domingo, 8 de noviembre de 2020

LA LIBELULA (Semana 43)


Me encantaba el Mercat dels Encants. Algunos domingos por la mañana nos acercábamos, Mariona y yo, dando un paseo, y pasábamos un buen rato curioseando entre el perpetuo desorden de los puestos. Al principio no le entusiasmaba la idea, habría preferido hacer cualquier otra cosa, pero me acompañaba no solo porque me quería sino porque yo hacía lo mismo cuando me pedía que fuera con ella a algún museo o al teatro. Después de un tiempo, me confesó que había aprendido a disfrutar de aquellas visitas. La mayoría de las veces no comprábamos nada, otras nos conformábamos con algún libro de páginas amarillentas, una estilográfica que hacía años que no escribía ni una sola palabra o, mi pasión, un álbum de cromos a menudo incompleto. Sin embargo, hubo veces en las que tropecé con algún objeto que me robaba el corazón, casi siempre demasiado caro. Entonces Mariona retrocedía un par de pasos y me observaba, con una sonrisa, en lo que ella llamaba “el tango lento del regateo”. El vendedor cantaba las excelencias del producto y la ilustre historia que le acompaña. Yo, que tenía el ojo entrenado por la experiencia, señalaba cada pequeño desperfecto y rechazaba de plano todos los cuentos que me explicaba, por muy creíbles que pudieran ser. Solía salirme con la mía, porque andaba siempre escaso de dinero pero sobrado de ingenio, y el pobre vendedor acababa rindiéndose por agotamiento. Pagaba, daba las gracias y, con una indiferencia cuidadosamente ensayada, cargaba con mi nueva adquisición y, con Mariona riéndose de una forma más o menos disimulada, nos dirigíamos hacia la salida. Así acabamos siendo los orgullosos, o no tanto, propietarios de una silla modernista que cojeaba de una pata, una radio antigua que jamás emitió otra cosa que no fueran interferencias, la máquina de escribir más grande que habíamos visto en nuestra vida, un cochecito de latón con las cuatro ruedas intactas y su conductor al volante y un baúl muy pesado que nunca conseguimos abrir porque se nos olvidó pedir las llaves.

Mariona no solía encapricharse de nada en concreto, pero hace tres años se enamoró de un precioso colgante de diseño modernista que encontró en una pequeña parada situada en un rincón del Mercat. Era una libélula con las alas extendidas y cubiertas de piedras de colores, una filigrana de oro y gemas, y me pareció preciosa. La dueña de la tienda, una anciana encantadora que parecía sacada de otra época, nos contó que aquel colgante, con unos pendientes a juego que también estaban a la venta, había sido el regalo que su bisabuelo Sebastiá hizo a Margarida, su futura esposa, cuando se prometieron. Juró que era auténtico, que había pertenecido siempre a la familia y que si había decidido venderla, junto con otros objetos únicos y muy queridos para ella, era a causa de su mala situación económica. Nos compadecimos de ella, en su voz se transparentaba la pena que sentía al deshacerse de todos esos pequeños tesoros, tan cargados de recuerdos, y a Mariona le habría encantado poder comprarla, no sólo porque le gustaba mucho sino para poder ayudarla. Por desgracia, el precio que pedía sobrepasaba, en mucho, la cantidad que nos podíamos permitir y ni siquiera con una rebaja consiguió acercarse a nuestro presupuesto. Tuvimos que conformarnos con comprar una pequeña cajita de porcelana, algo desportillada pero muy bonita. Le dimos las gracias y, después de desearle suerte, nos despedimos de ella.


Al cabo de unos meses, el día de su cumpleaños, la sorprendí regalándole el colgante. Le expliqué que, al ver lo mucho que le gustaba, al fin de semana siguiente me inventé una excusa, me acerqué hasta el mercado y llegué  a un acuerdo con la anciana. Tuve que sacrificar todos mis ahorros pero valió la pena sólo por ver su cara de felicidad cuando le puse la delicada cadena alrededor del cuello y, después de asegurar el cierre, la llevé hasta el espejo de la habitación para que viera lo bien que le quedaba. Con lágrimas en los ojos, lo acarició con suavidad y dijo que parecía tan delicado que le daba miedo romperlo o que alguna piedra se desprendiera, arruinándolo por completo, y que jamás había tenido nada tan bonito ni, por supuesto, tan valioso. Por salvar la cara, me regañó un poco por haberme gastado tanto dinero, pero  le quité importancia con un gesto.

- Le conté a la mujer que mi esposa se había enamorado del colgante y quería comprarlo para regalárselo. Se acordaba perfectamente de tí, ¿sabes?, y me hizo una buena rebaja. Dice que, desde que te vio, supo que debía ser tuyo y de nadie más. Me dijo que te pareces mucho a su bisabuela y me dio una fotografía para que pudiera comprobarlo. Espera, tiene que estar por aquí... – Abrí la caja de terciopelo negro, forrada de satén, en la que había guardado el colgante y, en un compartimento oculto en la parte inferior, la encontré. La saqué y me acerqué a Mariona para enseñársela-. Vaya, tiene razón. Te pareces muchísimo a ella.

En la imagen, una de esas típicas fotografías de estudio color sepia, una pareja muy distinguida nos devolvía la mirada. Él, muy alto, posaba de pie con un sombrero de copa en una mano y la otra apoyada en el respaldo de una silla alta en la que una mujer joven y hermosa, que podía ser la hermana gemela de Mariona, con semblante serio, casi triste. Llevaba el pelo cubierto por un velo de encaje y en las manos, que reposaban sobre el regazo, llevaba un pequeño ramo de flores.

- Caramba... – dijo Mariona, tan sorprendida como yo-, sí que nos parecemos. Mira cómo va vestida. ¿Crees que era el día de su boda? En la parte de atrás sólo han escrito sus nombres, Sebastiá y Margarida, pero no hay ninguna fecha ni nada.

- Podría ser. Qué tiesos están, con lo divertidas que son las de nuestra boda – Nos reímos a carcajadas al recordar las fotografías que nos hicimos en el parque de atracciones, llenas de luz, de color y de vida.

- Bueno, era otra época. No me los imagino haciendo la cabra encima de un auto de choque. Es una foto bonita, de todas formas, aunque estén demasiado serios. Era muy guapa, ¿verdad? Tan elegante...

- Con ese collar, no tienes nada que envidiarle. Estás preciosa esta noche. Como siempre. Te queda perfecto - le dije, abrazándola y dándole un beso en la nuca. Contemplamos nuestra imagen en el espejo y sonreí de puro orgullo al verla tan hermosa.

- No pienso llevarte la contraria – contestó, riéndose-. Lo único que siento es que no podré ponérmelo muy a menudo. ¿Me imaginas comprando en la pescadería con esto al cuello? O saliendo de copas cualquier noche... Si me lo roban, ¡me muero del disgusto!

- Bueno, se me ocurre que podrías llevarlo como Marilyn llevaba el Chanel nº 5... – Le desabroché la camisa, botón a botón, sin apartar la vista de sus ojos reflejados en el espejo.

- ¿Ah, sí? – respondió, apoyando la cabeza sobre mi pecho. La camisa cayó al suelo con un susurro y me incliné para besarle el hombro mientras mis manos, tan torpes como siempre, se peleaban con el cierre del sujetador-. ¿Y cómo sería eso?

- Marilyn sólo usaba unas gotas de ese perfume para dormir. Tú podrías ponerte sólo el collar...

- ¿Cómo la Rose de “Titanic”? ¿Y me pintarás como a una de tus chicas francesas, Jack? – Se dio la vuelta y me abrazó, buscándome la boca. La cogí en brazos, ella puso sus piernas alrededor de mi cintura y la llevé hasta la cama. La tendí sobre el colchón y desabroché sus pantalones.

- No – Le quité los pantalones muy despacio. Luego deslicé las manos por sus bonitas piernas, le quité las medias y las dejé caer al suelo. Me tumbé sobre su cuerpo, le besé todo el camino entre su ombligo y el cuello y, al llegar a la altura de su oreja, me detuve para susurrarle-. Tengo pensado algo mucho mejor.

Fue una noche magnífica. La cena, que habíamos encargado a nuestro restaurante favorito y nos habían traído a casa, quedó olvidada en la mesa y nos la comimos de madrugada, en una pausa obligada para recuperar fuerzas, antes de regresar a la cama.  Hicimos el amor hasta hartarnos, como cuando nos conocimos y no había manera humana de quitarnos las manos de encima. Parecíamos dos adolescentes desbocados y no dejaba de parecernos curioso que, después de tantos años juntos, todavía fuéramos capaces de sentir aquel deseo abrumador el uno por el otro. Amanecía cuando, agotados, nos quedamos dormidos y al despertar, muy tarde, Mariona me dijo que había tenido un sueño rarísimo y le pedí que me lo explicara. Contestó que creía que haber soñado con la joven de la fotografía, que parecía enfadada y le reclamaba algo,  pero sólo recordaba retazos del sueño. Me preocupó un poco porque estaba muy pálida y tenía ojeras, algo que sólo le ocurría cuando estaba enferma, pero lo atribuí a la larga noche que habíamos pasado y le sugerí que se diera un largo baño caliente mientras yo improvisaba algo medianamente comestible en la cocina. Aceptó la propuesta y fue a preparar la bañera. Cuando, una hora más tarde, salió del cuarto de baño, era otra persona. Volvía a tener color en las mejillas, los círculos oscuros bajo los ojos habían desaparecido y parecía haber recuperado la energía.

- Me vas a tener que explicar el secreto de esas sales que has puesto en el agua, ¡son milagrosas! – le dije, mientras acababa de poner la mesa.

- Te vas a reír pero... – hizo una pequeña pausa y se mordió el labio inferior, como hacía siempre que estaba preocupada.

- ¿Pero...?

- Me sentí mejor en cuanto me quité el collar – Me quedé mirándola, sin saber si hablaba en broma o lo decía en serio-. Sí, ya sé que suena absurdo, pero es la sensación que me ha dado.

No supe qué decirle. Mariona no acostumbraba a fantasear, ni por casualidad. Como cualquier hijo de vecino, se lo pasaba bomba con una película de terror o un buen libro de misterio, pero decía que no había más fantasmas que los humanos y que la vida hay que disfrutarla aquí y ahora porque cuando la fiesta se acaba, se acaba de verdad. Imaginé que la historia del colgante le había impresionado más de lo que quería admitir y supuse que no tardaría en olvidarlo, así que inventé alguna explicación más o menos coherente y la aceptó sin dudarlo. Aquella noche, domingo, metió el collar y la fotografía en la caja de terciopelo y la guardó en el cajón de arriba de su tocador.

No volvió a usarlo hasta la boda de su primo favorito, en abril, que le pareció  el motivo perfecto para lucirlo en público por primera vez. No sé si la novia acaparó tanta atención como el colgante, no creo que quedara nadie que no se acercara a preguntarle de dónde había salido. Durante la ceremonia, Mariona estuvo bien pero después de la cena empezó a encontrarse mal. Le dolía la cabeza, se mareaba y tenía dificultades para respirar. Nos fuimos a casa tan pronto como nos fue posible. Hizo todo el trayecto dormida en el asiento del copiloto, agitada, como si tuviera pesadillas, y en algún momento me pareció que incluso lloraba. En cuanto llegamos, fue a la habitación, se desnudó y se quitó el collar. Yo, que la había seguido de cerca por si necesitaba ayuda, vi el cambio que experimentó su rostro en cuanto lo metió en la caja y lo puso de nuevo en el fondo del cajón del tocador. En cuestión de minutos, desaparecieron el dolor de cabeza, el nudo en la garganta que le impedía respirar y las náuseas.

- Te juro que no lo entiendo – me dijo, abrazándome.

- Pues anda que yo... ¿No será alergia al oro? ¿O a alguna de las piedras que lleva el colgante?

- No tengo ni idea y ahora tampoco me apetece pensarlo. Estoy agotada, me voy a dormir. Buenas noches, cariño – me dio un suave beso en los labios, se metió en la cama y apagó la luz. Se quedó dormida casi al instante.

Yo fui a la cocina, me preparé un vaso de leche caliente y, después de un rato, me acosté también. A las cuatro y media de la madrugada, me despertaron sus gritos. Me giré en la cama para abrazarla pero no encontré más que su espacio vacío. Encendí la luz y me la encontré desnuda, de pie frente al espejo del tocador, con el collar en la mano y llorando. La habitación estaba helada, así que cogí la bata que había dejado sobre la silla para echársela por encima.

- La he visto, Daniel, la he visto – dijo, entre sollozos.

- ¿A quién? – le pregunté.

- A Margarida– contestó, abrazándose a mí con desespero.

- Pero... eso es imposible, habrá sido un sueño. Vamos, te prepararé una tila y volverás a dormirte enseguida.

- ¡Te digo que la he visto! ¡Y no es la primera vez!

- ¿Qué...? ¿Qué dices, Mariona?

Me explicó entonces que, de vez en cuando, había vuelto a soñar lo mismo que la noche en que se lo regalé, cada vez más claro, cada vez más vívido, hasta el punto en que, cuando despertaba, tenía que encender la luz para asegurarse de estar a salvo conmigo, en nuestra cama. Al cabo de un tiempo, empezó a verla reflejada en los espejos, en los cristales de las ventanas o incluso en el agua de la bañera. A veces era tan rápido que con un parpadeo, desaparecía. Otras, en cambio, se quedaba mirándola durante unos segundos que se le antojaban eternos y después, en un abrir y cerrar de ojos, se esfumaba.

- ¿Por qué no me has dicho nada antes?

- ¡Porque creí que me estaba volviendo loca! – Contestó, sentándose en la cama-. Daniel, tú sabes lo que le pasó a mi madre y a mi abuela. Pensé que ahora me tocaba a mí, así de simple.

Empezó a llorar desconsoladamente y lo entendí todo. Su madre y su abuela habían perdido la cabeza. Su abuela porque durante la Guerra Civil le tocó presenciar el fusilamiento de su marido y sus tres hijos mayores y su madre, porque sufrió una enfermedad degenerativa que le destruyó la memoria hasta dejarla reducida a nada. Su mayor miedo había sido siempre acabar como ellas, me lo había dicho muchas veces, por eso entendí perfectamente que me ocultara lo que estaba pasando. La abracé, intentando consolarla, hasta que se calmó un poco.

- Se me ocurre una idea. Sea lo que sea que está ocurriendo, dices que está relacionado con el collar. Mañana iré al Mercat dels Encants y buscaré a la anciana. Le devolveré el colgante y...

- ¿Crees que eso no se me ha ocurrido a mí? – Me interrumpió con una sonrisa triste-. Fui hace unos meses, Daniel, y cuando pregunté por ella, me dijeron que murió al poco de vendérnoslo, sin dejar herederos conocidos.

- Pues lo venderemos nosotros, aunque sea por una mínima parte de lo que me costó.

- Suerte con eso, también lo he probado. Nadie lo quiere –dijo. Se levantó, fue hacia el collar, que había caído al suelo, y lo recogió. Se quedó mirándolo durante unos segundos, después lo puso de nuevo en la caja y lo guardó en su sitio-. Nadie excepto ella.

Tenía razón. Durante el siguiente mes, me pateé todos los anticuarios que fui capaz de encontrar y a ninguno pareció interesarle el colgante. Todos alababan su magnífica factura y destacaban el hecho de que estuviera en tan buen estado. Las tasaciones que me ofrecían eran muy altas, mucho más de lo que yo había pagado por él, pero nadie se mostró dispuesto a comprarlo con la excusa de que no había mercado para una joya semejante. En las webs de venta de objetos usados no tuve mejor suerte y, al final, me rendí.

Hace poco más de un mes, Mariona me llamó al trabajo, algo que casi nunca hacía. Me explicó, con voz temblorosa, que había vuelto a casa antes porque se encontraba mal y, desde que entró, no dejaba de ver a Margarida por todas partes. “Me sigue allá donde voy, Daniel. Por favor, ven, ¡tengo mucho miedo!”, me dijo. Dejé todo lo que estaba haciendo, me metí en el coche y crucé la ciudad tan rápido que, a juzgar por las multas que recibí después, hice saltar varios radares de velocidad. Fue inútil. Al llegar a la calle donde vivimos, un cordón policial me impidió acercarme al parking de nuestro edificio. A lo lejos, las luces de un coche de policía y una ambulancia emitían destellos de color. Dejé el coche aparcado de mala manera y salí corriendo. Me acerqué al policía que custodiaba el acceso y le expliqué que vivía allí, que mi mujer me había llamado porque tenía la sensación de que había alguien en el piso con ella y me pidió los datos. En cuanto leyó mi nombre en el DNI, me miró con una expresión extraña, se alejó un poco y llamó a su compañero por el comunicador que llevaba colgado en la chaqueta. Hablaron un par de minutos, mientras yo me consumía de nervios, y cuando acabó, se acercó de nuevo, levantó la cinta y me pidió que le acompañara.

- ¿Su esposa es Mariona Puig? – preguntó, mientras nos acercábamos a la ambulancia.

- Sí, sí, Mariona.

- Lamento comunicarle que su esposa ha fallecido, señor Ruiz...

Todo lo que dijo después lo he olvidado. Por más que lo intento, no consigo recordar ni una sola de las palabras que me dijo pero lo que no puedo quitarme de la cabeza es la imagen de la sábana que, manchada de sangre, cubría su cuerpo en mitad de la calle. La mano izquierda, pálida, asomaba por un lateral y en el dedo anular brillaba, cada vez que le daba una de las luces de emergencia, la alianza que le puse en el dedo el día que nos casamos, hacía casi ocho años. “Eternos”, había grabado en el interior. Cómo iba a imaginar entonces que la eternidad iba a durarnos tan poco...

Mariona saltó, o se cayó, desde nuestro balcón poco después de llamarme. Qué pasó exactamente es algo jamás podré saber. Cuando la policía me interrogó, repetí la misma historia que había contado al principio, que me había dicho que estaba asustada porque creía que había alguien en el piso. No sabía nada más. Las investigaciones posteriores, como era de esperar, no encontraron evidencias de que hubiera habido algún tipo de allanamiento y se decretó que su muerte fue accidental. A la vista del historial de enfermedades mentales de su familia, no descartaron la posibilidad de que fuera suicidio. No puse pegas a ninguna de las dos conclusiones porque, en realidad, me daba exactamente igual el motivo. A mí lo que me importaba era que Mariona ya no estaba, que se había ido y ni siquiera había podido despedirme de ella.

La idea de volver a nuestro piso, donde habíamos sido felices, me parecía insoportable, así que decidí ponerlo en venta y, hasta que saliera un comprador, regresé a casa de mis padres. Ayer fui a recoger lo más imprescindible, la ropa sobre todo, y alguna documentación que me habían pedido en la inmobiliaria para poder empezar el proceso de venta. Al buscar las escrituras, encontré el estuche del colgante y se me paró el corazón, me había olvidado por completo de él. Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar la cara de Mariona, radiante de felicidad, cuando se lo puso por primera vez. Cerré el cajón de golpe y me apoyé en el tocador, respirando a bocanadas, hasta que el dolor cedió un poco. Volví a abrir el cajón, saqué el estuche, lo dejé sobre el mueble y me quedé mirándolo, decidiendo qué hacer con él. Al final lo abrí y, para mi sorpresa, estaba vacío. Revolví los papeles que había en el cajón, por si se había caído, pero no lo encontré. Pensé que quizá Mariona, en un intento por ocultarlo de su vista, lo había guardado en el compartimento inferior. Levanté la tapa y lo único que encontré fue la vieja fotografía color sepia de Sebastiá y Margarida. Iba a dejarla de nuevo en su sitio pero algo me llamó la atención. Me acerqué a la ventana, abrí las cortinas y levanté por completo las persianas para verla mejor. Sí, no me había equivocado.

A primera vista, todo seguía igual. Sebastiá posaba igual de tieso, con su semblante de gran señor, y Margarida seguía sentada en su silla de respaldo alto, donde su marido apoyaba la mano. En su rostro ya no quedaba rastro de seriedad o tristeza; al contrario, lucía una amplia sonrisa de satisfacción y orgullo. Sus manos también habían cambiado de postura. Una de ellas seguía sosteniendo un ramo de flores sobre el regazo pero la otra estaba a la altura del pecho, como si el fotógrafo hubiera hubiese accionado el disparador en el mismo instante en que la alzaba para acariciar la joya que colgaba sobre su cuello. Me acerqué la imagen todavía más a los ojos y se me escapó un grito.

Allí, donde durante años no hubo nada, aparecía ahora una libélula de oro, con las alas extendidas cuajadas de piedras de diferentes colores.

 

Mjo

01-11-2020

Reto Ray Bradbury

Semana 43