miércoles, 20 de junio de 2018

EVA (2)

Volví. Por supuesto que lo hice, ¿acaso alguien podía reprochármelo?

Le di vueltas a la idea mientras empaquetaba los restos de cinco años de no tan feliz convivencia con Estela, la mujer que creí de mi vida sin imaginar siquiera que yo podía no ser el hombre de la suya. Lo pensé varias veces durante el proceso de venta del piso y la búsqueda de un lugar donde vivir que no me obligara a vender un riñón para pagarlo y me permitiera abrir los brazos sin tocar las paredes. Se me pasó por la cabeza muchas veces durante aquel primer año de soltería muy mal llevada y se convirtió en una especie de vía de escape para los días particularmente malos, que fueron la mayoría. A pesar de todo, nunca me decidí a ir porque había idealizado a aquella mujer, situándola a medio camino entre la redención y el pecado, convirtiéndola en lo único bueno que me había pasado en doce meses grises y tristes. Descubrir que no era real ni tan perfecta como recordaba podría haberme matado. Mejor dejarlo como estaba. 

Acabé cambiando de idea el día que mi madre, mi pobre, inocente y santa madre, vino a contarme que Estela se casaba con su millonario y decrépito jefe. Después de romper las pocas fotografías suyas que todavía conservaba, me lié la manta a la cabeza y me eché a la calle. Total, ¿qué podía perder ya?

El local seguía estando oscuro, lleno de humo, conversaciones a media voz y, como banda sonora, vieja música de jazz. Volví a tener la sensación de haber cruzado el umbral del tiempo para aterrizar en el Chicago de los años veinte. Sin previo aviso, me invadió la vergüenza y me quedé plantado junto a la puerta mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra. Nadie me hizo el más mínimo caso y, relativamente aliviado, fui capaz de cruzar la sala hasta la barra sin tropezar por el camino. Me senté en el mismo taburete de la esquina, me atendió el mismo camarero que parecía haber nacido cansado y pedí una copa del mismo vodka de garrafón que me hizo arder la garganta con el primer trago. Y esperé.

Esperé que apareciera, que su silueta se recortara contra uno de los focos que apenas atravesaban la cortina de humo y se apoyara en la barra del bar, con su sonrisa de mujer fatal y aquellos ojos que prometían el Paraíso en la Tierra. Ensayé mi mejor sonrisa, sin éxito a juzgar por las miradas de reojo que me lanzaba el camarero. Compuse y descompuse mi discurso para cuando apareciera... y bebí más de lo que debía. "Es para calmar los nervios", me decía una y otra vez, pero lo cierto es que el único objetivo era obtener el valor que a todas luces me faltaba. Esperé y esperé y volví a esperar un poco más, tanto que acabé por perder la noción del tiempo y también la esperanza de que apareciera en algún momento. 

Poco a poco, los clientes se fueron difuminando en la neblina y yo en mi borrachera. A la quinta indirecta del camarero decidí que había llegado el momento de retirarme, arrastrando la poca dignidad que aún conservaba. Pagué las consumiciones y volví a cruzar la sala, ahora casi vacía, esta vez tropezando cada dos pasos. El último de ellos me lanzó de una forma muy poco elegante a los brazos de una sombra que, apoyada en la puerta de salida, fumaba lanzando anillos de humo a la noche fría de marzo. 

Abrazados por sorpresa, la sombra y el borracho dimos con nuestros huesos en el suelo. Pasado el primer momento de vergüenza, empecé a balbucear disculpas mientras pataleaba para levantarme, hasta que una carcajada profunda y musical me cortó la inspiración de golpe. Fui consciente entonces de estar apoyado sobre un cuerpo con huecos y montículos en los lugares que solamente una mujer podía tenerlos y el corazón se lanzó a latir a lo loco. Levanté la vista poco a poco, temiendo y deseando encontrarme con ella, pero nada me podría haber preparado para la impresión que sentí al encontrarme con sus ojos burlones y los labios curvados en una sonrisa irónica. Me levanté de un salto y a punto estuve de volver a estrellarme. Cuando conseguí recuperar la estabilidad, carraspeé en busca de la voz perdida y le tendí una mano caballerosa para ayudarle a levantarse. Se tomó su tiempo para aceptarla, tiempo que yo ocupé en repasar sus piernas que la falda, al caer, había dejado al descubierto. Se me cubrió la frente de sudor al descubrir que, como en mis fantasías más secretas, llevaba liguero. Tragué saliva y aparté la mirada. Noté el contacto de su mano cogiendo la mía y tiré de ella hasta ponerla en pie. Nos quedamos en silencio, yo con los ojos clavados en el suelo y ella taladrándome con los suyos, tan cerca que podía oler el perfume levemente marino que llevaba. 


- ¿Se te comió la lengua el gato? - me dijo al oído.

- No... no.

- ¿Te doy miedo? - preguntó apoyándose en mi brazo.

- No... no.

- ¿Tienes nombre, galán?

- Isaac.

- Encantada, Isaac - y me plantó dos sonoros besos en las mejillas que me dejaron tembloroso-, yo soy Eva.

Y así empezó todo. 


Mjo