¡Porque creí que me estaba volviendo loca! – Contestó, sentándose en la cama-. Daniel, tú sabes lo que le pasó a mi madre y a mi abuela. Pensé que ahora me tocaba a mí, así de simple.

Empezó a llorar desconsoladamente y lo entendí todo. Su madre y su abuela habían perdido la cabeza. Su abuela porque durante la Guerra Civil le tocó presenciar el fusilamiento de su marido y sus tres hijos mayores y su madre, porque sufrió una enfermedad degenerativa que le destruyó la memoria hasta dejarla reducida a nada. Su mayor miedo había sido siempre acabar como ellas, me lo había dicho muchas veces, por eso entendí perfectamente que me ocultara lo que estaba pasando. La abracé, intentando consolarla, hasta que se calmó un poco.

- Se me ocurre una idea. Sea lo que sea que está ocurriendo, dices que está relacionado con el collar. Mañana iré al Mercat dels Encants y buscaré a la anciana. Le devolveré el colgante y...

- ¿Crees que eso no se me ha ocurrido a mí? – Me interrumpió con una sonrisa triste-. Fui hace unos meses, Daniel, y cuando pregunté por ella, me dijeron que murió al poco de vendérnoslo, sin dejar herederos conocidos.

- Pues lo venderemos nosotros, aunque sea por una mínima parte de lo que me costó.

- Suerte con eso, también lo he probado. Nadie lo quiere –dijo. Se levantó, fue hacia el collar, que había caído al suelo, y lo recogió. Se quedó mirándolo durante unos segundos, después lo puso de nuevo en la caja y lo guardó en su sitio-. Nadie excepto ella.

Tenía razón. Durante el siguiente mes, me pateé todos los anticuarios que fui capaz de encontrar y a ninguno pareció interesarle el colgante. Todos alababan su magnífica factura y destacaban el hecho de que estuviera en tan buen estado. Las tasaciones que me ofrecían eran muy altas, mucho más de lo que yo había pagado por él, pero nadie se mostró dispuesto a comprarlo con la excusa de que no había mercado para una joya semejante. En las webs de venta de objetos usados no tuve mejor suerte y, al final, me rendí.

Hace poco más de un mes, Mariona me llamó al trabajo, algo que casi nunca hacía. Me explicó, con voz temblorosa, que había vuelto a casa antes porque se encontraba mal y, desde que entró, no dejaba de ver a Margarida por todas partes. “Me sigue allá donde voy, Daniel. Por favor, ven, ¡tengo mucho miedo!”, me dijo. Dejé todo lo que estaba haciendo, me metí en el coche y crucé la ciudad tan rápido que, a juzgar por las multas que recibí después, hice saltar varios radares de velocidad. Fue inútil. Al llegar a la calle donde vivimos, un cordón policial me impidió acercarme al parking de nuestro edificio. A lo lejos, las luces de un coche de policía y una ambulancia emitían destellos de color. Dejé el coche aparcado de mala manera y salí corriendo. Me acerqué al policía que custodiaba el acceso y le expliqué que vivía allí, que mi mujer me había llamado porque tenía la sensación de que había alguien en el piso con ella y me pidió los datos. En cuanto leyó mi nombre en el DNI, me miró con una expresión extraña, se alejó un poco y llamó a su compañero por el comunicador que llevaba colgado en la chaqueta. Hablaron un par de minutos, mientras yo me consumía de nervios, y cuando acabó, se acercó de nuevo, levantó la cinta y me pidió que le acompañara.

- ¿Su esposa es Mariona Puig? – preguntó, mientras nos acercábamos a la ambulancia.

- Sí, sí, Mariona.

- Lamento comunicarle que su esposa ha fallecido, señor Ruiz...

Todo lo que dijo después lo he olvidado. Por más que lo intento, no consigo recordar ni una sola de las palabras que me dijo pero lo que no puedo quitarme de la cabeza es la imagen de la sábana que, manchada de sangre, cubría su cuerpo en mitad de la calle. La mano izquierda, pálida, asomaba por un lateral y en el dedo anular brillaba, cada vez que le daba una de las luces de emergencia, la alianza que le puse en el dedo el día que nos casamos, hacía casi ocho años. “Eternos”, había grabado en el interior. Cómo iba a imaginar entonces que la eternidad iba a durarnos tan poco...

Mariona saltó, o se cayó, desde nuestro balcón poco después de llamarme. Qué pasó exactamente es algo jamás podré saber. Cuando la policía me interrogó, repetí la misma historia que había contado al principio, que me había dicho que estaba asustada porque creía que había alguien en el piso. No sabía nada más. Las investigaciones posteriores, como era de esperar, no encontraron evidencias de que hubiera habido algún tipo de allanamiento y se decretó que su muerte fue accidental. A la vista del historial de enfermedades mentales de su familia, no descartaron la posibilidad de que fuera suicidio. No puse pegas a ninguna de las dos conclusiones porque, en realidad, me daba exactamente igual el motivo. A mí lo que me importaba era que Mariona ya no estaba, que se había ido y ni siquiera había podido despedirme de ella.

La idea de volver a nuestro piso, donde habíamos sido felices, me parecía insoportable, así que decidí ponerlo en venta y, hasta que saliera un comprador, regresé a casa de mis padres. Ayer fui a recoger lo más imprescindible, la ropa sobre todo, y alguna documentación que me habían pedido en la inmobiliaria para poder empezar el proceso de venta. Al buscar las escrituras, encontré el estuche del colgante y se me paró el corazón, me había olvidado por completo de él. Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar la cara de Mariona, radiante de felicidad, cuando se lo puso por primera vez. Cerré el cajón de golpe y me apoyé en el tocador, respirando a bocanadas, hasta que el dolor cedió un poco. Volví a abrir el cajón, saqué el estuche, lo dejé sobre el mueble y me quedé mirándolo, decidiendo qué hacer con él. Al final lo abrí y, para mi sorpresa, estaba vacío. Revolví los papeles que había en el cajón, por si se había caído, pero no lo encontré. Pensé que quizá Mariona, en un intento por ocultarlo de su vista, lo había guardado en el compartimento inferior. Levanté la tapa y lo único que encontré fue la vieja fotografía color sepia de Sebastiá y Margarida. Iba a dejarla de nuevo en su sitio pero algo me llamó la atención. Me acerqué a la ventana, abrí las cortinas y levanté por completo las persianas para verla mejor. Sí, no me había equivocado.

A primera vista, todo seguía igual. Sebastiá posaba igual de tieso, con su semblante de gran señor, y Margarida seguía sentada en su silla de respaldo alto, donde su marido apoyaba la mano. En su rostro ya no quedaba rastro de seriedad o tristeza; al contrario, lucía una amplia sonrisa de satisfacción y orgullo. Sus manos también habían cambiado de postura. Una de ellas seguía sosteniendo un ramo de flores sobre el regazo pero la otra estaba a la altura del pecho, como si el fotógrafo hubiera hubiese accionado el disparador en el mismo instante en que la alzaba para acariciar la joya que colgaba sobre su cuello. Me acerqué la imagen todavía más a los ojos y se me escapó un grito.

Allí, donde durante años no hubo nada, aparecía ahora una libélula de oro, con las alas extendidas cuajadas de piedras de diferentes colores.

 

Mjo

01-11-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 43