Mi
abuela tiene noventa y tres años y no lleva bien lo de la edad. Acostumbrada a
mandar y ser obedecida, las limitaciones se le atragantan. Tiene la mente
lúcida, sobre todo cuando se trata de recordar el pasado, y la lengua muy
suelta. En la cara luce los surcos de los años y los disgustos; presume de no
haberse maquillado nunca, pero cada mañana se pone hidratante para que no se le
corte la piel. Las manos las cuida menos. Le gusta fregotear y dice que es una
pérdida de tiempo estar todo el día crema va y crema viene. Tiene el dorso
cubierto de manchas color sepia y venitas azuladas, los nudillos abultados por
gentileza de la artrosis y suele tener dolores de huesos que ella combate con
Gelocatil y cabezonería.
Pero
una vez al año se olvida de todo y transforma sus manos, nudosas y ásperas, en
instrumentos mágicos. En Semana Santa prepara roscos al estilo de su tierra y
el ritual empieza bien temprano, limpiando y relimpiando el barreño en el que
hará la mezcla. Sus manos se mueven con soltura mientras selecciona y mezcla
los ingredientes: casca los huevos sin destrozar la cáscara, echa la harina sin
desperdiciarla, mide el azúcar a ojo, añade anís sin que le tiemble el pulso y
remata la poción rallando la cáscara de un limón sin dejarse los dedos en el proceso. Sus manos,
entonces, se convierten en artilugios mezcladores. Dan vueltas y vueltas hasta
crear una masa perfecta y olorosa. La deja reposar un poco y después la separa
en porciones casi exactas. No sé cómo lo hace, supongo que sus dedos deben
tener memoria. Hace una bola con los trozos, les clava un dedo en medio para
hacer un agujero y los echa en el aceite hirviendo. Les da vueltas sin salpicar
hasta que están dorados y los saca, dejándolos sobre papel de cocina para
espolvorearlos de azúcar. A esas alturas, la cocina está llena de gente
hambrienta y la casa entera huele a dulce y risas. Cuando acaba, frega los
cacharros y se sienta a contemplar su obra y recoger alabanzas.
Las
manos recuperan su quietud, los dolores van reconquistando su espacio. Aunque
no le guste, son demasiados años para tanta faena y mañana la artrosis le
hinchará los dedos y las muñecas. Pero hoy no. Hoy sus manos cansadas,
envejecidas, ásperas y manchadas han vuelto a hacer magia en la cocina.
Mjo
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