"Tú eres mi copla", le dije sin poderme contener. Él se quedó paralizado, con el tenedor suspendido en el aire, goteando salsa, a medio camino entre el plato y su boca. Sus ojos se clavaron en los míos, desorbitados por el pánico, y me di cuenta de que había cometido un terrible error. Tragué saliva y me estrujé el cerebro en busca de algo que decir. Lo que fuera. Ni siquiera necesitaba que sonara medianamente inteligente, con que rompiera la evidente tensión del momento sería suficiente pero no se me ocurrió nada. Nada en absoluto, así que me saqué de la manga mi mejor sonrisa y volví a concentrarme en el plato de pasta que, de repente, había perdido todo su sabor.
Seguimos cenando, o al menos fingimos hacerlo, con la banda sonora de las conversaciones y las risas del resto de comensales que abarrotaba el restaurante. En nuestra mesa, en cambio, reinaba un silencio espeso e incómodo que no presagiaba nada bueno. Con lo bien que iba hasta entonces... Vacié la copa de un trago y él, caballeroso a pesar de todo, rescató la botella del cubo donde el hielo mantenía la temperatura ideal, y me la volvió a llenar. Le miré de reojo, con cautela. El pánico empezaba a remitir y casi sonreía. Automáticamente, le devolví la sonrisa y volví a mi plato.
Diez minutos, o quizá diez horas, más tarde le hizo un gesto al camarero para que retirara los platos casi intactos. Después de mi ocurrencia, los dos nos habíamos dedicado a mover la comida de un lado al otro hasta convertirla en un amasijo muy poco apetecible. Creí que pediría la cuenta enseguida, algo que me parecía una buena idea, pero insistió en que pidiéramos postre. "El tiramisú es casero y
El peso de la conversación recayó en su personaje y a fe mía que intentó lucirse. Recorrió con calma todos los tópicos: meteorología, fútbol, trabajo, política... Para mi asombro, saltaba de un tema al otro como si nada hubiera pasado y yo le seguía a duras penas, contestando con monosílabos y frases tan ambiguas que podrían interpretarse de cualquiera manera. No podía dejar de mirarle, gesticulando como un italiano y riéndose de sus propios chistes. Parecía sentirse tan cómodo que acabé preguntándome si mi desliz no habría sido producto de mi imaginación pero no, el sudor que se enfriaba en mi espalda, producto del ataque de nervios que había sentido, era muy pero que muy real.
Cuando empezó a criticar la película que más sonaba como ganadora de los Oscars, y que ninguno de los dos habíamos visto, perdí el control. Tenía que irme de allí, necesitaba perderle de vista. Ya no era mi copla, ¡se estaba convirtiendo en mi peor pesadilla! Me puse de pie de un salto, tirando en el proceso las copas de vino y una taza de café. Cuando acabó el estrépito de cristales rotos y hasta el último de los ojos del local se habían clavado en mi persona, carraspeé y sonreí. O lo intenté, al menos.
- Voy al baño. ¿Puedes ir pidiendo la cuenta mientras tanto? Será sólo un momento - y me fui sin darle tiempo a contestarme. Me alejé con las mejillas ardiendo y mordiéndome los labios para no llorar. Estaba interpretando el final de nuestra historia y el guión, esta vez, lo firmaba yo.
Cuando regresé, se había ido. Encontré la bandeja de plata con la cuenta y unos billetes sobre la mesa pero ni rastro de él. El camarero me miró con una mezcla de compasión y reproche y me tendió una nota. Dudé un instante pero acabé por cogerla. Ya vería si la leía o iba a parar a la primera papelera que encontrara camino de casa. Me puse la chaqueta y salí sin mirar a nadie. Lo cierto es que la vergüenza no me permitió levantar los ojos del suelo. No era la primera vez que me dejaban plantada pero jamás lo habían hecho de una manera tan... pública. Claro que me lo había ganado, por ser tan neurótica. "Tú eres mi copla", ¿pero en qué narices estaba pensando? Igual, de una manera inconsciente, quería sabotear aquella relación que tenía tan sólo dos meses de vida. Podría ser. Empecé a salir con él porque me sentía sola, me aburría, tenía ganas de que alguien me mimara y, perdón por la brusquedad, quería sexo. Por desgracia, resultó no ser el remedio de mis males, de ninguno de ellos, aunque apreté los dientes y me quedé a ver si cambiaba. Y quien cambió fui yo. O me harté o ves a saber qué. Sea como sea, aquella frase fue el punto de inflexión que volvió a poner las cosas en su sitio y a mí me quitó las ganas de intentarlo de nuevo en una larga temporada.
Cuando salí del restaurante, al que tenía intenciones de no volver jamás, empezó a llover. Me puse la capucha, metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y busqué un buen lugar donde coger un taxi que me llevara de vuelta a casa. En un semáforo, tiré la nota sin leer en una papelera donde se marchitaba un ramo de rosas. ¿Otro amor que acabó mal?, pensé. Al cabo de veinte minutos de ver pasar taxis ocupados o fuera de servicio, con los pies encharcados, me rendí y eché a andar por la avenida cantando bajito la letra que conocía de la copla de mi desgracia.
"Me lo dijeron mil veces, pero nunca quise poner atención.
Cuando llegaron los llantos, ya estabas muy dentro de mi corazón..."
Llegué a casa tarde, empapada, muerta de hambre y muy, muy triste. Abrí una botella de cerveza y calenté en el microondas las sobras de la comida de mediodía, que me comí de pie en la cocina compadeciéndome de mi misma, algo que se me da de maravilla. Cuando me metí en la cama, algo achispada, y apagué la luz, ya había decidido que al día siguiente le llamaría para disculparme y ver si podría solucionar el desastre que yo misma había creado. Busqué una posición cómoda y seguí canturreando.
"No debía de quererte.
No debía de quererte.
Y sin embargo..."
No, no pensaba en él, no en ese "él" sino en el de siempre y ese seguía siendo el problema. Y es que sin embargo...
Mjo
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