domingo, 29 de noviembre de 2020
RED VELVET (semana 46)
BODAS DE ORO
En fin, que yo lo único que quiero es hacerles saber, a ellos y a quien lea por casualidad ésto, que les quiero un montón, que me siento orgullosa de ellos hasta el infinito y mucho, mucho más allá, que les agradezco que nunca nos pusieran las cosas fáciles porque así hemos aprendido a salir adelante, aunque sea a tropezones. Que son ejemplo a seguir, espejo en el que mirarse, amor incondicional, apoyo constante. Que sin ellos, yo no, nada, nunca. Y quiero pedirles que celebren este día y se celebren ellos, hoy y siempre. La celebración "en pack"... pues ya vendrá, todo a su debido tiempo.
FELICIDADES, PAPA Y MAMA, POR ESTOS CINCUENTA AÑOS Y POR LOS QUE VENDRAN!
Mjo
(Me van a matar cuando sepan que he puesto la foto, pero confío en que me lo perdonen... que ha sido con mucho love!!!)
lunes, 23 de noviembre de 2020
CRUCE DE CAMINOS (Semana 45)
SABADO. 03:35 H. ERIC.
- Buenas noches, señor – saludó, levantándose y apoyando
las manos en la superficie de madera-, espero que haya disfrutado la... visita.
- Sí, por supuesto – contestó Eric, al que no se le había
escapado la ironía del tono. Le habría encantado ponerlo en su sitio, pero no
le convenía hacerlo. Era un valioso aliado y sin su colaboración, aquella noche
se habría convertido en un auténtico desastre. Dejó el abrigo sobre el
mostrador y dibujó una sonrisa de compromiso mientras se ponía la americana.
Sacó la elegante cartera del bolsillo interior, extrajo unos billetes y los
dejó sobre el brillante mostrador-. Muchas gracias por su
colaboración, señor...
- Padilla. Gracias a usted, señor por su...- cogió los
billetes, los contó sin disimulo y se los metió en el bolsillo izquierdo del
pantalón- generosidad. Es un placer ayudarle. ¿Le veremos pronto por aquí,
señor?
- Es posible. Se lo haré saber para que pueda organizarse
– Se pasó la mano por el alborotado pelo y se ajustó los puños de la camisa,
dejando a la vista sólo la porción exacta de tela que marcaba la diferencia
entre la elegancia y la chabacanería-. Buenas noches, señor Padilla.
- Oh, no, por favor. Padilla a secas, señor – Hizo una
inclinación de cabeza y volvió a sentarse-. Buenas noches, señor.
Eric dio media vuelta, atravesó el hall haciendo resonar
sus pasos sobre el reluciente mármol, y abandonó el edificio sin mirar atrás.
Había bajado la temperatura y el aire olía a lluvia. Se echó el abrigo sobre
los hombros y pensó en pedir un taxi porque lo último que le hacía falta era
que le pillara el chaparrón, pero decidió que le sentaría bien andar hasta su
casa, que tampoco estaba tan lejos. Necesitaba despejarse la cabeza y quitarse
de encima el exceso de energía que no había podido gastar. Sacó un cigarrillo
de una pitillera de plata y lo encendió con un encendedor a juego, regalo de su
padre cuando cumplió los dieciocho, y echó a andar por la avenida casi
desierta.
SABADO. 03:15 H. MATILDA.
- Mira... de perdidos, al río – dijo en voz alta-. Voy a
salir.
Volvió a la habitación, se quitó la bata y el pijama y se
puso unos calcetines de lana, los tejanos del día anterior, una gruesa sudadera
y, por si acaso, el abrigo rosa que le había regalado su madre y que, a pesar
de odiarlo con todas sus fuerzas, no había podido devolver porque había perdido
el ticket. En el lavabo, se echó un poco de agua fría en la cara y, en el
recibidor, se plantó delante del espejo y contempló, con ojo crítico, su
aspecto.
- Bah, tampoco creo que te vayas a encontrar con el amor
de tu vida a estas horas... A ver, ¿gorro de lana o coleta? – Dudó un instante
y se decidió por un gorro de lana negro que le quedaba fatal, pero le daba
absolutamente igual. Lo descolgó de la percha con un movimiento brusco y el
perchero se tambaleó peligrosamente. Antes de que pudiera evitarlo, cayó al suelo,
provocando un estrépito de mil demonios. En apenas cinco segundos, sus vecinos
estaban aporreando el techo con el palo de la escoba y lanzando improperios a
pleno pulmón. Qué escándalo, ¡acabarían por despertar a todo el edificio! Tan
rápido como fue capaz, cogió las botas, las llaves y salió de casa. Cerró la
puerta despacio, para no hacer más ruido, y descalza, bajó las ciento y pico
escaleras que separaban su piso de la calle. Al llegar al último escalón, se
sentó, se puso las botas y salió.
- Hace una noche preciosa – se dijo, respirando hondo-.
Estás como una cabra. Más vale que tu madre no se entere de esto o te llevará,
arrastrándote por una oreja, de vuelta al pueblo, donde pueda seguir
controlándote.
Echó a andar hacia la avenida principal, cuyas luces de
león parpadeaban al final de la calle.
SABADO. 04:25 H. ERIC.
Con las manos en los bolsillos, Eric caminaba sin prestar
atención a escaparates o a la poca gente con la que se cruzaba. Andaba perdido
en los recuerdos de aquella noche que tanto prometía y que acabó por torcerse
de la peor manera posible. Había escapado por los pelos del desastre, pero
quizá la próxima vez no tendría tanta suerte. Claro que mientras siguiera
pagando al maldito Padilla, podría considerarse relativamente seguro. ¿O no? No
es que el soborno fuera pequeño, más bien era justo lo contrario, pero le
preocupaba que su conciencia le obligara a explicarle a su jefe lo que sucedía
cada vez que abandonaba la ciudad por unos días.
Tenía que acabar con esa historia, de una vez por todas.
Lo sabía, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo. Alejarse de ella no era
opción, trabajaban en los mismos proyectos. Y las horas que no pasaban juntos,
seguía estando en su mente. Debería cambiar de trabajo, buscar un puesto
similar en otro periódico. Con su apellido y su curriculum, no le costaría nada
encontrar quién quisiera contratarle. Sí, eso era lo más inteligente que podía
hacer, pero...
Una imagen de Sandra, desnuda entra las sábanas de satén
negro de su cama, sonriendo y tendiéndole los brazos, le arrancó un gemido a
medio camino entre el deseo y la desesperación. ¿Cómo iba a dejarla? ¡Era de
locos! Era de locos todo: haberle seguido el juego, caer en sus redes, dejarse
atrapar por aquella mujer que no se parecía a ninguna otra que hubiera conocido
jamás y, sobre todo, haber sido tan estúpido como para enamorarse de ella.
Estúpido, estúpido, ¡estúpido! ¿Qué podía ofrecerle él que ya no tuviera? Le sobraba el dinero, tenía una reputación intachable entre los profesionales
del gremio periodístico y, por si le faltaba algo, estaba casada con un hombre
temido y respetado a partes iguales. Un hombre que, además, era su jefe, el de
los dos. Si su historia se hacía pública,
ella posiblemente no sufriría demasiado pero él ya podría despedirse de
su prometedora carrera como analista político y eso sólo para empezar. ¡Le
arruinaría la vida! Y todo, ¿a cambio de qué? ¿De los cuatro meses más
increíbles y excitantes de su existencia? De verdad, qué locura. Tenía que
romper con ella y cuanto antes, mejor. La próxima vez, sí. La próxima vez sería
la última. O la penúltima.
- Bah, serán ratas hurgando en la basura – El móvil vibró
en su mano y activó la pantalla. Era un mensaje de Sandra, donde le decía que
lamentaba que el regreso inesperado de su marido hubiera interrumpido su cita,
y le avisaba que al día siguiente estaría libre. “Te espero en el hotel, a las
16 h. No me falles, cachorrito”, había escrito, y adjuntó una foto suya,
desnuda, a modo de incentivo. La simple visión de su cuerpo perfecto le provocó
una erección instantánea y se sintió ridículo, patético, estúpido, estúpido,
estúpido-. Maldita sea, Sandra...
El ruido de cristales rotos se repitió, como si alguien
se dedicara a estrellar botellas contra el suelo por diversión. Intrigado, dio
unos pasos en dirección a la entrada del callejón y forzó la vista a ver si
distinguía algo. Nada, oscuridad y un olor levemente ácido a basura sin recoger
y, por debajo, algo que no fue capaz de definir. Se acercó un poco más y
escuchó, más allá de los contenedores, un quejido, una especie de llanto o un
gemido de dolor que, sin duda, era humano. Su primer impulso fue dar media
vuelta y largarse tan rápido como fuera posible, tenía sus propios problemas,
gracias, pero la voz de su conciencia le obligó a hacer justo lo contrario.
Encendió la linterna del móvil y, con el brazo en alto para iluminar mejor el
espacio, entró.
La puñalada le pilló por sorpresa. Al fondo del callejón
había visto lo que parecía un cuerpo tirado en el suelo y, pensando que era
alguien herido, echó a correr. Tan pronto como se agachó junto al cuerpo, un
hombre salió de su escondite detrás de un contenedor y se acercó a él sin hacer
ruido.
-Pero ¿qué demonios...? – dijo Eric al darse cuenta de
que el cuerpo, en realidad, era un maniquí desmembrado. Antes de que pudiera
levantarse, el hombre se abalanzó sobre él y le clavó el cuchillo que llevaba
en una mano. Eric ahogó un grito de dolor e intentó levantarse, pero las
piernas no le obedecieron y cayó al suelo, boca abajo. El agresor le dio la
vuelta y le registró los bolsillos. Sacó la cartera, la pitillera, el
encendedor y el móvil y se los guardó. Después le quitó el reloj de acero de
edición limitada, un sello que había heredado de su abuelo y, de un tirón seco,
le arrancó la cadena y el pesado crucifijo de oro que llevaba colgado al
cuello. Para rematar la faena, le quitó los zapatos, salió corriendo y se
perdió en la noche.
SABADO. 04:35 H. MATILDA.
Llevaba una hora caminando y el cansancio empezaba a
pasarle factura. Le pesaban las piernas y bostezaba con tanta frecuencia que se
le iban a desencajar las mandíbulas. Había llegado el momento de dar media
vuelta y regresar a casa. En uno de esos establecimientos abiertos las 24
horas, pidió un donut de chocolate y un café, descafeinado, y se lo tomó bajo
la marquesina, a salvo de la fina llovizna que, poco a poco, iba empapando el
suelo. Hacía apenas un mes que se había mudado a la ciudad y era la primera vez
que se aventuraba por aquella zona. Normalmente, iba de casa al trabajo, del
trabajo a casa y poca cosa más. También había visitado un par de museos, había
ido al cine una vez y había intentado recorrer uno de los parques más famosos
de la zona, pero se cansó pronto y no vio ni la mitad. Tampoco había salido de
noche, asustada por las noticias sobre asaltos, asesinatos y violaciones que su
madre, con precisión diabólica, le transmitía por teléfono cada miércoles por
la noche y todos los domingos por la mañana. Si se enteraba de su pequeña
aventura nocturna, le iba a dar un ataque. Se fijó en un edificio en la acera
de enfrente. A la luz mortecina de las farolas, un viejo teatro de
considerables dimensiones dormía el sueño del olvido y la decadencia. Matilda,
que todo lo que oliera a antiguo le hacía salivar, tiró a una papelera el vaso
de café vacío y cruzó la calle a paso ligero para verlo mejor.
La fachada del teatro todavía conservaba algunos
elementos modernistas, muy deteriorados pero reconocibles. Tenía las ventanas
bloqueadas con tablones, cubiertos por
grafitis más o menos artísticos y anuncios de compañía femenina para
“caballeros solventes y solitarios”. En unas vitrinas situadas a ambos lados de
la puerta principal, y a pesar del polvo y las telarañas acumuladas, todavía se
podía apreciar los carteles anunciadores de la última obra que se representó. A
la derecha, bajo una hilera de bombillas rotas, se abría la ventanilla ciega de
la taquilla. Matilda, cuya imaginación se disparaba con facilidad, pensó en qué
ocurriría si se acercaba al cristal y, de repente, al otro lado aparecía una
cara del pasado para preguntarle cuántas entradas quería. Aun sabiendo que no
era más que una fantasía macabra, se le puso la piel de gallina y retrocedió
unos pasos.
- Vale, ya está – dijo a media voz -, ha llegado el
momento de volver a casa.
- ¡Maldita sea! – Se masajeó el tobillo por encima del
pantalón durante unos segundos, después apoyó el pie en el suelo y dio unos
pasos de prueba. Había sido una falsa alarma-. Menos mal...
Un sonido como de cristales que se rompían al caer al
suelo le sobresaltó y dio un salto hacia atrás, ahogando un grito. Se quedó
quieta, con los ojos clavados en la oscuridad del callejón, esperando que
saliera una figura terrorífica: un hombre lobo, un vampiro sediento de sangre,
Jack el Destripador, Drogon lanzando fuego, un terraplanista, ¡un político en
plena campaña electoral! Y lo que salió fue un hombre, disparado, que de un
empujón la tiró al suelo. Ni siquiera se paró a disculparse; le gritó un
“¡Aparta, zorra!” por encima del hombro y siguió corriendo sin mirar atrás.
- Joder con la vida nocturna de la ciudad – susurró, levantándose
y sacudiéndose el abrigo, que se le había manchado de barro. Al final, iba a
tener que darle la razón a su madre: si te despistas, ¡zas! Estás muerta. O por
el suelo y dolorida -. Me largo pero ya.
- Socorro... – una voz masculina salió de algún punto del
callejón. A Matilda se le escapó un gemido y empezó a temblar-. Socorro,
ayuda...
- No eres real – dijo en voz alta, retrocediendo-, no
eres real, no eres real...
- ¡Por favor, necesito ayuda! – La voz sonó un poco más
fuerte, más desesperada y mucho más asustada que la suya-. ¡Por favor!
- Maldita sea mi estampa... – murmuró Matilda, sin
moverse del sitio. Miró alrededor, en busca de alguien a quién acudir, sin
suerte-. Pero ¿quién me mandará a mí salir de casa a estas horas?
- Socorro...
Matilda cogió el móvil, encendió la linterna, respiró
hondo varias veces, apretó los dientes y, con el brazo en alto para iluminar
mejor el callejón, entró. Esquivando cajas de cartón, un colchón cubierto de
mugre y varios neumáticos, se acercó hasta el punto del que salía la voz que
pedía ayuda. Ahogó una exclamación al ver a un hombre joven, elegantemente
vestido, tirado en el suelo en medio de un charco de sangre que, a la luz del
móvil, no dejaba de crecer. Echó a correr y se arrodilló a su lado.
SABADO. 04:40 H. ERIC Y MATILDA.
- ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? – Qué pregunta más estúpida,
pensó. ¿Qué importaba eso?
- No... No sé – Eric tragó saliva e hizo una mueca de
dolor-. Me han atacado por la espalda y me han robado. Por favor, ayúdame.
- Sí, claro... Voy a llamar a una ambulancia... – Empezó
a teclear el número pero las manos le temblaban tanto que se le cayó el móvil y
se apagó la linterna -. Mierda, ¿dónde está?
Matilda pasó las manos por el suelo, intentando ignorar
qué debía ser lo que sentía en los dedos. Sangre, en el mejor de los casos. En
el peor... no, no quería ni pensarlo. A su lado, el desconocido emitió un gemido.
¿O quizá estaba llorando? Le iba a dar un ataque. No era buena resolviendo
conflictos y ante las situaciones difíciles, solía quedarse bloqueada y se le
ocurría la solución perfecta cuando ya era demasiado tarde. No encontraba el
móvil y sin él, poco podía hacer. Quizá encontraría alguien en la avenida,
alguien que pudiera ayudarles.
- No encuentro el móvil, pero no te preocupes. Voy a
salir a ver si encuentro a alguien. – Se puso de pie y se sacudió los
pantalones-. O iré a la tienda esa de 24 horas, para que llamen ellos. Sí, eso
será lo mejor...
Matilda tropezó varias veces antes de salir del callejón.
Miró a ambos lados de la avenida y no vio a nadie y, al mirar al otro lado de
la carretera, vio que la tienda había cerrado. Definitivamente, aquella no era
su noche. Claro que aquel pobre chico lo tenía peor que ella.
- Piensa, Matilda, piensa... – murmuró mientras volvía a
su lado. Se arrodilló a su lado y volvió a buscar el móvil, sin éxito-. ¿Puedes
oírme? No sé qué hacer, no hay nadie en la calle y el móvil... bueno, ¡ha
desaparecido! Pero, mira, se me ocurre que, si salgo y grito a pleno pulmón,
seguro que alguien sale a la ventana y así... - Tanteó hasta que encontró su
mano, la cogió y se la apretó para confortarle. Esperaba que él respondiera de
alguna manera, pero ni le devolvió el apretón ni se quejó ni nada de nada.
- Oye, por favor, no te mueras, ¿vale? – Cerró los ojos
sin responder y a Candela se le cayó el alma al suelo.
Se puso de pie y se alejó unos pasos, mordiéndose el
labio inferior, estrujándose el cerebro. Sabía que tenía que llamar a la
policía y contarles lo que había pasado, pero, pensándolo fríamente, desde su
móvil no. ¿Y si luego le seguían el rastro? Un par de calles atrás había visto
una cabina de teléfonos y, al menos a primera vista, parecía que funcionaba. En
el bolsillo le quedaban unas monedas que, calculaba, serían más que suficientes
para llamar a Emergencias e informar de lo que había ocurrido sin dar sus
datos. Era de locos, claro, pero de esa manera, nadie podría relacionarla con
aquel hombre. La única persona que podía situarla en la zona era el dependiente
de la tienda 24 horas en la que había comprado el café y el donut, pero su cara
era tan normal que era posible que se hubiera olvidado de ella en cuestión de
minutos. No conocía a nadie más que a la gente de su trabajo y no tenía relación
estrecha con ninguno de ellos, al menos por el momento. Su vida en aquella
ciudad, tan lejos de casa, distaba mucho de ser perfecta y sí, había momentos
en los que se sentía muy sola y le daban ganas de hacer las maletas y volver al
pueblo, pero estaba empezando a acostumbrarse a la gente, el ruido, los olores
y a pisar asfalto el 99% del tiempo. Allí era libre, por fin, y no quería
volver atrás.
Regresó al lado del hombre y le miró. Ni siquiera sabía
su nombre, no había pensado en preguntárselo. No le estaba ayudado en absoluto
y dejarle allí, tirado y solo, no era algo de lo que se sentirse orgullosa,
pero era incapaz de pensar en otra cosa. Cerró los ojos unos segundos y se
despidió de él, deseándole buena suerte. En el último momento, le pidió perdón por no
haber sido capaz de salvarle la vida y también por lo que iba a hacer. Después
dio media vuelta y, tras asegurarse de que no había nadie que pudiera verla,
salió del callejón y regresó a casa. Llegó a la cabina, hizo la llamada
forzando la voz y, justo cuando le preguntaron su nombre, colgó. Limpió el
auricular con un pañuelo que, después, tiró a la papelera y regresó a su casa
andando tan rápidamente como fue capaz.
DOMINGO. 14:30 H. MATILDA.
LUNES. 15:35 H. MATILDA.
Matilda estaba concentrada delante del ordenador,
intentando encontrar el apunte contable equivocado que le descuadraba esa
cuenta. Había repasado los números una y otra vez y no era capaz de ver dónde
estaba el error. Se quitó las gafas y se frotó los ojos antes de recordar que,
justo aquella mañana, había empezado a usar rimmel. Se levantó de la silla para
ir al lavabo, a ver hasta dónde había llegado el desastre y descubrió que lo de
“waterproof” significaba, también, “a prueba de restregones”. Antes de regresar
a su mesa, decidió hacer un descanso de diez minutos. Entró en la cocina, se
preparó un café y se lo tomó mientras miraba por la ventana.
Entre tanto, dos oficiales de policía, uniformados y armados
aparecieron en la oficina, provocando un revuelo al que ella era ajena por
estar ausente. Su jefa les recibió y les pidió que le acompañaran al despacho,
donde hablaron, a salvo de oídos curiosos, durante unos minutos. Cuando Matilda
regresó, se encontró a todos sus compañeros reunidos en pequeños grupos,
algunos con papeles en las manos para disimular, y cuchicheando, sin apartar la
mirada del despacho de la jefa.
- Pero... ¿qué os pasa? – Preguntó a Mireia, una de las
pocas personas con la que había cogido algo de confianza.
- No lo sabemos – le contestó, encogiéndose de hombros-,
pero debe de ser grave. Mira, ha venido la policía y Lola parece estar al borde
de un ataque de nervios.
Matilde oyó la palabra “policía” y empezó a sudar. Se
giró muy despacio y vio, a través de las paredes de cristal del despacho de su
jefa, que ésta la señalaba con el dedo. Los policías asintieron, salieron del
despacho y se dirigieron directamente a ella. Intentó borrar cualquier
expresión de su cara, ya fuera sorpresa, curiosidad o, probablemente, pánico,
pero fracasó por completo.
- ¿Matilda Santos Gorriz? – Se limitó a asentir. Tenía la
garganta tan cerrada que no le habría salido ni un hilo de voz-. Agente Martí y
Agente Páez – Se tocaron la visera de la gorra a modo de saludo-. Necesitamos
que nos acompañe a comisaria, por favor.
- ¿Puedo...? – Le salió un gallo y cerró lo ojos. Respiró
hondo, carraspeó y volvió a intentarlo-. Disculpe, estoy... un poco resfriada.
¿Puedo saber qué ha ocurrido?
- No, lo siento. Acompáñenos y, en comisaría, le dirán
todo lo que necesita saber. ¿Tiene abogado?
- ¿Abogado? No, por Dios – contestó, sintiendo que
empezaban a aflojársele las rodillas-. ¿Es que me hace falta?
- Sí – dijeron los dos agentes al mismo tiempo.
MARTES. PORTADA DE TODOS LOS PERIODICOS.
LA FAMILIA AGRADECE LA LABOR POLICIAL.
En la tarde de ayer se procedió a la detención de M.S.G.,
de 27 años y oriunda de XXX, acusada del asesinato de Eric Sanz, cuyo cuerpo
sin vida se halló en un callejón cercano al centro en la madrugada de sábado a
domingo. Las numerosas pruebas recogidas en el escenario del crimen, entre
ellas un colgante que la acusada ha reconocido como de su propiedad y las
huellas dactilares en el cuello de la víctima, así como las imágenes captadas
por las cámaras de seguridad de varios establecimientos cercanos y las
destinadas al control de tráfico, han permitido que las fuerzas de seguridad
hayan podido realizar una detención, con una base muy sólida, en un espacio de
tiempo realmente corto. Se trabaja con la hipótesis de un robo que salió mal,
ya que no se han hallado ni la cartera ni varias joyas, algunas de gran valor
sentimental. Hasta este momento, en los sucesivos registros efectuados en el
domicilio de la presunta culpable no han aparecido ninguno de los objetos
sustraídos, que podrían estar en manos de un posible cómplice o haber sido
vendidos.
La detenida llegó a la ciudad hace poco más de un mes y apenas
se le conocen relaciones. Trabajaba como contable en una gestoría, lugar en el
que se procedió al arresto, ante la sorpresa de sus compañeros. “Era una chica
tranquila y callada, muy tímida y educada” – ha declarado su jefa, que prefiere
mantener su identidad en el anonimato-. “Jamás habríamos imaginado que fuera
capaz de hacer algo así”. Vivía en un bloque de apartamentos a varias manzanas
del lugar de los hechos y tampoco tenía relación con sus vecinos. Sin embargo,
algunos de ellos han asegurado que desde el primer momento dio problemas. “Era
muy escandalosa, ponía la televisión y escuchaba música a un volumen
absolutamente intolerable. ¡Y los golpes que daba a cualquier hora del día y la
noche!” – explicaron Mariana T. y Esteban P., un matrimonio de avanzada edad
que viven en el piso de abajo-. “Hablamos con el administrador de la finca y le
pedimos que la echara, pero no nos hizo caso. Creen que estamos seniles, que
nos quejamos demasiado y por cualquier cosa, pero está claro que teníamos
razón. ¡Esa mujer no era buena! Le tocó a ese pobre chico, Dios lo tenga en su
Gloria, pero podría haber sido cualquiera de nosotros...”
Según su abogado, las pruebas han sido manipuladas para que
el caso se resolviera lo antes posible, dada la importancia social de la
familia del fallecido y los amplios círculos de poder en los que interviene. La
acusada, durante los interrogatorios, ha declarado que, antes de que ella
entrara en el callejón, salió un hombre que literalmente la arrojó al suelo en
su prisa por huir, pero su rocambolesca historia no se sostiene de ninguna
manera, puesto que no sólo no se han hallado otras huellas que no sean las
suyas en el lugar de los hechos, sino que en las imágenes de las cámaras no se
recoge la presencia de nadie más que la víctima y ella misma. Su abogado ha
presentado una solicitud para que un experto en medios digitales compruebe si
las grabaciones han sido alteradas de algún modo, pero, hasta el momento, los
análisis efectuados han arrojado resultados negativos.
Al serles comunicada la noticia, la familia del
fallecido, a través de su portavoz oficial, ha querido expresar su
agradecimiento por la efectividad en la investigación. Así mismo, han
depositado toda su confianza en la justicia de este país. “Eric era un hombre
brillante, con un futuro muy prometedor por delante, que ha dejado una familia
destrozada para siempre y un vacío que será imposible de llenar entre sus
amigos y conocidos. Esperamos que se haga justicia y esta mujer, a la que no
conocía de nada, pase el resto de su vida entre rejas y que su sufrimiento sea,
al menos, igual al que la ausencia de Eric nos producirá todos y cada uno de
los días que viviremos sin él”. Así mismo, ha comunicado que el entierro tendrá
lugar el próximo jueves, en la más estricta intimidad, y ruega encarecidamente
a prensa y curiosos que se abstenga de acudir a la iglesia o al cementerio,
puesto que la familia y su entorno merecen el máximo respeto a la hora de dar
el último adiós al hijo, hermano y amigo.
Redacción central – Equipo de sucesos.
Mjo
16-11-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 45
domingo, 8 de noviembre de 2020
LA LIBELULA (Semana 43)
Mariona no solía encapricharse de nada en concreto, pero hace tres años se enamoró de un precioso colgante de diseño modernista que encontró en una pequeña parada situada en un rincón del Mercat. Era una libélula con las alas extendidas y cubiertas de piedras de colores, una filigrana de oro y gemas, y me pareció preciosa. La dueña de la tienda, una anciana encantadora que parecía sacada de otra época, nos contó que aquel colgante, con unos pendientes a juego que también estaban a la venta, había sido el regalo que su bisabuelo Sebastiá hizo a Margarida, su futura esposa, cuando se prometieron. Juró que era auténtico, que había pertenecido siempre a la familia y que si había decidido venderla, junto con otros objetos únicos y muy queridos para ella, era a causa de su mala situación económica. Nos compadecimos de ella, en su voz se transparentaba la pena que sentía al deshacerse de todos esos pequeños tesoros, tan cargados de recuerdos, y a Mariona le habría encantado poder comprarla, no sólo porque le gustaba mucho sino para poder ayudarla. Por desgracia, el precio que pedía sobrepasaba, en mucho, la cantidad que nos podíamos permitir y ni siquiera con una rebaja consiguió acercarse a nuestro presupuesto. Tuvimos que conformarnos con comprar una pequeña cajita de porcelana, algo desportillada pero muy bonita. Le dimos las gracias y, después de desearle suerte, nos despedimos de ella.
En
la imagen, una de esas típicas fotografías de estudio color sepia, una pareja
muy distinguida nos devolvía la mirada. Él, muy alto, posaba de pie con un
sombrero de copa en una mano y la otra apoyada en el respaldo de una silla alta
en la que una mujer joven y hermosa, que podía ser la hermana gemela de
Mariona, con semblante serio, casi triste. Llevaba el pelo cubierto por un velo
de encaje y en las manos, que reposaban sobre el regazo, llevaba un pequeño
ramo de flores.
-
Caramba... – dijo Mariona, tan sorprendida como yo-, sí que nos parecemos. Mira
cómo va vestida. ¿Crees que era el día de su boda? En la parte de atrás sólo
han escrito sus nombres, Sebastiá y Margarida, pero no hay ninguna fecha ni
nada.
-
Podría ser. Qué tiesos están, con lo divertidas que son las de nuestra boda –
Nos reímos a carcajadas al recordar las fotografías que nos hicimos en el parque
de atracciones, llenas de luz, de color y de vida.
-
Bueno, era otra época. No me los imagino haciendo la cabra encima de un auto de
choque. Es una foto bonita, de todas formas, aunque estén demasiado serios. Era
muy guapa, ¿verdad? Tan elegante...
-
Con ese collar, no tienes nada que envidiarle. Estás preciosa esta noche. Como
siempre. Te queda perfecto - le dije, abrazándola y dándole un beso en la nuca.
Contemplamos nuestra imagen en el espejo y sonreí de puro orgullo al verla tan
hermosa.
-
No pienso llevarte la contraria – contestó, riéndose-. Lo único que siento es
que no podré ponérmelo muy a menudo. ¿Me imaginas comprando en la pescadería
con esto al cuello? O saliendo de copas cualquier noche... Si me lo roban, ¡me
muero del disgusto!
-
Bueno, se me ocurre que podrías llevarlo como Marilyn llevaba el Chanel nº 5...
– Le desabroché la camisa, botón a botón, sin apartar la vista de sus ojos
reflejados en el espejo.
-
¿Ah, sí? – respondió, apoyando la cabeza sobre mi pecho. La camisa cayó al suelo
con un susurro y me incliné para besarle el hombro mientras mis manos, tan
torpes como siempre, se peleaban con el cierre del sujetador-. ¿Y cómo sería
eso?
-
Marilyn sólo usaba unas gotas de ese perfume para dormir. Tú podrías ponerte
sólo el collar...
-
No – Le quité los pantalones muy despacio. Luego deslicé las manos por sus
bonitas piernas, le quité las medias y las dejé caer al suelo. Me tumbé sobre
su cuerpo, le besé todo el camino entre su ombligo y el cuello y, al llegar a
la altura de su oreja, me detuve para susurrarle-. Tengo pensado algo mucho
mejor.
Fue
una noche magnífica. La cena, que habíamos encargado a nuestro restaurante
favorito y nos habían traído a casa, quedó olvidada en la mesa y nos la comimos
de madrugada, en una pausa obligada para recuperar fuerzas, antes de regresar a
la cama. Hicimos el amor hasta
hartarnos, como cuando nos conocimos y no había manera humana de quitarnos las
manos de encima. Parecíamos dos adolescentes desbocados y no dejaba de
parecernos curioso que, después de tantos años juntos, todavía fuéramos capaces
de sentir aquel deseo abrumador el uno por el otro. Amanecía cuando, agotados,
nos quedamos dormidos y al despertar, muy tarde, Mariona me dijo que había
tenido un sueño rarísimo y le pedí que me lo explicara. Contestó que creía que
haber soñado con la joven de la fotografía, que parecía enfadada y le reclamaba
algo, pero sólo recordaba retazos del
sueño. Me preocupó un poco porque estaba muy pálida y tenía ojeras, algo que
sólo le ocurría cuando estaba enferma, pero lo atribuí a la larga noche que
habíamos pasado y le sugerí que se diera un largo baño caliente mientras yo
improvisaba algo medianamente comestible en la cocina. Aceptó la propuesta y
fue a preparar la bañera. Cuando, una hora más tarde, salió del cuarto de baño,
era otra persona. Volvía a tener color en las mejillas, los círculos oscuros
bajo los ojos habían desaparecido y parecía haber recuperado la energía.
-
Me vas a tener que explicar el secreto de esas sales que has puesto en el agua,
¡son milagrosas! – le dije, mientras acababa de poner la mesa.
-
Te vas a reír pero... – hizo una pequeña pausa y se mordió el labio inferior,
como hacía siempre que estaba preocupada.
-
¿Pero...?
-
Me sentí mejor en cuanto me quité el collar – Me quedé mirándola, sin saber si
hablaba en broma o lo decía en serio-. Sí, ya sé que suena absurdo, pero es la
sensación que me ha dado.
No
supe qué decirle. Mariona no acostumbraba a fantasear, ni por casualidad. Como
cualquier hijo de vecino, se lo pasaba bomba con una película de terror o un
buen libro de misterio, pero decía que no había más fantasmas que los humanos y
que la vida hay que disfrutarla aquí y ahora porque cuando la fiesta se acaba,
se acaba de verdad. Imaginé que la historia del colgante le había impresionado
más de lo que quería admitir y supuse que no tardaría en olvidarlo, así que
inventé alguna explicación más o menos coherente y la aceptó sin dudarlo.
Aquella noche, domingo, metió el collar y la fotografía en la caja de
terciopelo y la guardó en el cajón de arriba de su tocador.
No
volvió a usarlo hasta la boda de su primo favorito, en abril, que le pareció el motivo perfecto para lucirlo en público por
primera vez. No sé si la novia acaparó tanta atención como el colgante, no creo
que quedara nadie que no se acercara a preguntarle de dónde había salido.
Durante la ceremonia, Mariona estuvo bien pero después de la cena empezó a
encontrarse mal. Le dolía la cabeza, se mareaba y tenía dificultades para
respirar. Nos fuimos a casa tan pronto como nos fue posible. Hizo todo el
trayecto dormida en el asiento del copiloto, agitada, como si tuviera pesadillas,
y en algún momento me pareció que incluso lloraba. En cuanto llegamos, fue a la
habitación, se desnudó y se quitó el collar. Yo, que la había seguido de cerca
por si necesitaba ayuda, vi el cambio que experimentó su rostro en cuanto lo
metió en la caja y lo puso de nuevo en el fondo del cajón del tocador. En
cuestión de minutos, desaparecieron el dolor de cabeza, el nudo en la garganta
que le impedía respirar y las náuseas.
-
Te juro que no lo entiendo – me dijo, abrazándome.
-
Pues anda que yo... ¿No será alergia al oro? ¿O a alguna de las piedras que
lleva el colgante?
-
No tengo ni idea y ahora tampoco me apetece pensarlo. Estoy agotada, me voy a
dormir. Buenas noches, cariño – me dio un suave beso en los labios, se metió en
la cama y apagó la luz. Se quedó dormida casi al instante.
-
La he visto, Daniel, la he visto – dijo, entre sollozos.
-
¿A quién? – le pregunté.
-
A Margarida– contestó, abrazándose a mí con desespero.
-
Pero... eso es imposible, habrá sido un sueño. Vamos, te prepararé una tila y
volverás a dormirte enseguida.
-
¡Te digo que la he visto! ¡Y no es la primera vez!
-
¿Qué...? ¿Qué dices, Mariona?
Me
explicó entonces que, de vez en cuando, había vuelto a soñar lo mismo que la
noche en que se lo regalé, cada vez más claro, cada vez más vívido, hasta el
punto en que, cuando despertaba, tenía que encender la luz para asegurarse de
estar a salvo conmigo, en nuestra cama. Al cabo de un tiempo, empezó a verla
reflejada en los espejos, en los cristales de las ventanas o incluso en el agua
de la bañera. A veces era tan rápido que con un parpadeo, desaparecía. Otras,
en cambio, se quedaba mirándola durante unos segundos que se le antojaban
eternos y después, en un abrir y cerrar de ojos, se esfumaba.
-
¿Por qué no me has dicho nada antes?
-
¡Porque creí que me estaba volviendo loca! – Contestó, sentándose en la cama-.
Daniel, tú sabes lo que le pasó a mi madre y a mi abuela. Pensé que ahora me
tocaba a mí, así de simple.
Empezó
a llorar desconsoladamente y lo entendí todo. Su madre y su abuela habían
perdido la cabeza. Su abuela porque durante la Guerra Civil le tocó presenciar
el fusilamiento de su marido y sus tres hijos mayores y su madre, porque sufrió
una enfermedad degenerativa que le destruyó la memoria hasta dejarla reducida a
nada. Su mayor miedo había sido siempre acabar como ellas, me lo había dicho
muchas veces, por eso entendí perfectamente que me ocultara lo que estaba
pasando. La abracé, intentando consolarla, hasta que se calmó un poco.
-
Se me ocurre una idea. Sea lo que sea que está ocurriendo, dices que está
relacionado con el collar. Mañana iré al Mercat dels Encants y buscaré a la
anciana. Le devolveré el colgante y...
-
¿Crees que eso no se me ha ocurrido a mí? – Me interrumpió con una sonrisa
triste-. Fui hace unos meses, Daniel, y cuando pregunté por ella, me dijeron
que murió al poco de vendérnoslo, sin dejar herederos conocidos.
-
Pues lo venderemos nosotros, aunque sea por una mínima parte de lo que me
costó.
-
Suerte con eso, también lo he probado. Nadie lo quiere –dijo. Se levantó, fue
hacia el collar, que había caído al suelo, y lo recogió. Se quedó mirándolo
durante unos segundos, después lo puso de nuevo en la caja y lo guardó en su
sitio-. Nadie excepto ella.
Tenía
razón. Durante el siguiente mes, me pateé todos los anticuarios que fui capaz
de encontrar y a ninguno pareció interesarle el colgante. Todos alababan su
magnífica factura y destacaban el hecho de que estuviera en tan buen estado.
Las tasaciones que me ofrecían eran muy altas, mucho más de lo que yo había
pagado por él, pero nadie se mostró dispuesto a comprarlo con la excusa de que
no había mercado para una joya semejante. En las webs de venta de objetos
usados no tuve mejor suerte y, al final, me rendí.
Hace
poco más de un mes, Mariona me llamó al trabajo, algo que casi nunca hacía. Me
explicó, con voz temblorosa, que había vuelto a casa antes porque se encontraba
mal y, desde que entró, no dejaba de ver a Margarida por todas partes. “Me
sigue allá donde voy, Daniel. Por favor, ven, ¡tengo mucho miedo!”, me dijo.
Dejé todo lo que estaba haciendo, me metí en el coche y crucé la ciudad tan
rápido que, a juzgar por las multas que recibí después, hice saltar varios
radares de velocidad. Fue inútil. Al llegar a la calle donde vivimos, un cordón
policial me impidió acercarme al parking de nuestro edificio. A lo lejos, las
luces de un coche de policía y una ambulancia emitían destellos de color. Dejé
el coche aparcado de mala manera y salí corriendo. Me acerqué al policía que
custodiaba el acceso y le expliqué que vivía allí, que mi mujer me había
llamado porque tenía la sensación de que había alguien en el piso con ella y me
pidió los datos. En cuanto leyó mi nombre en el DNI, me miró con una expresión
extraña, se alejó un poco y llamó a su compañero por el comunicador que llevaba
colgado en la chaqueta. Hablaron un par de minutos, mientras yo me consumía de
nervios, y cuando acabó, se acercó de nuevo, levantó la cinta y me pidió que le
acompañara.
-
Sí, sí, Mariona.
-
Lamento comunicarle que su esposa ha fallecido, señor Ruiz...
Todo
lo que dijo después lo he olvidado. Por más que lo intento, no consigo recordar
ni una sola de las palabras que me dijo pero lo que no puedo quitarme de la
cabeza es la imagen de la sábana que, manchada de sangre, cubría su cuerpo en
mitad de la calle. La mano izquierda, pálida, asomaba por un lateral y en el
dedo anular brillaba, cada vez que le daba una de las luces de emergencia, la
alianza que le puse en el dedo el día que nos casamos, hacía casi ocho años.
“Eternos”, había grabado en el interior. Cómo iba a imaginar entonces que la
eternidad iba a durarnos tan poco...
Mariona
saltó, o se cayó, desde nuestro balcón poco después de llamarme. Qué pasó
exactamente es algo jamás podré saber. Cuando la policía me interrogó, repetí
la misma historia que había contado al principio, que me había dicho que estaba
asustada porque creía que había alguien en el piso. No sabía nada más. Las
investigaciones posteriores, como era de esperar, no encontraron evidencias de
que hubiera habido algún tipo de allanamiento y se decretó que su muerte fue
accidental. A la vista del historial de enfermedades mentales de su familia, no
descartaron la posibilidad de que fuera suicidio. No puse pegas a ninguna de
las dos conclusiones porque, en realidad, me daba exactamente igual el motivo.
A mí lo que me importaba era que Mariona ya no estaba, que se había ido y ni
siquiera había podido despedirme de ella.
La idea de volver a nuestro piso, donde habíamos sido felices, me parecía insoportable, así que decidí ponerlo en venta y, hasta que saliera un comprador, regresé a casa de mis padres. Ayer fui a recoger lo más imprescindible, la ropa sobre todo, y alguna documentación que me habían pedido en la inmobiliaria para poder empezar el proceso de venta. Al buscar las escrituras, encontré el estuche del colgante y se me paró el corazón, me había olvidado por completo de él. Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar la cara de Mariona, radiante de felicidad, cuando se lo puso por primera vez. Cerré el cajón de golpe y me apoyé en el tocador, respirando a bocanadas, hasta que el dolor cedió un poco. Volví a abrir el cajón, saqué el estuche, lo dejé sobre el mueble y me quedé mirándolo, decidiendo qué hacer con él. Al final lo abrí y, para mi sorpresa, estaba vacío. Revolví los papeles que había en el cajón, por si se había caído, pero no lo encontré. Pensé que quizá Mariona, en un intento por ocultarlo de su vista, lo había guardado en el compartimento inferior. Levanté la tapa y lo único que encontré fue la vieja fotografía color sepia de Sebastiá y Margarida. Iba a dejarla de nuevo en su sitio pero algo me llamó la atención. Me acerqué a la ventana, abrí las cortinas y levanté por completo las persianas para verla mejor. Sí, no me había equivocado.
Mjo
01-11-2020
Reto Ray Bradbury
Semana 43