Al otro lado de la frontera, la libertad. A éste, todo cuanto le importaba: su familia, su casa, su pequeño país encantado de sol y sombras, su historia... Probablemente, la muerte contra la tapia de cualquier cementerio. Marcharse, huir, cruzar la línea podía significar vivir un día más, una semana, un año o toda una vida llena de aquello con lo que tanto soñaba. Pero ¿sería ella la que viviera o tan solo un espectro con su nombre?
Se envolvió con el abrigo, tratando de calentarse un poco bajo el frío glacial de aquel invierno que helaba las montañas y los corazones. Lloraba, sin darse cuenta, sentada en el estribo de un carro lleno de almas en pena, sin hacer ruido y sin mirar a nadie. Nadie miraba a nadie ni atrás ni a los lados. Al frente, sólo al frente, a aquella barrera pintada de rojo y blanco que marcaba su antes y su después.
Otro país, otras costumbres, otro idioma. Otro mundo que no era el suyo. Otra ella, viva y luchadora como siempre lo había sido, más sola quizá. O quizá no. Eran cientos, miles los que andaban su mismo camino sin retorno. Entre todos podrían construir un futuro más limpio, digno de su lucha y de ser vivido sin miedo. Atrás, tan lejos en el tiempo y la distancia, quedaban sólo los vacíos y las grietas. Los muertos, como su padre, que cayó en el frente al poco de empezar la guerra. Ni siquiera sabía dónde estaba enterrado; en la locura de esos días se perdieron muchos muertos sin nombre. O como sus hermanos pequeños, que no corrieron lo suficientemente rápido y los bombardeos se los llevaron sin dejar rastro. Y su madre, que andaba muerta en vida, extraviada en los días luminosos del verano, cuando su marido le calentaba los huesos por las noches y su hijos llenaban las horas de risas y juegos. A ella no la reconocía; a veces la confundía con su abuela, a veces con su hermana monja y, a veces, sólo miraba a través suyo, como si su cuerpo fuera de aire y ni siquiera pudiera verla. Debería haberla dejado atrás, abandonar la carga a un lado del camino y olvidarse de que existía, igual que ella había sido olvidada sin misericordia, pero no fue capaz. Perdida la casa, la familia y la esperanza, aquella mujer despeinada y temblorosa era lo único que le quedaba en el mundo. Si la perdía, más le valdría tumbarse bajo un pino y dejarse morir.
No, se dijo, limpiándose las lágrimas a manotazos, yo no voy a dejarme vencer sin presentar batalla. Quizá me expulsen, me hagan huir a ciegas buscando una salida que bien podría ser falsa, pero no agacharé la cabeza. Ganarán pero, en el fondo, la victoria es mía. Cada mañana que vea salir el sol será un triunfo y acabaré volviendo, entera y libre. Y entonces diré mi nombre, el de mi padre y mis hermanos, el de mi madre, y nadie podrá callarme porque habré ganado.
Sólo que al otro lado no le esperaba la libertad ni la vida, sino un campo de reclusión al borde del mar, azotado por el viento y la lluvia, donde el hambre era el pan nuestro de cada día y las enfermedades se movían rápido. No había día sin muerto que lamentar ni lamento que se pudiera silenciar. El mismo fantasma que les obligó a dejarlo todo les había seguido la pista por los caminos de la desolación y les hizo pagar todos los pecados: aquellos por los que eran culpables y los que jamás cometieron. No hubo justicia ni piedad, tan solo abandono y tristeza.
Su madre, protegida en su desvarío, apenas se dio cuenta de nada y, poco a poco, se fue apagando como una vela vieja. Sonrió hasta el último momento, cuando la locura pareció apiadarse de ella y le devolvió la capacidad para renococerla. "Elena, hija mía, te he estado buscando. ¿Dónde estabas?" susurró, aliviada. "De viaje, madre, pero he vuelto para quedarme con usted". Le acarició la cara y se durmió tranquila. Al despuntar el alba, los guardias que hacían recueto de los refugiados comprobaron que había muerto hacía horas y se la llevaron sin dar más explicaciones que un bofetón en la cara y una amenaza ladrada en su mal español. Elena se tragó las lágrimas y el orgullo, les siguió hasta las alambradas y allí se quedó, aferrada al metal helado, hasta que el camión donde tiraron su cuerpo desapareció en un recodo del camino. Entonces gritó, tan alto y tan largo que al otro lado de la frontera pudieron escucharla, y lloró las penas que durante tanto tiempo se había callado. No volvió a hacerlo hasta cincuenta años más tarde, cuando yo, su nieta, le conté que estaba estudiando su guerra en el colegio y le pedí que me contara cualquier cosa que fuera capaz de recordar.
Ayer los médicos nos dijeron que Elena sufre de Alzheimer, que todos sus recuerdos se van borrando como si fueran tinta sobre papel mojado, pero no es cierto porque yo los conservo en la memoria, tal y como ella me los entregó, día tras día, en el verano más revelador de mi vida. Cada noche, antes de irme a dormir, los puse por escrito para que nada se perdiera. Esas páginas, a ratos luminosas y a ratos oscuras, son ahora mi mayor tesoro. Quizá Elena se vaya perdiendo pero jamás la perderemos a ella.
Mjo
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